Coayllo, localizado a solo 120 kilómetros al sudeste del bullicio de Lima, es un pueblo silencioso. De tanto en tanto, los mototaxis alteran la paz de las aves que, desde las copas de los árboles, vigilan la derruida iglesia colonial de la única plaza del distrito cañetano.
En ciertas mañanas, desde la puerta del camposanto del pueblo se puede oír un misterioso canto que, sin voz, rompe también el silencio. El armonioso silbido de la flauta conquista los oídos y lleva a los curiosos hacia la zona arqueológica Piedra Hueca, pegada al área urbana, donde un hombre siempre intenta retroceder el tiempo a punta de carrizo. A sus 68 años, Bartolomé Reyna Reyna ya se acostumbró a tener plomizos apus como fieles oyentes y a que los ladridos de cuatro perros maticen las pruebas de sonido de las flautas dulces que apasionadamente fabrica.
“Soy el único que elabora estos instrumentos aquí. Dicen que soy dulce como la miel de abeja. Y soy más conocido que la ruda. He recorrido muchos lugares y todo el mundo me conoce. A mí me dicen Bartolito Reyna, ‘El Dulce’ de Coayllo”, dice el sabio anciano, maquillando esa humildad y sencillez que lo ha llevado a regalar a lugareños y foráneos más de 150 de las flautas que ha elaborado con sus manos, siempre ahí, en medio de los cerros.
Usuario del Programa Nacional de Asistencia Solidaria Pensión 65, del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), Bartolomé está decidido a que los silbidos de las flautas se multipliquen y con ellos se mantengan vivas en el recuerdo las grandes festividades que sus padres y ancestros protagonizaban en Coayllo.
“Cuando hago los instrumentos hasta me dan ganas de llorar porque rememoro las fiestas de Navidad, de San Pedro, de la Virgen del Rosario y de la Virgen del Carmen, que se celebraban con la música de flautas, al ritmo de la tradicional danza de las pallas”, evoca el también maestro de Saberes Productivos, intervención de Pensión 65 por la cual se transmiten conocimientos ancestrales de generación en generación.
Sus amigos le regalan el carrizo para elaborar las flautas. Corta la caña con una vetusta hoja de sierra, y con un fierro caliente perfora una y otra vez el dulce tubo respetando las medidas previamente hechas. Dice que la parte más difícil es la ‘pepa’, la boquilla para mayores señas. “De eso depende que suene bien”, asegura. “Mi temor es que yo muera y conmigo se vaya para siempre el arte de hacer flautas en Coayllo. Por eso las elaboro, para asegurar la continuidad de nuestra música tradicional. La danza de las pallas, que viene de la época de los incas, debe sobrevivir”, señala Bartolomé, muy querido por el alumnado de la Institución Educativa Pública 20133 Francisco Bolognesi, ubicada en la plaza del distrito, donde suele llevar los instrumentos que fabrica y enseñar cómo se tocan.
—Instrumento mágico—Los días de ‘El Dulce’ de Coayllo no han sido fáciles. Perdió a su madre a los 8 años y cuando tenía 18 murió su padre. Tuvo que interrumpir sus estudios secundarios en Lima para retornar a su pueblo y trabajar en chacras para que sus hermanos pudieran estudiar. Uno de sus seis hijos fue victimado en la zona de Saquilao en el 2015 y esa impresión lo dejó con poco movimiento en las piernas. Pese a todo, es común verlo avanzar lento, apoyado en un andador, pero siempre con la sonrisa a flor de piel.
“Yo no sé de notas musicales. Comencé a tocar de oído”. Bartolomé aprendió a tocar la flauta porque en sus años de adolescente se juntaba con los flauteros en las fiestas, casi a escondidas de su padre. “Ya prácticamente todos esos viejos maestros han muerto. Solo queda Marcelo Conde Acuña, pero ya es una persona muy mayor. Por eso –indica Bartolomé– enseño a tocar, para que nuestra música no se extinga con nosotros”. La fabricación del instrumento la aprendió de manera autodidacta. “Invito a todos a mi casa, ubicada a 50 metros del cementerio. Les enseñaré a tocar flauta y le regalaré una a todo aquel que venga”, señala.
Su padre le dijo que la flauta era un instrumento mágico porque atraía a las personas, y don Bartolomé asegura que eso es cierto. Después suspira y vuelve a hincar el carrizo, una y otra vez.