La disolución del Congreso anunciada el lunes por la tarde por el presidente Martín Vizcarra no es una excepción en los últimos 100 años de vida republicana. Al contrario, estas constituyen un lugar común en el siglo XX y el tiempo dirá si el siglo XXI ostentará también tan discutible distinción. El 4 de julio de 1919, cuando la comisión del Senado aún no culminaba el conteo de los votos, Augusto B. Leguía, a la sazón candidato opositor al oficialista Partido Civil, decidió no esperar y, apoyado por la gendarmería, perpetró un golpe de Estado, disolvió el Parlamento y, de inmediato, convocó a elegir un Congreso Constituyente. ¿La razón? Quería una Constitución y una representación nacional a su medida. De hecho, solo la lista leguiista participó en aquellos comicios y, con el 100 % de congresistas afines, el 18 de enero de 1920, Leguía ya tenía una nueva Constitución.
El siguiente cierre del Congreso fue un tanto sui generis. En 1936 ganó las elecciones generales el doctor Luis Antonio Eguiguren, pero el dictador militar Óscar R. Benavides desconoció su triunfo bajo el fútil alegato de que los apristas —cuyo partido había sido ilegalizado— votaron por él. Lo que siguió fue insólito: en una jugada también calculada por Benavides, el Congreso que, en efecto, culminaba sus funciones en 1936, acordó autodisolverse y prolongar hasta 1939 el mandato de Benavides. Desde entonces, el autoritario general gobernó por decreto.
La historia nos lleva al 27 de octubre de 1948, día en el cual, otro general, Manuel Arturo Odría, le dio un golpe de Estado al doctor José Luis Bustamante y Rivero, de quien era su ministro. El Congreso fue disuelto de inmediato y arreció la persecución contra apristas y comunistas. Sin embargo, Odría quiso revestirse de legalidad y en 1950 realizó elecciones generales en las que él mismo resultó ganador, mientras que el candidato opositor, otro general, Ernesto Montagne era apresado para luego seguir el solitario camino del exilio.
De nuevo el Congreso resultante fue absolutamente adicto, esta vez, a la dictadura del militar tarmeño, cuyo mandato expiró en 1956.
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El 17 julio de 1962 asistimos a un nuevo golpe de Estado y un nuevo cierre del Congreso perpetrados por los generales Ricardo Pérez Godoy y Nicolás Lindley López. Este golpe se realizó con la intención de impedir la nominación del líder del APRA Víctor Raúl Haya de la Torre a la presidencia del Perú. Al mismo tiempo, promovió para el año siguiente la del acciopopulista Fernando Belaunde Terry. A pesar de ello, la similitud que guarda la junta de 1962-1963 con la disolución congresal de estos días es que aquella convocó nuevas elecciones y entregó el poder al mencionado Fernando Belaunde el 28 de julio de 1963 luego de que este triunfara en las elecciones del 9 de junio de aquel año. En otras palabras, no se trató de una junta que aspirase a perennizarse en el poder.
El Congreso se cerró una vez más el 3 de octubre de 1968, cuando el general Juan Velasco Alvarado perpetró un nuevo golpe de Estado en contra de Fernando Belaunde. A diferencia de Leguía y Odría, quienes, a pesar de ser dictadores, quisieron mantener la apariencia democrática eligiendo congresos absolutamente adictos a sus respectivos regímenes, Velasco y después Francisco Morales Bermúdez gobernaron por decreto. No hubo Congreso entonces, no mantuvieron las formas republicanas. Al contrario, se ensayó, sin éxito alguno, implementar un modelo de Estado corporativo.
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La última vez que se disolvió el Congreso en el siglo XX fue el recordado 5 de abril de 1992. En un discurso que todo el país presenció por televisión, el ingeniero Albero Fujimori Fujimori habló de disolver temporalmente el Parlamento y declaró la reorganización de las principales instituciones del Estado, entre ellas el sistema judicial, copado por el régimen fujimontesinista. Las palabras, a veces sin quererlo, dicen la verdad. Fujimori habló de disolver temporalmente el Parlamento; Martín Vizcarra, esta semana, habló de disolverlo constitucionalmente. En los detalles se esconde el diablo.
Y volamos hasta nuestro siglo, el XXI, y hasta el pasado lunes 30 de setiembre, que, sin duda, será rememorado en los manuales escolares y analizado en las investigaciones históricas del pasado reciente. Ese lunes, en horas de la tarde, el presidente Vizcarra Cornejo declaró disuelto el Parlamento. Por la noche, ya el diario oficial El Peruano, en edición especial, convocaba a elecciones parlamentarias.
Vizcarra quería irse en 2020 junto con el Congreso, para ello le propuso una reforma constitucional de adelanto de elecciones. La propuesta fue repentinamente archivada por la Comisión de Constitución sin siquiera pasar por el pleno. Al final de cuentas, los congresistas se fueron el pasado 30 de setiembre y el presidente Vizcarra gobernará hasta el 28 de julio de 2021, día del bicentenario de nuestra república.
Disolución y constitucional son dos palabras que juntas constituyen la clave para diferenciar la decisión del mandatario actual de las anteriores; también lo hace su reiterado anuncio de no perennizarse en el poder como lo intentaron Leguía, Benavides, Odría, Velasco, Morales Bermúdez y Fujimori. ¿De una disolución constitucional del Congreso podría erigirse una democracia más sólida? La historia lo dirá.