Miedo. Lo sentimos cada mañana cuando abrimos las redes sociales y encontramos mensajes que anuncian la partida de un familiar muy querido o de ese amigo que nos había wasapeado hace dos días para compartir el último meme de la campaña y preguntar por nuestros ritos para driblear la pandemia.
A los pedidos por oxígeno o camas UCI, ahora se suman las colectas. El virus no solo aniquila familias, las empobrece. Lo hace sin un gramo de misericordia. Se disemina entre padres e hijos, se ceba con los más vulnerables, mientras se fagocita los ahorros. Los pedidos para yapear, plinear, transferir se multiplican. La esperanza adquiere el rostro de la solidaridad.
Hace menos de seis meses pensábamos que lo peor había pasado. Cuidado con las reuniones de fin de año, advertían los especialistas. Las desgracias vendrán en enero, insistían. Miren lo que pasó en Europa, repetían. Pero preferimos mirar a un costado. Luego, la variante brasileña hizo lo suyo. Solo en los primeros seis días de abril, el COVID se ha llevado a 1.403 personas, mucho más de las que mató en agosto del año pasado, cuando creíamos estar viviendo lo peor. La curva parece infinita porque los descuidos de Semana Santa recién empiezan a sentirse. Las cifras del Sinadef, más cercanas a la realidad, indican que la dimensión de la tragedia es aún mayor Ahí están las historias del Instagram o los bailecitos de Tik Tok para quien quiera arrepentirse.
En tanto, un candidato insiste en que el cañazo con sal ayuda a combatir el virus, otro asegura que la salvación es una sustancia creada en Chincha que solo ha sido probada en animales y quien nos enrostra sus pergaminos, ha anunciado que si gana las elecciones, su gobierno no comprará vacunas, porque de ello se encargarán las empresas privadas.
Así llegamos a las elecciones que definirán nuestro futuro.