Vivimos en una época de avances tecnológicos vertiginosos, en la que el futuro ya se está viviendo hoy, y somos constantemente expuestos a experiencias para las que no tenemos nombre ni, mucho menos, manera de procesarlas. La revolución digital ha extendido el campo de nuestras posibilidades de tal forma que nos embarga —ahora más que nunca— el deseo por el infinito, por aspirar a la inmortalidad.
Charlie Brooker explora la forma que toma esa aspiración en su exitosa serie Black mirror. En el futuro utópico que se imagina en el episodio titulado “San Junipero”, es posible trasladar a una persona al mundo virtual, ‘subirla a la nube’, como se dice. Como parte de una terapia “para ayudarles a hacer frente a su decadencia física”, Kelly y Yorkie, dos ancianas cercanas a la muerte, visitan San Junipero. En ese paraíso se conocen y enamoran como jóvenes mujeres, y deciden hacerse residentes permanentes de ese mundo virtual, apenas sus cuerpos cesen de vivir, para continuar gozando juntas de una eterna juventud.
Esta fantasía de la tecnología como un puente a la inmortalidad permea la imaginación colectiva de nuestra época, como es obvio en las metáforas y narrativas que inundan nuestros medios, novelas, películas y series. Como advierte Yuval Harari hay una ideología casi religiosa detrás de esta utopía. Harari la llama “el dataísmo”. Para el dataísmo todo es información, todo puede registrarse en códigos binarios. El ser humano y todas las cosas son, por lo tanto, reducibles a un código de barras.
Convertidas en algoritmos digitales, Kelly y Yorkie se liberan de sus cuerpos mortales y se instalan en la inmortalidad que imagina la utopía digital de San Junipero.
—El transhumanismo—Grupos futuristas, como los ‘transhumanistas’, comparten esta ideología y estiman la transformación del ser humano en ‘cyborg’ como un paso evolutivo que marcará el renacimiento de nuestra especie. La poshumanista N. Katherine Hayles acusa a los transhumanistas de no basarse en nada más que “pronunciamientos exaltados y sueños delirantes”. Afirma que es imposible concebirse a uno mismo sin su cuerpo. Esa ilusión solo puede provenir de un pensamiento seducido por las fantasías de omnipotencia e inmortalidad desencarnada, engendradas por su identificación con la razón.
Al descartar el cuerpo a favor de los datos, la tecnología ignora que hay algo imposible de capturar en la digitalización. Wittgenstein comparaba esa pretensión reduccionista al absurdo intento de transmitirle a alguien que no ha visto la Gioconda, por ejemplo, la experiencia de presenciar su sonrisa, brindándole un recuento exacto en función de sus coordenadas cartesianas. Bajo ese mismo hechizo, comenzamos a confundir la tristeza con la medida de nuestra presión sanguínea; o pretendemos solucionar un problema psíquico solamente mediante fármacos. El pensamiento del dataísmo es matemático y cuantitativo. No registra lo cualitativo. Más bien lo considera un ruido frente al mundo matematizado en el que va forjando y valorando la realidad.
—El original y la copia—Hablando de cómo la reproductibilidad técnica había afectado la obra de arte, a principios del siglo XX, Walter Benjamin observó que la reproducción perdía el ‘aura’ del original. Afirmaba, en otras palabras, que había en la obra de arte una dimensión que necesariamente se perdía al extraerla de su historia y existencia física. Igual podemos decir de la fantasía dataísta: cuando colapsamos lo real en su imagen digital, una inmensa red orgánica multidimensional es reducida a una unidimensional medible entre puntos, en la que los objetos se vuelven solo coordenadas binarias.
Pero lo que se recopila como datos digitales solo reproduce la actualidad de las cosas, con la suposición implícita de que estas no cambiarán. Así todos los datos y algoritmos mediante los cuales perfeccionamos el mundo en el medio digital solo nos pueden ofrecer un futuro que es como el pasado. El mundo se hace así predecible, controlable, dócil, homogéneo.
Un futuro deseable será aquel en el cual, en lugar de desconocer y negar su imperfección, el ser humano reconozca y celebre la finitud como su propia condición y entienda la vida como parte de un mundo material de inmensa complejidad. La aceptación de las posibilidades abiertas por la tecnología no tiene por qué seducirnos con las fantasías de poder ilimitado e inmortalidad desencarnada que hoy avanzan suspendidas, como fantasmas, sobre las ruinas de la cultura.