Unas semanas después del Mundial de Rusia, cuando el álbum Panini sea parte del olvido y la cuenta de la tarjeta de crédito nos estalle en los bolsillos, la selección jugará dos partidos amistosos con Alemania y Holanda.
Aunque nada garantiza cómo le irá en la tierra donde manda Putin ni si Ricardo Gareca continuará en el banco, la calidad de los rivales de la Blanquirroja representa un orgulloso ‘upgrade’ para un fútbol que, hasta hace muy poco, apenas podía aspirar a ‘sparrings’ del poderío de Trinidad y Tobago o Haití.
Pero la pelotita no es sinónimo de felicidad completa: el último miércoles, Jason Cueva Gavilán, de 23 años, falleció en un tiroteo entre barristas de Universitario y Alianza Lima. Momentos después, simpatizantes del club victoriano protagonizaron una batalla campal en un grifo ubicado en el límite entre El Agustino y San Juan de Lurigancho.
Mientras la selección suma toneladas de prestigio y las mamás de Paolo y Tapia aparecen en comerciales de televisión, el fútbol local agoniza de mediocridad, entre la ausencia de hinchas (al último clásico asistieron apenas unos 14 mil) y la sequía de auspiciadores. Los clubes viven de empeñar su futuro a la televisión, mientras el dinero se pasea sobre sus narices, sin posibilidad siquiera de olfatearlo.
No han podido desprenderse del estigma de la violencia. Aunque tampoco han hecho mucho para hacerlo. “Pero si ya no hay peleas en los estadios… se acabaron los robos y broncas en los alrededores”, sentencian aquellos que creen que el despoblamiento de las tribunas, que ha ido de la mano del progresivo empobrecimiento de los equipos, no tiene relación con el miedo que enfrenta el hincha común y corriente cada fin de semana.
Además de encontrarse con un espectáculo de bajo nivel, en recintos sin mayores comodidades, los pocos miles que van al fútbol saben que hacerlo los enfrenta a la posibilidad de verse robados o golpeados si tienen la mala fortuna de encontrarse en el camino de esos pandilleros que usan como enseñas de batalla los colores de los clubes más populares del país.
La violencia está tan normalizada en nuestro medio, que la muerte de Jason Cueva Gavilán ha sido vista de refilón, como una más de las tantas víctimas que se acumulan a diario. En el mundo del fútbol nadie dice nada porque arguyen que la responsabilidad es de la policía, como si el asunto no fuera de su vital incumbencia.
La peruana debe ser la selección menos representativa de su fútbol local, lo que agiganta la proeza de Gareca de llevar a la alta competencia a jugadores originarios de un torneo tan terrenal como hostil. El Mundial debería ser el inicio del gran cambio y entre las tareas se encuentra empezar a darle batalla a la violencia. La Blanquirroja debe dejar de ser una realidad paralela.