Lisbeth Salander volvía de las duchas tras haber estado en el gimnasio cuando la detuvo Alvar Olsen, el jefe de los guardias, y empezó a darle la lata. Era posible que el chico se encontrara algo excitado. Gesticulaba con vehemencia agitando unos papeles en el aire. Pero Lisbeth no oía ni una palabra de lo que le decía. Eran las 19:30.
En la cárcel de Flodberga, las 19:30 era la peor hora. Era la hora en la que pasaba el tren de mercancías con un ensordecedor traqueteo que hacía retemblar las paredes, la hora en la que los pasillos se llenaban del ruidoso tintineo de las llaves y de un olor a sudor y a perfume. A ninguna otra hora del día la prisión se convertía en un lugar tan peligroso como a las 19:30. Era entonces, al amparo del chirrido de las vías del tren y en medio del caos general que se originaba justo antes de que se cerraran las puertas de las celdas, cuando se producían los peores ataques. En esos instantes, Lisbeth Salander se mantenía siempre alerta, paseando la mirada por todos los rincones de la unidad de seguridad; por eso no fue ninguna casualidad que, justo en ese momento, viera lo que le estaban haciendo a Faria Kazi.
Faria Kazi era una chica joven y guapa de Bangladesh. Estaba sentada en su celda, que quedaba a la izquierda de la de Salander, y aunque desde donde esta se hallaba solo se podía distinguir la cara de Faria, no cabía duda de que la estaban abofeteando. Lisbeth vio cómo su cabeza daba continuas sacudidas y, a pesar de que los golpes no parecían ser exageradamente fuertes, había algo en ellos que hacía pensar en un ritual. Fuera lo que fuese, aquello debía de haberse producido durante mucho tiempo; se advertía en la propia naturaleza del agravio y también en la reacción de la chica. Resultaba obvio, incluso a distancia, que se trataba de una coacción que había arraigado profundamente en la víctima y había anulado toda resistencia por su parte.
Ninguna mano intentó detener las bofetadas, como tampoco ninguna sorpresa se apreció en su mirada; tan solo un silencioso y perpetuo miedo. Faria Kazi convivía con el terror. Lisbeth lo comprendió con solo estudiar su cara. Eso concordaba, además, con lo que había visto durante las semanas que llevaba en la cárcel.
—¡Mira! —dijo, señalando la celda de Faria.
Pero cuando Alvar Olsen se dio la vuelta todo había terminado ya. Lisbeth se alejó de allí, se metió en su celda y cerró la puerta. Desde fuera le llegaron unas voces y unas risas apagadas, y luego el ruido del tren de mercancías, que no dejaba de atronar y traquetear. Allí dentro tenía un lavabo y una estrecha cama, así como una estantería y una mesa llena de una serie de cálculos de mecánica cuántica. ¿Continuaría con ellos? ¿Con sus intentos por dar con una gravedad cuántica de bucles? Se miró la mano. Estaba sosteniendo algo.
novelaEl hombre que perseguía su sombraDavid LagercrantzEditorial: DestinoPáginas: 608Precio: S/ 59,00
Se trataba de los mismos papeles que Alvar acababa de agitar en el aire hacía tan solo un momento. Y entonces, a pesar de todo, le entró cierta curiosidad. Pero resultó ser una tontería: un test de inteligencia con dos manchas de café en la parte superior de la primera hoja. Resopló.
Odiaba que la pesaran o que la midieran —de la forma que fuera—, así que soltó los papeles, que al caer sobre el suelo de hormigón formaron una especie de abanico. Dejó de pensar en ellos por un instante y volvió a concentrarse en Faria Kazi. Lisbeth no había llegado a ver quién la estaba golpeando. Pero lo sabía perfectamente. Porque, aunque en un principio a Lisbeth la traía sin cuidado el ambiente que hubiera allí dentro, lo cierto era que, poco a poco, y muy a su pesar, había ido descodificando las señales —tanto las visibles como las ocultas— y comprendiendo quién mandaba en realidad.
A la unidad también se la llamaba “la sección B” o “el módulo de seguridad”. Se la consideraba la más segura de todo el centro, y para el que acudía de visita o realizaba una rápida inspección, esa era, sin duda, la imagen que daba. En ningún otro sitio de la cárcel había tantos guardias, controles y programas de rehabilitación. Pero a quien la examinara con más detenimiento le surgiría la sospecha de que en su interior algo estaba podrido. Los guardias aparentaban ser duros y autoritarios, e incluso compasivos, aunque en realidad eran unos cobardes que habían perdido toda autoridad y permitido que el poder pasara a manos enemigas, a la mafiosa Benito Andersson y a sus secuaces.
Era cierto que, durante el día, Benito actuaba con discreción y se comportaba más bien como una reclusa ejemplar, pero después de la temprana cena, cuando las internas podían hacer ejercicio o ver a sus familiares, ella tomaba el mando, y en ningún otro momento su poder era tan grande como justo antes de que las puertas de las celdas se cerraran. Las presas se movían libremente por ellas y se susurraban amenazas y promesas. Y la banda de Benito se quedaba en un lado, y sus víctimas, en el otro.
Por supuesto, era toda una vergüenza que Lisbeth Salander se encontrara allí, en prisión. Pero es que las circunstancias no le habían sido muy propicias. Aunque, a decir verdad, tampoco era que hubiese puesto mucho empeño en luchar contra los elementos. A ella todo aquello se le antojaba más bien un estúpido paréntesis en su vida y pensaba que igual podía estar en la cárcel como en cualquier otro lugar. ¿Qué más daba?
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La habían sentenciado a dos meses de reclusión por apropiación indebida e imprudencia temeraria en los hechos que siguieron al asesinato del catedrático Frans Balder, cuando ella, por propia iniciativa, escondió a un niño autista de ocho años y se negó a colaborar con la policía, ya que consideraba, con razón, que alguien del equipo de investigación estaba filtrando información. Nadie ponía en duda que su valiosa contribución hubiera salvado la vida del chico. Aun así, el fiscal jefe, Richard Ekström, llevó el proceso judicial con gran entrega y pasión, y al final el juez se dejó convencer por sus argumentos, a pesar de las discrepancias de uno de los miembros del tribunal. También la abogada de Lisbeth, Annika Giannini, realizó un brillante trabajo, pero como Salander no colaboró demasiado, las posibilidades de ganar el caso fueron muy pequeñas.
Lisbeth permaneció callada y de mal humor durante todo el juicio y se negó a recurrir la sentencia. Tan solo deseaba que aquel espectáculo terminara cuanto antes, por lo que, como era de esperar, acabó en el centro penitenciario de régimen abierto de Björngärda Gård, donde disfrutaba de muchas libertades. Sin embargo, no tardaron en aparecer indicios de que su vida corría peligro, algo no del todo inesperado teniendo en cuenta la gente con la que Lisbeth se había metido. Por ese motivo fue trasladada a la unidad de seguridad de Flodberga.
No era tan raro como en un principio podría parecer. Lo cierto era que a Lisbeth la obligaron a convivir con las peores criminales del país, pero ella no puso ninguna objeción. Estaba rodeada de guardias en todo momento, y en aquella sección hacía ya varios años que no se abrían expedientes por agresión o actos violentos. El personal podía presentar, incluso, unas estadísticas bastante impresionantes de reclusas que habían sido rehabilitadas, si bien era verdad que dichas estadísticas databan en su totalidad del período anterior a la llegada de Benito Andersson.
VIDA & OBRADavid Lagercrantz (Solna, Suecia, 1962)Escritor y periodista. En 1997 apareció su primer libro, una biografía del aventurero Göran Kropp. Pero el éxito le llegaría en el 2011, cuando publicó Soy Zlatan, la biografía del futbolista Zlatan Ibrahimović que vendió millones de copias en el mundo. En el 2013 la editorial sueca Norstedts lo eligió para continuar con la saga “Millennium”, iniciada por Stieg Larsson. Así, en el 2015 apareció Lo que no te mata te hace más fuerte, un best seller mundial.