Conversar con Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955) es, de alguna manera, leerlo. Uno va recorriendo sus anécdotas y ocurrencias como quien pasa las páginas de una historia personal tan entretenida como voluminosa. No es de extrañar, pues, que su regreso a las publicaciones sea a través de la bitácora de un itinerario personal de aventuras literarias, musicales, cinematográficas o fogosamente vitales. No es de extrañar, tampoco, que ‘aventura’ sea su palabra favorita.
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Construido en base a las anotaciones que el autor, según capricho y humor de cada momento, realizó a lo largo de más de 25 años -con permanencia en Barcelona incluida-, “Hasta perder el aliento” es, de este modo, el diario cultural de un autor que, entre libro y libro o trabajo en trabajo, se dedicó a rellenar páginas a mano con referencias culturales que no quería perder en el camino. La perdurabilidad de aquellas ideas se confirma hoy.
Fue en 1984 cuando, prologado por Mario Vargas Llosa, Niño de Guzmán publicó “Caballos de medianoche”, impetuoso volumen de cuentos que es hoy considerado un libro de culto. El autor no cumplía aún los 30 años y ya evidenciaba su sólida capacidad como narrador. Más tarde publicó “Una mujer no hace un verano” (1995) o “Algo que nunca serás” (2007), además de incursionar en la novela histórica, el cuento juvenil y la redacción de artículos culturales –varios de ellos para este mismo diario- que ha compilado en dos libros. Se graduó con una tesis sobre Hemingway. Fue becario. Fue corresponsal de guerra. Si fuera menos exhaustivo con sus correcciones y menos exigente con la autocrítica, publicaría mucho más seguido. “Hasta perder el aliento”, sin embargo, le ha dado nuevos bríos para emprender un nuevo proyecto literario a corto plazo.
A mediados de los 70, cuando apenas tenía veinte años, publicó en una pequeña revista que hizo al lado de otros jóvenes letraheridos –como los llama él- de San Marcos y la Católica, una suerte de ‘arte poétíca’ que definía su actitud ante la literatura y la vida. “Yo escribo para derrotar a esa gran puta que es la muerte”, fue su declaración. “Ahora, casi cincuenta años después, aunque suene romántica y estentórea, sigo suscribiéndola –nos dice-. Escribir es, para mí, una manera de rebelarse contra las limitaciones inherentes a la condición humana. Quizá sea una batalla perdida, pero, igual, peleo y mantengo la ilusión de que lo que escriba no muera”. A continuación, la palabra del autor.
—Publicaste tu último libro hace unos 15 años. ¿Por qué esperar tanto tiempo para volver a hacerlo?
Soy un escritor al que le cuesta mucho poner una palabra detrás de otra. Nunca estoy contento con lo que escribo, pues siempre puede ser mejor. Por tanto, solo deseo publicar cuando creo tener un texto depurado. Eso de sacar un libro tras otro para hacer una carrera y estar en el candelero no va conmigo. Quién sabe, quizá publicaría con más frecuencia si mis libros me dieran los recursos suficientes para concentrarme en ellos y no distraerme con trabajos “alimenticios”.
—En la primera parte del libro cuentas que el detonante para escribir “Hasta perder el aliento” fue que un amigo hojeó una de tus libretas de anotaciones y te lanzó la idea de que pudieran publicarse. Pero siendo tú tan pudoroso –llamémosle así- para publicar, imagino la presencia de otro detonante, algo más personal. ¿Cuál fue?
Tomé consciencia de que era el único libro que realmente había escrito con placer. ¿Por qué? Porque, simplemente, no me había dado cuenta de que estaba escribiéndolo. Eran anotaciones que hacía exclusivamente para mí, por placer, una suerte de diario literario donde dejaba constancia de mis lecturas y reflexionaba sobre lo que para mí significaba el arte de escribir. Lo empecé veinticinco años atrás y jamás pensé en que lo publicaría algún día. Es un libro muy personal, tanto así que a veces incurría en observaciones más íntimas, las cuales decidí excluir por pudor y porque no tienen mayor interés.
—Con la exigencia y la valla alta que te pones al momento de escribir, ¿Qué sensaciones te dejó preparar “Hasta perder el aliento” y, además, hacerlo durante la soledad y el encierro de la pandemia?
Como era un conjunto de textos escritos a vuelapluma y a mano –cosa rara porque no me gusta mi caligrafía y siempre preferí recurrir a una máquina de escribir y, más tarde, a un ordenador–, debí transcribirlos y aproveché esa fase para pulir el estilo. Eso supuso enfrentar un reto adicional: evitar que mi reescritura minara la espontaneidad y frescura de las notas originales. La pandemia me dio la excusa perfecta para poder dedicarme a esa labor.
—Eso, en lo concerniente al libro, pero a ti, como autor, como ser humano, ¿Cómo te afectó la pandemia?
La pandemia fue para mí, sobre todo, tiempo de lectura y reflexión, la posibilidad de hacer un alto en el camino y tomar distancia para poder ver las cosas en profundidad. Naturalmente, fui un privilegiado, ya que el horror estaba al acecho: no solo la gente se moría, sino que había muchos que no podían salir a trabajar y pasaban hambre y otros padecimientos.
—¿Es el título del libro una metáfora de esa exigencia tuya por escribir, o corregir lo que escribes, hasta el límite de tus posibilidades?
El título proviene de una carta que Mario Vargas Llosa le escribe a Carlos Fuentes en 1969, donde le dice que es necesario “apretar los dientes y escribir, escribir hasta perder el aliento”. Se trata de una declaración de pasión y entrega total a la vocación que yo suscribo plenamente. Uno debe escribir a sangre y fuego, como si se te fuera la vida en ello. Este es el oficio que le da sentido a mi existencia y, sin él, me sentiría perdido. No me importa si no soy tan bueno o no tengo éxito. Igual, seguiré escribiendo hasta el último respiro.
—Aunque suena algo más dramático, el término “letraherido” -presente en el subtítulo del libro- describe tu afición a la lectura. ¿De qué manera esa afición te ha ayudado a escribir mejor y, por el contrario, también te ha hecho tomarte pausas largas entre libro y libro?
Letraherido es una expresión que se refiere a alguien que tiene una pasión inconmensurable por la literatura y, por tanto, involucra tanto al autor como al lector. Cabe recordar que un escritor, antes que nada, es un lector. Y yo soy un obseso de los libros, más que bibliófilo, me identifico como un bibliómano. La lectura es un vicio solitario y, como dice Valery Larbaud, impune. De lo único que podría jactarme es de que soy un gran lector. La lectura siempre ha sido un estímulo para escribir, pero, claro, exige tiempo y concentración. No es posible leer todo el día, aunque a veces una novela es capaz de envolverte y arrastrarte con ella, sin importar el paso de las horas. Hace muchos años que adopté los hábitos de mi maestro Ernest Hemingway: despertarme temprano y escribir durante la mañana. Cuando era joven estaba fascinado por el mundo de la noche y escribía incluso de madrugada. Ahora que he perdido nocturnidad y alevosía, me siento mucho más lúcido y despejado por las mañanas, dispuesto a escribir. Después del almuerzo, me dedico a leer hasta las últimas consecuencias.
—A lo largo del libro, evocas más tus lecturas o el aspecto cultural de tu vida, algo más personal, individual, que alguna aventura, a pesar de verte en contextos en los que las tuviste en abundancia. ¿Recuerdas algunas vivencias en especial, llamativas o divertidas, que ocurrieran mientras tomabas algunos de los apuntes que incluye el libro?
Empecé a escribirlo mientras vivía en París, gracias a una beca de traducción literaria del Estado francés, y fui muy afortunado porque tenía todo el tiempo para mí: escribía, traducía, veía películas todos los días (soy un cinéfilo obsesivo), iba a conciertos de jazz, frecuentaba museos y galerías (en mi adolescencia recibí lecciones de pintura al óleo) y leía sin descanso, en los cafés y en los parques (algo que no hago en Lima). Más adelante, cuando me mudé a Barcelona, pude reencontrarme con otra de mis devociones, el toreo, y vi salir en hombros tres veces al gran José Tomás. Además, tuve el honor de conocer a tres notables escritores como Juan Marsé, Enrique Vila-Matas y Juan Villoro, y pude volver a alternar con mi viejo amigo, el impecable novelista Rafael Sender. Era una vida soñada y el libro es una bitácora donde se registra el impacto que me causaron esas grandes pasiones. En cuanto a mis aventuras galantes en ese periodo, ¡mejor es que guarde silencio! (risas)
—Visto en retrospectiva, además del simple placer o la admiración, ¿Cuál crees que fue el criterio que te hizo perennizar a ciertos autores o personajes de este modo?
Es aleatorio. Tanto así, que me pregunto por qué no he dedicado unas líneas a tal o cual autor, cineasta, músico, torero, pintor, fotógrafo o actor que también figuran entre mis favoritos. Pero, como no es un libro orgánico sino más bien improvisado, al estilo de una jam session, sigue el compás azaroso de mis descubrimientos y enamoramientos librescos y artísticos.
—Sé que la selección tuvo que ser tamizada y lo que vemos es el primer cuaderno. ¿De acuerdo a qué criterios seleccionaste el contenido de este volumen?
El volumen original suma más de quinientas páginas. Debido a razones editoriales, me vi obligado a separar el texto en dos tomos. Quizá la única diferencia es que en el primero incluyo más reflexiones sobre mis certezas y frustraciones vinculadas al acto de escribir, así como doy mayor cabida a pequeñas traducciones de otros autores que me deslumbraron y que hice por puro placer.
—Es bien sabido que has tenido oportunidad de ser amigo muy cercano de muchos de los escritores más importantes de los últimos 40 años, Ribeyro o Cisneros entre ellos. Tener tantos amigos célebres, ¿Qué tanto ha afectado tu escritura?
Mi amistad con ellos ha sido un estímulo poderoso para intentar ir más allá de mis propias limitaciones. He tenido la suerte de alternar con escritores que admiraba mucho y que han sido muy generosos y comprensivos conmigo. Nunca he sido un parricida literario. Por el contrario, siempre he respetado a los viejos maestros. El único problema de tener amigos mayores es que llega un momento en que empiezan a morirse y uno se va quedando cada vez más solo. Extraño mucho a Julio Ramón Ribeyro, Toño Cisneros, Blanca Varela, Javier Sologuren, Jorge Eduardo Eielson y Rodolfo Hinostroza. Y eso que apenas menciono a los letraheridos...
—El proceso de trabajar este libro, ¿Qué cambios ha ejercido en ti? Presupongo que no eres el mismo antes de ordenar todos estos recuerdos, memorias, aforismos o anécdotas que hoy, que lograste consolidarlo y publicarlo. ¿Te ha dejado con ánimo de publicar una nueva novela o un nuevo volumen de cuentos?
Pues sí, podría decir que me ha dado nuevos bríos. Ahora estoy metido de lleno en la preparación de un libro de cuentos. Mi manera de ejercer el oficio es muy sui generis. ¿Puedes creer que tengo relatos que vengo trabajando desde hace una veintena de años? El proceso es parecido al de añejar vinos. Vamos a ver cómo sale. Soy una especie de corredor de cortas distancias, pero me gustaría probar con una carrera de fondo. Pese a mis limitaciones, quiero escribir una novela antes de morirme.
Colección Andanzas, Tusquets, 270 páginas
Presentación:
Jueves 24 de noviembre
8.00 p.m.
Librería El Virrey de Miraflores
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