La ironía de los grandes muros de protección contra la delincuencia es que pueden generar hasta una mayor cantidad de asaltos. Después de escuchar la explicación del porqué, esto resulta lógico, pero antes, a quienes no somos expertos en urbanismo, probablemente no se nos hubiera ocurrido pensar en el rol que el diseño urbano juega en la (in)seguridad ciudadana.
Un muro ciego, que efectivamente puede haber sido construido para proteger a la gente (que esté protegida por este) de la delincuencia de afuera, resulta ser un perfecto lugar para que quien camine en la vereda o deje estacionado su auto sea víctima de algún ladrón con, acaso, mayor conocimiento sobre la falta de lógica de algunos diseños urbanos. Entre estas potenciales víctimas están –claro– los que viven detrás de esos muros, ya que en su día a día serán quienes más transiten alrededor de ellos.
El incremento de la percepción de inseguridad –y también de la victimización– ha llevado a que las construcciones residenciales se aparten cada vez más de los espacios públicos. Esto es un error, ya que es en los espacios comunes y en los barrios con mayor movimiento de personas donde mejor se puede aprovechar lo que se conoce como “ojos en la calle”. No se trata de cámaras de seguridad, por si alguno lo pensó. Este término –acuñado por la estudiosa del urbanismo Jane Jacobs– se refiere a que es la comunidad la que de manera natural vigila el espacio que habita. En los espacios desolados y sin movimiento de personas es donde somos más vulnerables frente a la criminalidad.
Son los espacios mixtos en los que corremos menores riesgos. Por mixtos se entiende zonas tanto residenciales como comerciales, incluso edificios en cuyos primeros pisos hay locales de comercio, y en los de arriba, viviendas. Esto es porque son espacios que tienen a personas transitando durante más horas al día. En horas de trabajo y días de semana, a dueños, trabajadores y clientes; en la noche y fines de semana, a residentes e invitados.
La solución ante la inseguridad no es aislarnos del espacio público, sino hacer de este nuestro propio espacio. En esa línea, la teoría de los vidrios rotos –presentada a principio de los ochenta por los académicos James Wilson y George Kelling– sobre políticas públicas de criminalidad cobra relevancia desde un punto de vista urbanístico.
La teoría sostiene que en donde se permiten los delitos menores comienzan a realizarse también aquellos de mayor gravedad. Si hay un inmueble que tiene las ventanas rotas y estas no son reparadas, es probable que al verlo descuidado y abandonado, vándalos ocupen este lugar y lo conviertan en un foco delincuencial.
Recuperar los espacios públicos es una responsabilidad compartida de las municipalidades –a cargo de la iluminación, la limpieza y el serenazgo– y de nosotros los ciudadanos, para que estos espacios sean nuestros y no de la delincuencia.