El 27 de julio pasado, el gobierno publicó los tres primeros decretos legislativos en el marco de las facultades delegadas en seguridad ciudadana. El primero crea un mecanismo de recompensas a quienes provean información que lleve a la captura de miembros de organizaciones criminales. El segundo tipifica el delito de sicariato. El tercero establece un procedimiento expeditivo para ubicar los equipos de telecomunicación utilizados para cometer delitos, la llamada geolocalización.
Las recompensas no son nuevas en el país. Existen en la lucha contra el terrorismo desde la primera administración de García. Y contra la evasión tributaria desde 1996. Aunque no se conoce una evaluación seria de su funcionamiento, se sabe que ha sido intermitente, irregular y, salvo excepciones, poco eficaz por falta de recursos y lentitud en el pago.
En la lucha contra la criminalidad organizada sí es una novedad. Ojalá que el gobierno entienda que la norma es solo el primer paso para contar con un sistema de recompensas y que adopte las medidas para hacerlo realidad. La norma, además, requiere ajustes debido a que excluye al fiscal, quien dirige la investigación del delito.
El éxito dependerá de lo bien que se organice, de la difusión de los beneficios y de su pago oportuno. Que no ocurra lo que pasa actualmente con la protección de víctimas, testigos y colaboradores eficaces, que, a pesar de contar con una excelente norma de creación, no existe en la práctica. Quizá la principal amenaza es la corrupción, pues el mecanismo se presta a que investigadores inescrupulosos comercialicen los resultados de su trabajo para obtener las recompensas a través de terceras personas.
Aunque tipificar el sicariato no era imprescindible, pues ya existía el homicidio por lucro, no está mal que se haya hecho. La norma encuentra una respuesta inteligente al uso de los menores de edad como sicarios y, en lugar de optar por juzgarlos como adultos, castiga con cadena perpetua a los adultos que los utilizan. Sin embargo, esta ya era una circunstancia agravante establecida en el artículo 46 del Código Penal, aunque la pena solo llegaba a un máximo de 35 años.
En relación con la geolocalización, la norma podría haber sido acotada a los delitos de extorsión, secuestro y fraude telefónico, que hoy constituyen la preocupación principal. Para frenar estas conductas no basta con ubicar el teléfono desde donde se hace la llamada, pues para contar con la prueba del delito es imprescindible grabarla. Para ser plenamente efectiva ante la justicia, la geolocalización tendría que ir acompañada de la interceptación telefónica.
Si este fuera el objetivo, se requeriría diseñar un mecanismo que permita la actuación conjunta e inmediata de policías, fiscales y jueces. Mientras que al fiscal le correspondería solicitar la geolocalización y la escucha telefónica, el juez debería autorizarla; todo esto en tiempo real. Es necesario que las instituciones de la justicia penal se adecúen a las necesidades de la lucha contra el crimen organizado.