Llegamos a parís a estudiar y a eso nos dedicamos inmediatamente: al poco tiempo habíamos investigado la manera de canjear los vales de comida por vino y ya estaban mapeados los bares y sus horarios alrededor de la estación de metro Glacière, en el barrio de Montparnasse.
Siendo el objeto de estudio una profesión sin futuro (1), lo más provechoso y sensato era dedicarse a hacer lo que París ofrecía orgánicamente como valor diferencial. Un curso vivencial de cómo vivir, sin dinero pero con honor, en una de las ciudades más hermosas del planeta. El ácido olor del metro en las mañanas de verano, variante del amoniaco que no he vuelto a percibir en ciudad alguna, era el bienvenido estimulante para recuperar brío y lucidez camino a los quehaceres. Nadie faltaba a clases, aun cuando el vértigo de una noche que no había terminado del todo todavía nos jalaba del pie. Se intercambiaban sonrisas cómplices y resacosas, orgullosa resiliencia en virtud de hígados aún lozanos y la alegría de estar donde estábamos (2).
En los días libres, que parecían ser todos y cada uno de ellos, la normalidad se expandía a límites de privilegio. Como entrar al Louvre solo para honrar en silencio a la diosa de la victoria, Niké de Samotracia, casi tres metros de mármol donde una deidad alada, manca y decapitada, pero conservando coqueto quiebre de cintura, sabía decirte algo acerca de la perseverancia y de todas las veces que la necesitarías. Tomábamos lonche, baguette y queso, visitando a Jim Morrison, Wilde y Maria Callas en el cementerio de Père Lachaise. Tocábamos ritualmente el cemento sobre los cuerpos de Vallejo y Cortázar en Montparnasse. Nos asomábamos reverencialmente en el Panteón para buscar la inmanencia de Voltaire, Rousseau, Victor Hugo, o nos empequeñecíamos ante la grandilocuencia fúnebre, reflejo arquitectónico de su talla histórica, frente a la tumba de Napoleón, ese gigante de un metro sesentaitantos.
Y si tampoco nos daba el cuerpo o el tiempo porque además estaban Orsay, la torre, Notre Dame, los puentes del Sena, la Place des Vosges (3), y siguen firmas; siempre nos quedaba la simple terraza de un café donde detenerse a ver pasar la vida en su versión más amable y sabia, a la mejor manera de la escuela sentimental del maestro de Georgia, Otis Redding, muerto prematuramente a los 26 años no sin antes haber escrito ese tratado filosófico musical llamado “Sittin’ on the Dock of the Bay”.
Viendo ahora cómo los parisinos vuelven a las terrazas con tanto miedo como coraje, en gesto de afirmación de una forma de vida y señal de desafío para quienes la felicidad terrena es perversión religiosa, asoma un sentimiento emparentado con la esperanza. El futuro no puede quedar en manos de las cucarachas, los militares o los fundamentalistas.
Y provoca decirle a la legión de cretinos que, mientras esto sucede, pontifica en redes sobre la corrección o no de personalizar su perfil de Facebook con la bandera de Francia, “Ey, levanten la mirada de la pantalla: eso que se están perdiendo se llama vida”.
(1) “Curso de perfeccionamiento periodístico”. (2) Amalia, María Teresa, Silvina, Ulises, Roberto, Claudio, un abrazo ahí donde estén. (3) Augusto Elmore y mi viejo, jóvenes y risueños, deben estar sentados ahorita mismo ahí.