La casa de Juana Lazo Díaz parece un torreón diseñado para custodiar a los presos del penal de Lurigancho, que hoy suman 9.213. La cárcel, sin embargo, tiene capacidad para 3.204 internos.Aunque el torreón está a 250 metros del área construida del penal, en el cerro Mamelón, Juana dice que se siente una presa más. “Si alguien quiere visitarme, tengo que pedirle permiso a un coronel para que autorice el ingreso”, se queja la mujer, de 66 años. Esta tarde no es la excepción. Juana rebusca en el bolsillo de su chompa, saca un celular y marca el número del oficial a cargo del penal. “Está apagado, ¿no les digo? Soy una presa. No los puedo hacer entrar a mi casa. Están atentando contra mi libertad”, dice, sosteniéndose en un bastón que la ayuda a paliar los dolores que le causan las várices al caminar.
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Luego de haber ubicado al oficial a cargo y tener su visto bueno, el guardia del penal autoriza el ingreso. El camino a la casa de Juana está delineado por sus pisadas diarias en la tierra salitrosa. Se sube con dificultad a su vivienda, mucho más cuando se atraviesa por un zanjón, donde Juanita se cayó hace un par de años, y un policía la rescató. La mujer recuerda que entra y sale por la puerta de la cárcel desde 1996, con una autorización que renueva cada 12 meses. Aquel año, el Instituto Nacional Penitenciario (INPE) ordenó cercar el perímetro del penal de Lurigancho ante el incremento de pabellones. “El INPE no incluyó a mi casa en ese perímetro, pero los policías del penal sacaron el cerco a la mala y también enrejaron mi casa”, cuenta mortificada.El pecho le silba. Se ha agitado al subir los 250 metros. Mientras abre los candados de su puerta, dice que le han robado siete veces y ha renovado la chapa en tres ocasiones. Presiona el interruptor de la sala: no hay luz. “No se preocupe, ahorita llamo al Justo para que arregle su cable”, le dice diligente el suboficial que nos ha acompañado en el trayecto. Justo es el electricista del penal. La mujer se sienta con dificultad en una silla del comedor y sostiene su rostro con sus dos manos. Las lunas de la sala están rotas, solo un plástico mal puesto intenta combatir el frío de esta tarde.
Ha vivido 43 años en esta vivienda, construida, según recuerda, por la familia Wiesse. “En los años 50, San Juan de Lurigancho era una hacienda y los Wiesse construyeron la casa para vigilar sus tierras”, narra sin vacilar en los datos. Llegó a vivir en la casa cuando su padre fue nombrado jefe de mantenimiento del penal en los años 70. “Acá he sido testigo de la muerte de una monja en 1983, cuando hubo un motín. La ‘Gringa Inga’ estuvo en el penal también esa vez. El caso se esclareció gracias a mi testimonio”, acota. Juana vive sola. Es viuda y sus hijos son mayores. “En mi cumpleaños nadie me visita porque estoy encerrada”.
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LUCHA INAGOTABLELa luz llegó. “Tu cable estaba podrido, Juana. Tienes que cambiarlo”, le aconseja el electricista. A pesar de sus carencias (recibe S/.300 de la pensión de su esposo), Juanita invita café a todos. El electricista se acuerda del día que Juana estuvo tres días sin poder levantarse del piso, a un metro de la puerta de su casa. “Se cayó y no había quién la auxilie, felizmente un policía vino a vigilar la zona y la encontró como Túpac Amaru”, se carcajea y luego la abraza. “Le he dicho al INPE y al Ministerio de Justicia que quiero que me indemnicen para irme de acá. Lo justo es que me den unos US$100 mil”, afirma Juana extendiendo las dos manos. En el 2013, el Ministerio de Justicia interpuso una demanda contra Juana para que desaloje la casa por ocupación precaria y por estar dentro del perímetro del penal. “Les he ganado en una instancia”, asegura. El INPE ha apelado y están a la espera de un nuevo dictamen. “Están esperando que me muera para quedarse con la casa y no darme un sol”, sentencia la mujer.