El viernes 29 de marzo Claudia Vera tuvo ganas de cocinar y le preguntó a su mamá qué quería de almuerzo. “Me ha provocado lentejitas, hijo”, le dijo ella, que la seguía llamando Francisco (a veces, ella se burlaba de esta situación y se llamaba a sí misma Francesca). Claudia hubiera preferido otra cosa, pero aceptó a regañadientes las lentejas y le preguntó a su madre con qué quería acompañarlas. “Tortilla de atún”, le contestó. Claudia le sirvió un vaso de gaseosa y le dijo que se siente a descansar en el sofá mientras ella preparaba todo. “Ya, chica, ahora tú lavas los platos”, le dijo terminado el almuerzo y se puso a jugar un rato con uno de sus perros, Lucas, su favorito. Luego, se fue a descansar y antes de las 6 p.m. se despidió de su madre. “Ya me voy a trabajar”, le dijo. Y ella le contestó: “Ya, hijito”.
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Salió de su casa con jean, polo y zapatillas, porque desde que tenía 19 su madre, Lucila Vera, le había puesto esa condición. “A los 19 se comenzó a hacer cambios, a dejarse el cabello largo. Me molesté, debo aceptarlo. Lo llevé al psicólogo. ¡Era mi único hijo hombre! El psicólogo me dijo que no lo podía cambiar, que esa era su orientación. Que me preocupara más porque fuera una buena persona. Le dije que aceptaría su decisión, pero que la casa se respetaba. ‘Sí, mamá, no te preocupes’, me decía’. Acá no usaba vestidos. Se amarraba el cabello con una cola o un moñito”, recuerda la mujer, que hora, dolida, acaricia los peluches que dejó Claudia.
Mientras inspecciona uno con la forma de un poodle, Lucas, el engreído de Claudia, toma vuelo y salta al sofá a oler todos los juguetes. Es el único de los perros que aparece en la mayoría de las fotos familiares de los últimos años. “¿Dónde está Lucas?”, preguntaba Claudia antes de que disparen el flash y cargaba al animalito.
Claudia era la menor de tres hermanas. Vivía con sus padres, su hermana Liliana y sus sobrinos. Estaba pensando en pintar la fachada de la casa antes de su cumpleaños, que era en mayo.
También quería viajar a Francia este año (en una de sus libretas había hecho una lista de los sitios que quería conocer: Tokio, Paris, Italia –especialmente, Milán–, Brasil, México, Bolivia y las Cataratas del Niágara. También había hecho una lista de los amigos que tenía. Llegó a escribir solo tres nombres), pero como a la mayoría de las mujeres trans les ocurre, no encontraba un buen trabajo. Así que se recurseaba en los dos únicos empleos que esta sociedad le permitía: estilista en una peluquería del barrio y trabajadora sexual en la calle.
El viernes, Claudia se fue a la cuarta cuadra de la calle Los Andes, en Independencia, donde usualmente esperaba clientes junto a otras chicas trans. Se cambió de ropa en un hotel de la zona. Se puso un jean celeste pegado, un corsé negro y unas balerinas negras con detalles de rosas. Y salió a “guerrear“.
Al día siguiente, a eso de las 5 a.m. un borracho y su pareja, una mujer con acento extranjero, pasaron por esa vía. El borracho se detuvo a orinar. La mujer, que se percató de la presencia de Claudia y las otras chicas trans, las ametralló a insultos, cada cual más vulgar que el anterior. Todos hacían referencia a los genitales. Las amenazó de muerte y se largó con el sujeto.
Volvió a las 6 a.m. en una moto. Bajó, sacó una pistola y disparó al grupo. Claudia cayó y la asesina se quedó hasta rematarla. Le disparó cinco veces. Dos de las balas le dieron en la cara. Luego se fue. Cuando los agentes de la Comisaría de Independencia llegaron, encontraron a Claudia muerta. No tenía su DNI consigo así que la llevaron a la morgue como NN.
Una de las compañeras de Claudia le escribió por WhatsApp a sus amigas del activismo: “Mataron a Claudia”. Nataly Ugaz y Micaela Távara, activistas por los derechos humanos, fueron a reconocerla. Luego avisaron a su familia, que en ese momento se encontraba en una asamblea de la iglesia a la que pertenecen.
A la fecha no hay ningún detenido. La PNP ya solicitó los videos de las cámaras de vigilancia de la zona. La Defensoría del Pueblo ha pedido que se determine a la brevedad y que no se invisibilice si se trató de un crimen de odio.
–El activismo–A Claudia la marcaban dos estigmas: el de ser una mujer trans y el de tener VIH. “Pero nunca quiso mantenerse en el anonimato”, cuenta Micaela. Ambas se conocieron en el 2015, cuando Claudia comenzó a interesarse por la defensa de los derechos humanos y quiso fundar la organización Jóvenes Cambiando Vihdas. Micaela, que es pedagoga teatral, trabajaba con Demus, ONUSIDA y Flora Tristán en diversos programas para la enseñanza de derechos sexuales y reproductivos. Claudia buscaba entonces el apoyo de ONUSIDA también. Estaba interesada en promover la educación sexual y el uso del condón, además de oportunidades de empleo para los “jóvenes positivos”.
Micaela y Claudia se hicieron muy amigas de inmediato. “Éramos del mismo barrio y comenzamos a trabajar juntas en varias cosas. Claudia era hermosa. Recuerdo que una vez hicimos una performance para combatir la discriminación contra las personas con VIH. Todos debíamos venir con alguna prenda roja así que la mayoría se puso un polo rojo, jean y zapatillas. Ella llegó con un vestido con cola larga, bien lacia, maquillada, con los tacos altísimos”, cuenta. Cuando le preguntó qué hacía tan producida, Claudia le advirtió: “Chica, nadie me quita el vestido”.
En los siguientes cuatro años de amistad, la ayudó varias veces a buscar casa. “A las mujeres trans no les quieren alquilar cuartos y ella tampoco tenía mucho dinero para encontrar uno decente. A veces se quedaba conmigo. Mis padres y mis hermanos la querían mucho”, recuerda. Si bien Claudia podía contar con la casa de sus padres, ella necesitaba un lugar donde pudiera vivir con libertad. “Amaba a su familia. No le guardaba resentimiento. Sabía que para sus padres y sus hermanas era difícil aceptarla como trans. Pero Claudia quería vivir siendo Claudia. Le daba cólera tener que estarse cambiando de ropa, vivir como dos personas”, explica.
Nunca la vio llorar. No le gustaba andarse lamentando. “Si se quejaba de algo, inmediatamente hacía un chiste. Y eso que pasó momentos de mierda”, cuenta.
No fueron pocas las veces que la insultaron mientras trabajaba en la calle. En una oportunidad, un cliente le dio una golpiza.
“A veces tenía dificultad para comunicar sus ideas. Pero insistía hasta que le entendiéramos. Por eso le decíamos ‘La Luchona’”, dice Guido, otro de los fundadores de Jóvenes Cambiando Vidhas. La primera impresión cuando la conoció, en el 2016, fue que era un poco dura, que decía las cosas sin edulcorante. “Había tenido una vida dura y, como toda chica trans, con miedo de confiar en la gente”, dice.
–¿Le tienes miedo a la muerte? –le preguntaron para un documental–A la muerte, no. La muerte está en todos lados. Puedo cruzar la pista ahorita y me atropella el carro. Miedo a las personas, a la humanidad, al rechazo.
–La despedida–“Estábamos en la asamblea de la iglesia, en Campoy, cuando llamaron a mi mamá. Ella me hizo a un lado y me dijo: ‘tu tío le han disparado’. Me quedé helada. No lo podía creer. Empecé a llorar y a gritar”, cuenta Lucy, la sobrina de Claudia, que era como su hija. “Cuando era más chica, como mi mamá trabajaba, ella se aseguraba de que yo hiciera las tareas. En algún momento fue parte del comité de madres de mi salón”, recuerda.
Conforme fueron creciendo, se hicieron mejores amigas. “Veíamos juntas el programa de Tyra Banks. Me ayudaba a elegir mi ropa, me planchaba el pelo o me lo rizaba. Siempre teníamos el mismo corte de pelo. Me prestaba sus aretes. A veces venía de trabajar a las 6 a.m. y me pasaba la voz para irnos a comer, casi siempre un cebiche”, cuenta.
Con Lucy, o ‘Chuchi’, como le decía de cariño, compartía también la pasión por el diseño. Cada vez que transformaba uno de sus vestidos, aquellos que no podía usar en casa, le enviaba una foto por WhatsApp. Lucy había comenzado a estudiar diseño de modas.
“‘Fran’ tenía una familia que lo amaba. Queremos justicia”, dice Liliana, la segunda de las hermanas de Claudia. “A todos nos llega la muerte, pero lo que le hicieron a mi hermana no se lo deseo a nadie.
A Claudia la despidieron como Francisco. En una gigantografía aparecían varias fotos de ella y como título su nombre de pila: Francisco Ingaroca Vera. Su familia la vistió con la ropa más unisex que halló. Su sobrina, en un último acto de amor, le pintó los labios bien rojos.
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