Guillermo Niño de Guzmán, narrador y periodista peruano. Es autor de la novela "Caballos de medianoche". (Foto: Percy Ramírez / Archivo El Comercio)
Guillermo Niño de Guzmán, narrador y periodista peruano. Es autor de la novela "Caballos de medianoche". (Foto: Percy Ramírez / Archivo El Comercio)
/ PERCY RAMIREZ

Suelo monologar en voz alta, práctica que se ha vuelto recurrente a raíz del confinamiento motivado por la pandemia de . Parece una extravagancia, pero prefiero pensar que se trata de un mecanismo de defensa, un esfuerzo por reafirmarme en un mundo cada vez más incierto y tambaleante. Además, es un procedimiento muy útil en mi oficio. Cuando escribo me gusta enunciar las frases. Necesito oír cómo se encabalga una palabra con otra, igual que en un poema, porque el relato, la crónica o el ensayo también exigen una cadencia, un ritmo preciso que acompaña y potencia la expresión. Sin duda, acertó quien dijo que la prosa no era más que nostalgia de la poesía.

El periodo de reclusión es una oportunidad única para leer aquellos libros que, por su extensión, uno pospone indefinidamente. Desde hace unos años, miro con culpa los cuatro volúmenes de Memorias de ultratumba de Chateaubriand, que tanto apreciaba el querido Ribeyro. Otra alternativa es Los Thibault, de Roger Martin du Gard, premio Nobel, cuyos ocho tomos empastados en cuero rojo compré en una librería de viejo de la calle Azángaro un cuarto de siglo atrás. Vargas Llosa recomendaba esta novela río llena de incidentes a quienes debían soportar una larga convalecencia y ya habían trajinado las remembranzas de Proust.

Pero algo me detiene. Descubro que, en estos momentos, me falta la concentración necesaria para embarcarme en lecturas de esa envergadura. Vivimos una situación límite que desafía nuestra comprensión, pues contradice los avances de la especie humana, y nos devuelve de golpe a un estado de precariedad y vulnerabilidad. Entiendo que lo prioritario es atajar el virus, aunque me pregunto cuánto tiempo más se puede prolongar la inmovilización sin que se produzca un estallido social. Morirse de hambre no es una hipérbole en el Perú.

Encuentro en el diario El País unas sabias declaraciones de Edgar Morin. Próximo a cumplir 99 años, el pensador francés se muestra más lúcido que nunca y afirma que “la unificación técnico-económica del mundo que trajo el capitalismo agresivo en los años noventa ha generado una enorme paradoja que la emergencia del coronavirus ha hecho ahora visible para todos: esta interdependencia entre los países, en lugar de favorecer un real progreso en la conciencia y en la comprensión de los pueblos, ha desatado formas de egoísmo y de ultranacionalismo. El virus ha desenmascarado esta ausencia de una auténtica conciencia planetaria de la humanidad”.

También leo un ensayo del filósofo político británico John Gray, para quien la globalización llega a su fin y el capitalismo liberal está en quiebra. No obstante, confía en que prevalezca “nuestro atributo más vital: la capacidad de adaptarnos y crear modos de vida diferentes”. Para apoyar su razonamiento, acude al novelista J. G. Ballard, un experto en distopías apocalípticas que sobrevivió a su internamiento en un campo de concentración en Shanghái. El escritor aprendió que todo aquello no significaba el fin del mundo. Muchos acaban “con traumas duraderos, pero el animal humano es demasiado fuerte y versátil para que esos trastornos lo quiebren”, agrega Gray. “La vida sigue, aunque diferente de como era antes. Quienes describen el momento actual como ballardiano no se han fijado en cómo se adaptan los seres humanos a las situaciones extremas que él narra, e incluso se realizan como personas en ellas”.

J. G. Ballard, experto en distopías apocalípticas que sobrevivió a su internamiento en un campo de concentración en Shanghái. El escritor aprendió que todo aquello no significaba el fin del mundo. (Getty images)
J. G. Ballard, experto en distopías apocalípticas que sobrevivió a su internamiento en un campo de concentración en Shanghái. El escritor aprendió que todo aquello no significaba el fin del mundo. (Getty images)

Una mayor empatía

Sí, la literatura puede ser aleccionadora, abrir nuestras mentes y ayudarnos a vislumbrar cómo salir del laberinto. Las buenas ficciones son más que simples invenciones y revelan verdades profundas que no siempre detectamos en la realidad. Desde luego, al grueso de los mortales le resulta indiferente que el Jaguar haya matado al Esclavo. No obstante, quienes han leído La ciudad y los perros tienen una ventaja. Han compartido las vicisitudes de esos personajes, y se han adentrado en los oscuros vericuetos del poder y la opresión, con lo que han enriquecido su visión del mundo. En el proceso, han ganado sensibilidad y desarrollado una mayor empatía hacia los demás.

Para terminar, quiero volver a Edgar Morin, quien piensa que enfrentaremos mejor esta crisis “si sabemos redescubrir y cultivar los auténticos valores de la vida: el amor, la amistad, la fraternidad, la solidaridad”. Que sus palabras nos sirvan de lección en estos tiempos recios. Más vale apostar por que llegue el día en que podamos salir a las calles, y volvamos a abrazarnos y besarnos. Mientras tanto, reanudo mi soliloquio y sueño con sacar a pasear al perro que no tengo, pero que ladra dentro de mí.

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