Hoy, 18 de enero, Lima conmemora 488 años de existencia desde el día de su fundación por el hazañoso conquistador Francisco Pizarro. Raúl Porras Barrenechea, uno de los intelectuales más brillantes del siglo XX, escribió: “Lo que carece de historia es la barbarie, y la cultura no es, al fin y al cabo, sino la memoria de las generaciones pasadas y más noble cuanto más vieja”. Por eso es importante no dejar en el olvido símbolos tangibles de nuestra capital, que han trascendido a lo largo del tiempo y son testigos silenciosos de nuestros avatares virreinales y republicanos.
El jesuita Bernabé Cobo (1580–1657) fue autor de la documentadísima crónica “Historia de la Fundación de Lima”. Uno de los apartados del libro se titula “El río, el puente y la alameda”. El río, obviamente, es el Rímac, tan necesario en épocas pretéritas y actualmente tan contaminado. El puente es el que mandó construir el virrey Juan de Mendoza y Luna, marqués de Montesclaros, muy parecido al existente en Toledo, que se inauguró en 1610. La alameda es la de los Descalzos, que se trazó a imagen y semejanza de la sevillana Alameda de Hércules. De este modo, Cobo, tempranamente, señaló los símbolos principales de nuestra capital.
El puente comunicaba con el Cercado, con el barrio de San Lázaro y lo que comúnmente se llamó y llama “Abajo el Puente”. Allí vivieron desde el siglo XVI campesinos provenientes del Ande con sus familias y también afrodescendientes. En 1917, el gran escritor Ismael Portal decía en El Comercio: “No tienen por qué dejar de ser los ‘abajopontinos’ tan limeños como los de arriba y llevar la frente tan alta como ellos. En su barrio hubo nobleza, riqueza, piedad, caridad, amor patrio, decisión por el trabajo, alegrías populares lícitas y cuanto determina la más arreglada y sobresaliente cultura pública y social”.
Volviendo al puente de Montesclaros, diremos que fue construido íntegramente de piedra de cantería. En 1838 tuvo importantes mejoras. Se arregló su empedrado formando anchas veredas con lozas de pizarra y se puso al borde de estas cadenas sostenidas por cañones de fierro para impedir que mulas u otros animales se introdujeran en las veredas.
El marino francés Max Radiguet (1816–1899), autor de Lima y la Sociedad Peruana, de quien Estuardo Núñez dijo que fue uno de los viajeros galos que mejor describió la realidad social y política del Perú en la mitad del siglo XIX, tiene páginas realmente antológicas sobre el puente: “A las seis de la tarde, después del cierre de las tiendas, el movimiento de la ciudad cambia de aspecto; caballeros y calezas se dirigen hacia las alamedas del barrio de San Lázaro, situado a la ribera derecha del Rímac, en tanto que los peatones ascienden, para verlos pasar, las aceras del puente de Montesclaros. Se entra por el lado de la ciudad por una especie de arco triunfal coronado por un ático triangular, al lado de los cuales se elevan dos torrecillas adornadas por molduras y relieves en estuco. El puente, de cinco arcos, está construido de piedra; sus pilares están defendidos, río arriba, por puntas de mampostería que rompen la corriente del río; el parapeto forma, siguiendo las sinuosidades de estas escolleras, espacios rodeados de bancos para los paseantes. Se encuentra difícilmente un lugar desocupado en estos bancos, o un apoyo contra el parapeto, pues los extranjeros, los tenderos y sus dependientes vienen aquí para olvidarse de la práctica de los negocios y sentar cátedra con el cigarro en la boca. Es aquí también donde se forjan las noticias y se comentan todas las habladurías escandalosas. Este punto de reunión está perfectamente escogido: se respira ahí, durante los fuertes calores, un aire refrescado por las aguas del Rímac, que gruñe en torrente sobre su lecho de piedra, sobre todo en la época del deshielo en la cordillera. Un paisaje lleno de variedad que distrae y ameniza la vista”.
Por otras fuentes sabemos que en las décadas de 1860 y 1870, hasta antes de la guerra con Chile, era el lugar donde las limeñas solían lucir las modas parisinas, ya que habían abandonado por entonces la saya y el manto. De París habían llegado las crinolinas y lo que mandaba París se hacía en Lima. En 1877 se tendieron rieles para que circulara por el puente el tranvía a tracción animal y, más tarde, el eléctrico. En 1902 el puente tuvo cambios que perduran hasta el presente. Había aumentado muchísimo el tráfico de vehículos y viandantes. La municipalidad limeña lo ensanchó por ambos lados. Para ello se demolió la muralla o parapeto oriental, que fue reemplazado por una balaustrada de hierro, lo que permitió ganar a la acera 2,30 metros de ancho. Se colocaron barandales y se reemplazó el empedrado con asfalto comprimido. También se colocaron a ambos lados del puente grandes postes con forma de candelabros que primero dieron luz de gas y, posteriormente, eléctrica. Después, lamentablemente, todo ha sido decadencia para este símbolo de Lima. Pensamos que Prolima, que viene realizando trabajos plausibles, debe poner en valor a nuestro viejo e histórico puente.
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