Leer a Margarita García Robayo es como mirar un cielo despejado una noche de verano. Primero ves solo una estrella. Pero si fijas la mirada, enseguida brillan dos, tres, cuatro. Miles de estrellas en un cielo más y más profundo.
La urdimbre de la escritura de esta autora colombiana es un continuo de imágenes y reflexiones sofisticadas propio de quien mira el mundo con el asombro de un niño y la agudeza de un adulto que no da nada por sentado y nunca deja de dudar.
Si la espesura de esta prosa ya era palpable en sus otros libros, su última novela, La encomienda, publicada por Anagrama, consolida esa voz y lo que García Robayo es capaz de hacer con la palabra. Como una de esas muñecas rusas que adentro contienen otra, y adentro otra, y otra más, la escritura de Robayo es una suerte de pregunta infinita que conmueve por la mirada filosa, cítrica, perspicaz y feroz, y por las imágenes precisas de quien persiste en el lenguaje y lo pule hasta encontrar el brillo justo.
La novela transcurre en una semana y el argumento es simple. Una mujer extranjera vive en Buenos Aires desde hace años (como la propia García Robayo, que nació en Cartagena de Indias en 1980 y reside en Argentina desde 2005), y recibe periódicamente encomiendas de su hermana, que vive a cinco mil kilómetros. Un día se encuentra en su departamento con una caja enorme que ocupa casi todo el living. Ese elemento extraño que rompe apenas el pacto realista introducido al comienzo del relato quiebra la calma frágil de la rutina de la narradora. Pero ese argumento importa poco. Es casi una excusa para contar lo que García Robayo quiere contar. Que no es un tema. Son muchos temas que van al fondo de la intimidad, la identidad y el origen, y están cosidos con astucia y elegancia en una escritura que fluye suave y sorprende de manera constante. Casi en cada oración la narradora discurre en pensamientos, imágenes y reflexiones que sacuden a quien las lee y conforman la sustancia fundamental de la novela, el caldo primordial que da sentido al texto.
Dice, por ejemplo: “Las hojas enfermas mueren primero y eso es bueno para ellas porque rebrotan antes. Las más sanas resisten, atraviesan la estación y se mantienen vivas en un clima que las hiere. Viven más y sufren más. Son mártires”, “El parentesco es un hilo invisible, toca imaginarlo todo el tiempo para recordar que está ahí”, “Cada persona es un núcleo enmarcado por brechas de incomprensión. Incluso quienes más cerca se sienten están separados por ese borde delgado pero profundo (...). Nadie puede ignorar el abismo que lo aísla del resto”, “El amor y la tristeza, cuando son tan intensos, deben sentirse idéntico, en los pulmones. Entran al cuerpo en bocanadas ansiosas, siempre insuficientes”.
Párrafo a párrafo, Margarita García Robayo construye un mundo que subvierte todas las versiones que conocemos del mundo. Lo hace con humor, acidez, ironía, sin tapujos, mostrando los contrastes y engaños de los vínculos con los otros y con nosotros mismos. Y con belleza. Con esa belleza que se transforma en emoción.
- ¿Cómo surge esta novela?
- Es una historia que hace tiempo tenía en la cabeza. Me interesaba esta idea de querer alejarse de cosas que están dadas por el origen —traumas, vínculos, taras de infancia— y no poder. Indagar en esa ilusión o expectativa de quitarse eso que en realidad uno lleva todo el tiempo en una especie de mochila invisible. Eso que pensamos que se fue, pero en el fondo sigue ahí. Por momentos nos distraemos y lo dejamos de ver, y en otros momentos, como en esta novela, de repente se materializa a tu lado y entonces dices: “¿Ahora qué hago con todo esto que había quedado atrás?”. Me gustaba eso del destino recordándote en un punto desprevenido de la vida: esto no lo puedes cercenar de ti, el pasado está ahí y no se va a ir nunca.
El tema de las encomiendas también me interesaba porque siento que es muy latinoamericano. Cuando presenté el libro en España tenía que explicar qué era la encomienda, pero al mismo tiempo era lindo porque era una manera de explicar básicamente lo que contiene la novela. Esto de mandar cajas con comida y cosas para alguien que se fue como un modo de decirle “te recuerdo con cariño”. Aunque los productos lleguen en mal estado y casi nada de lo que contenga la encomienda en la vida real sirva para algo.
Para mí los temas son como una molestia, una urgencia, un tumor. Algo que necesito extraer de mí y poner en algún sitio. Después hay que darles forma. Lo que me pasó con la premisa de esta novela es que la tenía en mente hace mucho pero entre un proyecto y otro nunca se me daba por sentarme a escribirla. En pandemia encontré el momento de hacerlo. Con el encierro, en el día a día no tenía la menor posibilidad de trabajar en serio en nada, entonces empecé a sentarme a escribir de madrugada y así fue cobrando forma. La empecé y la terminé en pandemia. Es cierto que el encierro en Argentina fue bastante largo, así que no es que la escritura haya sido rapidísima, pero sí creo que fue más rápida que la de otros libros porque tenía bastante claro lo que quería contar.
- El registro de la intimidad está presente en todos tus libros, así como la subversión de las versiones instaladas sobre la familia, el amor, los vínculos, la muerte, la maternidad, la vida en general. En La encomienda está esa materia prima, pero la escritura excava más profundo. Se consolida tu trabajo con el lenguaje y sorprende casi en cada párrafo con imágenes y reflexiones crudas, lacerantes, irónicas, ácidas y, a veces, atravesadas por el humor. Quiero decir, el argumento es muy sencillo, lo que prevalece son esas reflexiones que cobran voz en los pensamientos de la narradora. ¿Cómo fue el proceso de ir cosiendo todos esos giros y reflexiones en esa idea que tenías cuando te sentaste a escribir esta novela?
- Cada vez tengo más claro que me interesa esa forma narrativa que sugiere más de lo que explica, que muestra más de lo que narra. Para lograr eso vivo tomando notas de imágenes posibles. Yo les llamo shortcuts que me permiten camuflar todo lo que quiero decir. Mi ambición literaria es exactamente eso que dices. Me gusta esa forma de contar que parte de una trama muy simple, muy cortita, muy abarcable, pero que contiene muchas capas de sentido. Que un mismo texto pueda cavar más y más hondo, como una pregunta que no llega nunca a una certeza. Creo que cuando uno llega a una certeza en la escritura, la escritura se acaba. Por eso me gusta la reflexión constante.
Esta novela, por ejemplo, transcurre en una semana, pero una semana o un día en la vida de una persona nunca se trata de una sola cosa. A mí me interesa representar en la narrativa esa superposición de temas y de situaciones que te pueden envolver en un lapso determinado de tiempo. No importa que el argumento vaya de A a B y sea cortito y delgado. En profundidad me interesa muchísimo meter y meter y meter más capas de significado. Es un esfuerzo que he hecho en términos formales a lo largo de todos estos años de escritura y quería dejarlo plasmado especialmente en esta novela. Más allá de que el argumento fuera de sábado a sábado, quería que todo lo que pasara en el medio tuviera este efecto de profundidad visual en el que casi no alcanzas a tener presente en una sola lectura cuántos temas se atraviesan.
- En relación con esto que decís, La encomienda toca muchísimos temas: la condición migrante, el origen, los recuerdos, la ausencia del padre, la familia, la falacia del parentesco, la hermandad, las maternidades, la amistad, la cuestión del cuidado de los otros, la rutina, el desarraigo, y también la cuestión del ser. ¿Cómo fue el trabajo de ir metiendo todos esos temas en el libro y hacerlos confluir?
- Tenía bien claro cuáles quería que fueran los temas principales y son justamente los que acabas de mencionar. Sobre todo, este hecho de alguien que repentinamente empieza a generar situaciones en las que tiene que cuidar de otros, tiene que hacerse cargo, tiene que “maternar”, como dicen ahora. Alguien que no planta un cactus porque se le muere, alguien que parece no estar arraigada y dice poder irse a cualquier lado en cualquier momento, de repente empieza a verse rodeada de situaciones que requieren cierto cuidado de parte de ella. Eso en contraposición con no haber sido nunca cuidada de niña, o por lo menos echar eso en falta.
Además, es cierto que a mí cada tanto me gusta, casi caprichosamente, meter algunas cosas aunque sea en una línea, en una imagen, en una sugerencia. Por ejemplo, yo quería hablar de algún modo del tema de la alimentación, todo esto de las vacas felices, toda esta obsesión contemporánea por el alimento, por cómo se consume, cómo se produce, cómo se mata, cómo no se mata. Y vi en el trabajo de la narradora, que escribe para una agencia de publicidad, la oportunidad de meter el tema. Es como una especie de cosido, uno va tejiendo en la medida en que lo hace y va metiendo los temas que le resuenan. Después llega una instancia en la que dices: esto va, esto no va, y así. Pero no me da miedo el espesor en ese sentido.
Creo que cuando uno escribe algo basado en el mundo —todo lo que escribimos básicamente—, le caben un montón de cosas que también caben en el mundo. Lo importante es encontrar una forma, un envase que te permita que esos temas de los que quisiste hablar se noten de alguna manera; se sugieran, se vean, aunque sea un poquito, como pasa también en el mundo. En la vida hay un montón de cosas que suceden al mismo tiempo. Uno pone el foco en una o dos, pero eso no quiere decir que el telón de fondo o el ruido desaparezca. Ese mismo efecto me gusta lograr en lo que escribo. También en lo que leo. Me encanta leer cuando puedo percibir un fondo. Es lo que quizá, dicho de manera más académica, llaman la teoría del iceberg. Ves solo un poco, pero no puedes dejar de captar que debajo de ese piquito que está a la luz hay una cosa gigante que no te cuentan pero se percibe.
- También el tema de la educación está ahí metido ¿no? Cuando la madre dice: “La gente necesita que les pongan cosas en la cabeza (...) Por eso las entregué, para que alguien les pusiera esas cosas en la cabeza”.
- Sí, sí totalmente. También eso que mencionabas antes de las maternidades. La enfermera que no puede hacerse cargo de su hijo y ve la manera de encajárselo a alguien, pero no le resulta indiferente, lo padece. O la propia madre de la narradora, de la que no se sabe mucho: no queda claro por qué la narradora y su hermana terminaron siendo criadas por su tía y su abuela. O la hermana, a quien la narradora reconoce como lo único de lo que puede agarrarse para tener una especie de genealogía, por más que todas sus explicaciones sean inventos. Y así hay un montón de ejemplos más.
- Es un libro también sobre la escritura. La narradora escribe, quiere ser escritora. En algunos momentos reflexiona específicamente sobre el tema. Dice, entre otras cosas: “Me importaba mi trabajo porque creía que en los oficios residuales circulaba más verdad que en los céntricos e importantes”, “Aunque mucha gente cree que al escribir uno se desnuda, yo sé que en realidad uno se disfraza. Se pone otras caras, se vuelve a hacer de un modo en el que se mezclan la culpa, la frustración y el deseo, y el resultado es un personaje perfectamente despojado y honesto”. ¿La escritura es eso para vos? ¿Tu propio proceso como escritora tiene esta faceta de verdad pero a la vez de máscara?
- Sin dudas, hablar sobre la escritura era una de las capas que me interesaba tocar en el libro. La construcción del personaje —una narradora que escribe, que quiere vivir de escribir— de alguna manera me habilitaba a hacerlo. No solo quería abordarlo porque me interesa como tema, sino porque hay algo que me gusta mucho como lectora y es encontrarme con un autor. Está todo bien con leer una historia bien contada, mal contada, lo que sea, pero no me es suficiente. Necesito ver al autor. Y siento que hablar del proceso de escritura dentro de las ficciones es una manera de develar el esqueleto de esa ficción. De decir: no me estoy camuflando, acá estoy, te estoy contando esto, para esto uso tal y tal herramienta. Como lectora me parece fascinante cuando puedo ver eso.
Con respecto a si atribuyo esas reflexiones a mi propia escritura, yo creo que sí. La marginalidad es una condición sine qua non de la escritura y de la literatura en general. No es un oficio céntrico del cual el mundo dependa para girar en un sentido pragmático. Nadie está esperando que yo esté en mi casa escribiendo porque de eso depende algo. Nadie piensa que estoy contribuyendo de alguna manera con el mundo. Yo no siento que esté contribuyendo a nada. O estoy contribuyendo en todo caso a arrojar un poquito de una verdad o una versión posible del mundo o, mejor dicho, una subversión posible del mundo. Eso es un oficio marginal. Eso es estar en un lugar desde la periferia mirando algo y de repente lanzar algo que alguien agarrará o no. Y hay algo de eso, por muy romántico que suene, que es atractivo y es lo que me seduce de la escritura.
En cuanto a la verdad, cuando uno escribe, sobre todo el tipo de registro que implica el uso de la primera persona, creo que hay una gran confusión. Si es una primera persona con características similares a las de la autora, la gente tiende a pensar en esto que llaman el principio de las tres identidades: autor = narrador = protagonista, y nada que ver. La primera persona muchas veces es una estrategia para disfrazar intenciones, para colar cosas que queremos decir. La escritura es una máscara, un disfraz. Y es un disfraz en el que por lo menos yo me siento cada vez más cómoda, más auténtica. La primera persona es un personaje que se construye con el mismo rigor que cualquier otro personaje. Jamás podría decir que la vida de mis personajes es un calco de mi vida. Mi vida transcurre por un carril y mi literatura por otro completamente distinto. Sin embargo, la locura, la ambigüedad de todo esto, es que muchas veces me siento mucho más auténtica en el terreno de lo literario, escribiendo, sumergida en mi universo, que en la vida real. Quizá también por eso los escritores persistimos.
- La voz de la narradora resuena a la voz de la narradora de Hasta que pase un huracán, ¿lo pensaste así, como una continuidad?
- No lo pensé, pero varias personas me han dicho que las voces de ambas narradoras les resultaban similares. Quizá sea por su modo de pensar el mundo. Eso es porque, de alguna manera, el elenco estable de mis libros suele tener problemas parecidos. Se preguntan sobre el origen, sobre irse, sobre volver, y tienen eso de no saber muy bien dónde se llega cuando uno decide cortar raíces, que finalmente es una falacia porque nunca nadie puede desarraigarse del todo. Son personajes que se engañan a sí mismos o que tienen una serie de contradicciones.
- En esta novela más que en otros libros tuyos hay una reflexión bastante palpable sobre el lenguaje. Aparece el léxico porteño y hay una mirada hacia ahí. La narradora dice, por ejemplo: “Hago un repaso en mi cabeza: digo cafetería, no bar. Pero digo vereda y no acera. Digo nevera, no heladera. Pero digo manteca y no mantequilla. (...) Digo tú nunca vos”. ¿Cuál es la búsqueda ahí?
- Sí, esa reflexión es una manera de hablar sobre la migración. Creo, y cada vez estoy más convencida, que las personas que migramos nunca más conseguimos eso que llaman pertenencia, eso de sentirse parte de un lugar. Por un lado, por la hibridez en cosas básicas como el lenguaje y las tonalidades en las que uno empieza a expresarse. Pero también porque cuando migramos empezamos a habitar una especie de limbo, que además es muy solitario, porque es difícil encontrar a alguien que replique tus mismas circunstancias de migración. Para mí, el migrante es un país único, en el que hay una permanente reminiscencia y melancolía. Por eso creo que me sirve mucho para escribir. Siempre hay algo nostálgico en mis textos, pero es una nostalgia de algo que ya no existe. Cuando yo regreso a mi casa de infancia o a mi país, veo otra casa, otro país. Nada es igual a como lo dejé. Todo se movió. Aunque quizá tampoco sea que todo se movió, sino que mi mirada es otra. Una vez, después de hablar sobre esto, el escritor Pedro Mairal me dijo: “Yo siento que tu país es el lenguaje, tu país es lo que haces, tus libros, tu universo narrativo. Ese es tu país, ahí es donde te sientes cómoda”. Y creo que es así.
- En cuanto a los personajes, hay muchos y cada uno muestra un tema o un rol, pero todos son un poco fantasmagóricos. Están pero no están. Viven sobre todo en la mente de la narradora, en sus pensamientos, recuerdos, observaciones. ¿Cómo fue esa construcción?
- Es exactamente como lo estás planteando. Fue una decisión. Lo que quería hacer con esta novela era contar lo que pasa en la cabeza de alguien. En ese sentido, podría asimilarse, con muchísimas comillas, a una novela psicológica. Quería hablar de lo que pasa cuando uno está encerrado en su cabeza. Hay diversos momentos en los que la narradora se refiere a su cabeza y la grafica diciendo, por ejemplo, “tengo lombrices que crecen desmesuradamente y se golpean y me van a salir por el cuero cabelludo como una medusa”. Todo eso que dice acerca de su cabeza es una manera de mostrar que está encerrada allí y que todo lo que pasa fuera —sus vecinos, la amiga, el novio, su mamá— puede desdibujarse. Puede ser o no ser.
Me interesaba dejar la sospecha o la hipótesis abierta de que la realidad no importaba. Lo fáctico es lo que menos importa: si pasó, si no pasó, cuál es la lógica interna. Lo que importa es la introspección de ella, todo lo que pasa dentro de su mente. De hecho, la novela en un momento tuvo otro nombre. Yo siempre quise que fuera La encomienda porque me interesaba esta imagen evocativa que tiene la caja con los productos, pero la única persona a la que se la di a leer no estaba tan segura del título. Entonces pensé en un nombre más conceptual. Hay un momento en el que alguien en la novela dice: “Afuera no hay nada”, y ese fue el título durante un brevísimo tiempo. La idea de la novela es esa: no importa lo que hay afuera, lo que importa es lo que la narradora piensa y cómo esos pensamientos son capaces de crear realidades.
- Los lugares también son personajes en la novela. El esqueleto del edificio en construcción que la narradora mira todo el tiempo, por ejemplo. ¿Lo pensaste así?
- Sí. Tal cual. No sé si para bien o para mal, pero lo que sí puedo decir de esta novela es que fue la más consciente de todas las que he escrito. Casi nada es accidental. Con respecto al edificio, me interesaba mostrar la sensación de obra inacabada, truncada. Tiene que ver con las propias búsquedas de la narradora. Pero también con algo más elemental: mostrar el entorno en el que ella se mueve, que es asimilable no solamente a Argentina, sino a muchos otros países de la región. En Latinoamérica es fácil encontrarse con esa especie de decadencia en la que los proyectos de futuro nunca funcionan. El futuro no termina de construirse. Se empieza, pero no se construye. Mi intención era mostrar ese contexto precarizado y deprimido. Y esa es una intención que por supuesto excede este libro y podría situar en el principio de todo lo que he escrito. Siempre quise dar cuenta de eso. De este lugar que es Latinoamérica en el que la desigualdad es la moneda de todos los días. Me resultaría ajeno y antinatural hablar de lugares donde las cosas están resueltas. Parte de lo que me interesa en mi proyecto literario, más allá de esta novela, es hablar de eso: de nuestras sociedades desiguales.
- En La encomienda, a diferencia de lo que pasa en tus otros libros, aparece la cuestión del extrañamiento. Esa caja inmensa que ocupa casi todo el salón y trae a la madre como un espejo que de ratos parece real, física, y de a ratos ficticia, imaginada. ¿Por qué elegiste crear esta atmósfera extrañada? ¿Hay una inspiración kafkiana ahí?
- La metamorfosis fue el único libro que releí para esta novela porque claramente mi intención era hacer algo kafkiano en el sentido de introducir un elemento extraño que de golpe rompe la realidad pero inmediatamente se naturaliza. Un día aparezco convertido en un insecto y la novela sigue. Un día llega la caja, aparece la madre, hay un primer desconcierto. y después a la narradora lo único que se le ocurre decir es: “No trajiste abrigo, ¿te busco un chal?”. Naturalizar lo extraño, esa era la idea.
- Hay dos ideas que se repiten en la novela. La primera, la del juicio: la narradora se pregunta quién la juzgaría y quién la defendería si hubiera un juicio en su contra, pero también quién la enjuiciaría si ella pasa por el mundo sin aferrarse a nada. La segunda, la de que solo lo que da fruto se pudre. ¿Qué nos dicen esas imágenes?
- La idea del juicio tiene que ver con la búsqueda de la narradora. La pregunta que se hace todo el tiempo es: dónde empieza el origen, dónde empieza y dónde termina una familia o eso que llamamos familia como sinónimo de sentirse parte. No encuentra una respuesta. No puede identificar ni en su pasado ni en su presente un vínculo lo suficientemente poderoso al que aferrarse. Por eso reflexiona acerca del juicio. El juicio como sinónimo de desesperanza. Piensa: si no conseguí armar vínculos como para que cuando muera a alguien le importe qué fui, entonces qué me queda. Pero entonces también piensa que uno no representa sólo un cúmulo de memorias y vínculos, sino que el cuerpo mismo ya representa a otros. En el cuerpo están contenidas un montón de historias aún cuando uno no se haga cargo de esas historias. Y ahí vuelve a la reflexión original: fugarse y cercenar ciertas cosas de su pasado es imposible porque el propio cuerpo lleva las marcas de ese origen. Es también una reflexión sobre lo inútil que es intentar desenraizarse.
Por otro lado, con el tema del fruto quería trabajar la idea del deterioro como evolución necesaria de la materia, y de cómo el deterioro representa una instancia superior, porque solo aquello que dio fruto se pudre. También está esa idea cuando la narradora habla de las estaciones: “El verano significa el rebrote de algo que ha muerto. Sin muerte no hay vida”.
- ¿El final de la novela lo tenías claro desde que te sentaste a escribirla?
- Sí. Además, ese final es importante porque pone a la narradora frente a la idea de que el origen puede estar en el futuro. Como la narradora se ha preguntado tanto sobre dónde viene y cuándo empieza uno a ser parte, quería dejarla ante un timbre, ante una puerta. Lo que hay detrás es una salida posible. Quería terminar con la idea del origen como algo que puede estar en lo que va a venir. En términos lógicos es una idea que puede ser falaz, porque el origen es aquello que filosóficamente no se mueve, pero quería dejar abierta esa ventana.
- Para terminar, me gustaría ir al principio, a los epígrafes que elegiste para abrir la novela. Los versos de La mosca, de Estela Figueroa, primero. Los del libro Mi Pequeño de Zullo y Albertine, después. Ahí hay una clave de lectura. El lector se encuentra al mismo tiempo con unos versos que generan una atmósfera enrarecida y otros que transmiten cierta candidez, siempre con un lenguaje preciso y minucioso ¿Cómo los elegiste y por qué?
- Cuando conocí a Estela Figueroa —a través de sus libros, quiero decir, no la conocí en persona— me obsesioné. Me pareció que era la poeta que yo habría querido ser. Me fascinó esa manera de contar las cosas tan llana y tan epifánica al mismo tiempo. Cuando leí el poema La mosca me acuerdo que lo marqué y pensé “alguna vez lo voy a usar”, porque me gustaba eso que generaba de la aparente calma y el elemento ínfimo de extrañeza. Y el libro de Zullo y Albertine creo que debe ser el libro que plagié (risas). Cuando lo vi me pareció de una verdad absoluta. Pensé: es esto, esto es lo que quiero escribir. Esa imposibilidad de alguien de contar su historia. Esa madre que todo el tiempo está diciendo te tengo que decir algo, pero no sé cómo decirlo. Esa incomprensión que marca ciertos vínculos de parentesco y termina perpetuándose generación tras generación. Pero a la vez esa idea de que no hace falta entender para quererse. Eso es lo que quería contar en La encomienda. Eso traté de hacer. De hecho, en un momento la narradora dice: “(...) como si entender fuera la gran cosa”. Lo que quise decir fue: puede prevalecer el afecto, puede prevalecer esa ternura frente a alguien que no entiendes y no vas a entender jamás.
- Hay una escena en el Tigre en la que la madre mira el horizonte, la hija le pregunta qué mira y la madre —de quien la narradora antes nos dijo: “Mi madre mira triste porque yo supongo que el mundo, por bello que sea, no le basta. Y ese hueco de no bastarle el mundo (...) es la tristeza”—, le dice: “¡El mundo!, a veces es hermoso, ¿cierto?”. Ahí se da ese entendimiento, ese afecto a pesar de todo, ¿no?
- Totalmente. Esa es una ventanita por la que puede entrar algo de luz. Es solo un momento. Es lo más cerca que han estado y que podrán estar. Pero puede que baste también. Que sea suficiente.
Este artículo se publicó en la revista Coolt el 11.01.23
Contenido Sugerido
Contenido GEC