Por: Pedro Cornejo1En su libro La libertad en la construcción de la cultura occidental, Orlando Patterson nos recuerda que el concepto de libertad como valor supremo aparece entre los siglos sexto y quinto antes de Cristo en Grecia y, de forma particularmente desarrollado, en Atenas, a partir de la experiencia de la esclavitud. Dicho de otro modo, “la gente llegó a valorar la libertad y a construirla como una poderosa y compartida visión de vida a resultas de su experiencia de —y respuesta a— la esclavitud o su forma derivada, la servidumbre, una experiencia que se hizo en los roles de amo, de esclavo y de no esclavo”.
Ahora bien, detrás de los numerosos matices del término, Patterson subraya tres dimensiones: la libertad personal, la libertad soberana y la libertad cívica. Por libertad personal, entiende Patterson, la libertad de actuar sin ninguna coerción exterior y de hacer lo que uno quiere dentro de los límites que establecen los deseos, igualmente libres, de las otras personas. La libertad soberana, en cambio, hace alusión al poder de actuar como uno desea sin tomar en cuenta la libertad o los deseos de los demás. Finalmente, la libertad cívica se define como la capacidad de los miembros adultos para participar en la toma de decisiones que conciernen a la vida y al gobierno de su comunidad.
2La conquista romana trajo consigo la pérdida de la libertad cívica pero no del valor de la libertad ni de las tres dimensiones antes mencionadas. La calidad tripartita de la libertad ya era una conquista de los pueblos occidentales civilizados y uno de los rasgos que los diferenciaba de los bárbaros. No obstante, el hecho de que los griegos perdieran su libertad cívica generó una forma nueva de libertad: la libertad interior, espiritual.
Tras la disolución de la República romana, la libertad personal e interior se convirtió en el valor supremo. El advenimiento del Imperio reforzó este valor. De hecho, como dice Patterson, “el apoyo del primer emperador Augusto a la libertad personal del pueblo fue la precondición política para la promoción de su propia versión de libertas, la versión romana de la forma orgánica de la libertad soberana”.
3Al liberar al pueblo del caos, el desorden y la tiranía que habían dominado a Roma luego de la caída de la República, Augusto creyó haber establecido una relación nueva entre el gobernante y su pueblo. “Su deber era proteger y cuidar al pueblo —a todo el pueblo de Roma— y garantizarle la libertad personal […] no solo ‘ante la tiranía de una facción’, sino también frente al miedo y la rapiña”. Por su parte, el pueblo delegaba en el emperador todo el poder a fin de que este garantice su libertad. Sin embargo, el mecanismo para ello no era el voto, sinónimo de democracia cívica, sino el sometimiento bajo la creencia de que así se legitimaba la autoridad imperial.
De modo que cuando se quebró el vínculo entre el emperador y su pueblo, no se produjo el fin de la libertad, sino la concentración de su significado como libertad soberana y atribución exclusiva del emperador. Tendrían que pasar muchos siglos para que surgiera, en el Renacimiento, lo que solemos entender hoy por libertad. Pero esa es otra historia.