Aunque alguna vez quiso ser cura, abogado o médico, la pintura siempre fue lo suyo. A los cuatro años, quedó impresionado con un retrato que le hizo Teodoro Núñez Ureta y en ese momento descubrió que él también quería ser artista. Se pasó la niñez y adolescencia reproduciendo estampas religiosas que su madre le traía de la misa y cuando ingresó a la Escuela Nacional de Bellas Artes, antes de cumplir los 18 años, descubrió que esos Cristos, esas anunciaciones, esas visitas de los reyes magos habían sido pintados ya por artistas como Rubens, Miguel Ángel o Leonardo. “Era como haber descubierto algo sagrado”, recuerda Bruno Portuguez, y tras su paso por el arte académico, no ha dejado de pintar retratos. Debe haber hecho más de dos mil. 450 de ellos los ha publicado ya en tres volúmenes que ha editado en los últimos 20 años.
Ahora Bruno Portuguez presenta una nueva serie de 37 retratos que ha titulado “Rostros del bicentenario”. La exposición se inicia este 8 de julio en la sala de arte del Palacio Municipal y de la Cultura de San Isidro (av. Los incas 270), y reúne una colección de personajes representativos de estos 200 años de república, muchos de ellos olvidados o que no han tenido la atención que merecen como Mercedes Cabello, Julia Codesido o Victoria Santa Cruz o próceres como José de Zela o José Olaya. También intelectuales, escritores y artistas como Martín Chambi, José María Eguren, Federico Villarreal, Raúl Porras Barrenechea, Juan Gonzalo Rose o Nicomedes Santa Cruz. “No es un proyecto del momento —cuenta el artista nacido en Chorrillos— sino he venido cocinándolo hace buen tiempo, con la idea de ir rescatando a algunas personalidades que no siempre son recordadas para rendirles un tributo, un homenaje, un reconocimiento”, dice.
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Entre esos personajes olvidados, ¿a quiénes rescatas?
Esta vez por cuestiones de espacio de la sala he tenido que hacer una selección y no he podido incluir a algunos que me hubiera gustado que estén. Del grupo de retratos elegidos podría rescatar la figura de José Olaya, que era un humilde pescador chorrillano, de baja condición o a José Antonio de Zela, otro personaje que a veces se deja de lado cuando se habla de los próceres de la independencia. También voy a presentar un retrato de Ramón Castilla, porque el bicentenario no solo abarca el tiempo en que se gesta la independencia sino hasta ahora, uno debe mirar todo el periodo republicano. Entonces, está también Andrés Avelino Cáceres, a quien pinto por primera vez, o Teresa González de Fanning, a quien también se le olvida.
¿Qué otras mujeres forman parte de la exposición?
Hay varias, por ejemplo, Mercedes Cabello de Carbonera, que fue vapuleada, insultada por Juan de Arona, quien escabrosamente la tildaba con términos muy bajos, Clorinda Matto, una de las máximas exponentes del indigenismo, cuya casa e imprenta fueron incendiadas solo por denunciar los abusos que se cometían con mujeres e indios. Otra mujer que retrato es la extraordinaria pintora Julia Codesido, cuya imagen muchas veces es ocultada por la figura de José Sabogal. Para mí ella es la más grande pintora que hemos tenido, con una fuerza extraordinaria. Yo la llegué a conocer ya muy anciana, cuando solía pasear por el Jirón de la Unión. Otra es María Rostworowski, aunque ella sí es muy conocida y citada por los aportes que hizo a la historia. También retrato a Yma Sumac, que le dio lauros al Perú y, de repente, no fue comprendida en su momento porque se decía que era un poco comercial, pero su trayectoria fue muy meritoria.
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Sueles investigar mucho al personaje que retratas, ¿qué importante es este trabajo de archivo para tu pintura?
Sí, investigo mucho. Hace poco, para otro trabajo, estuve buscando información sobre la primera jurista del Perú, la cusqueña María Trinidad Enríquez, a quien no quisieron nombrar por el machismo imperante, a fines de 1800. Otra sobre la que investigué mucho es Victoria Santa Cruz que fue una intelectual, una investigadora de nuestra historia y que sufrió las consecuencias del racismo. Otra fue Alicia Maguiña, representante de nuestro folclor costeño, y Blanca Varela, quien es reconocida como la máxima exponente de la poesía femenina. Yo diría que dese mi punto de vista de pintor, trato de poner a todos estos personajes en el sitial que les corresponde.
En ese aspecto cómo definirías tus retratos, ¿qué los diferencia de otros que se han hecho sobre estos personajes?
No es un retrato académico, es más bien libre. En el Perú se estila a retratar como hace 300 años, con un fondo oscuro o algo parecido a la fotografía. Yo en mi época de juventud he sido bien académico, pero en el transcurso de la vida fui investigando, leyendo… Rubens decía: “Dios nos libre de la academia”. La academia es buena como formación, pero uno debe dar un salto para tratar de expresarse, para derramar el corazón, como decía Vallejo. Yo creo que el verdadero trabajo del creador es aventurarse, es abrir una brecha, sino simplemente va a estar a la sombra de otro. En mi pintura surgió esa necesidad de plasmar mi voz, de repente rudimentaria, tosca, desafinada en su momento, pero tuve confianza en mi trabajo y lo fui madurando poco a poco hasta lo que ahora se conoce como un neoexpresionismo.
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Te formaste en Bellas Artes, pero has tenido también un impulso autodidacta
Claro, yo tuve una formación autodidacta desde niño, a los cinco años ya empecé a agarrar el lápiz y a los seis ya cosechaba algunos aplausos en el colegio. Cuando termino la secundaria, mi padre me dijo “negro, hasta acá nomás te puedo apoyar, ya tú ve lo que quieres hacer”. Esa fue mi puerta de salida a la vida. Hasta los 17 años, cuando ingresé a la Escuela de Bellas Artes, yo venia copiando esas estampas que traía de la iglesia mi mamá. Ella las traía para que yo las pintara. Y en esas estampas había vírgenes, cristos, anunciaciones, muchos temas religiosos. Después, en la biblioteca de Bellas Artes, me sorprendí al ver que muchas láminas que yo había copiado de niño eran pinturas de Velázquez, del Greco, de Leonardo… En la escuela, me dediqué a estudiar la academia, pero ya bullían dentro de mí otras cosas, sentía que ya no podía respirar solo con eso; era como comer un postre, un deleite, pero de postre no se vive. Entonces, recorrí el país, la sierra, y es ahí cuando empiezo a ver la realidad y cambiar mi visión, mi paleta. Mi pintura buscó la luz, el color. Me pasé seis, siete años yendo seguido a Huaraz, llevaba mis telas y un caballete portátil. He sido pintor callejero, he pintado en playas, he hecho retratos en todos los parques y ciudades del Perú.
¿El arte fue siempre un medio de vida para ti?
Hasta los 50 años nunca tuve una mensualidad, solo trabajé en mi pintura y me sostenía a duras penas. He pasado años muy duros, pero poco a poco comencé a hacer exposiciones. En los años 80 mi trabajo no se aceptaba, no se entendía.
¿Por qué?
Porque me atrevía a tener mi propia visión. Los coleccionistas, los que compraban pinturas, me decían tu pincelada es muy tosca, tu color es muy fuerte, si pintaras con colores pasteles te compraría cuadros, pero es muy dramática tu pintura, muy expresiva. Yo regresaba a mi taller acongojado, me quedaba dormido, y al otro día recuperaba fuerzas y me rebelaba, decía ahora voy a pintar con más fuerza, con más expresividad. Esa era mi venganza ante la indiferencia. Tuvieron que pasar más de 30 años para que mi pintura comience a ser aceptada.
Y tu sello son esas pinceladas gruesas y esos colores fuertes
Exacto, los colores fuertes, la línea quebrada. Soy un pintor peruano, o si se quiere americano, mi pintura es auténticamente peruana, no porque pinto un poncho o una llama, no, sino porque trato de pintar el espíritu peruano que es fuerte y colorido. Eso caracteriza a mi pintura.
¿Sabes cuántos retratos has hecho hasta ahora?
Oficialmente 450 retratos porque los he reunido en tres libros de 150 cada uno, y tengo hecha ya casi la mitad del cuarto tomo, pero extraoficialmente no sé. Tranquilamente debo haber hecho más de 2.000 retratos. Antes de conocer el óleo, los hacía con témperas. Tengo también muchos autorretratos, los he hecho como una forma de estudio, el más antiguo que conservo es una acuarela de 1974, cuando tenia 17 años. No los he hecho por vanidad, sino porque es una forma de aprender. Los griegos decían conócete a ti mismo, si quieres conocer a los demás. Por eso creo que los artistas somos grandes psicólogos.
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Quizás el cuadro más importante que presentas en esta exposición es el de Túpac Amaru y Micaela Bastidas, ¿cómo quieres que la gente los vea a través de tu pintura?
Como los grandes personajes que fueron, los que incendiaron América para que fuera libre. Individualmente cada uno cumplió una función, por eso los he retratado en actitudes distintas. Los dos van a caballo, pero Túpac Amaru aparece más aguerrido, más confrontacional; en cambio, Micaela busca con la mano señalar el camino. Ella es la que tiene mayor determinación. Eso se ha demostrado, pues fue ella la más acertada, quien le dijo a Túpac Amaru que tomara el Cusco en su momento y él no le hizo caso. Tenían visiones distintas. A ella la he puesto un poco más alta, por esa visión histórica. Los he pintado como si fueran dos grandes esculturas, por eso la mirada es de abajo hacia arriba.
MÁS INFORMACIÓN
“Rostros del bicentenario”. Sala de Arte del Palacio Municipal y de la Cultura de San Isidro (av. Los incas 270). Del 8 al 31 de julio. Lunes a viernes de 9:00 a.m. a 5:00 p.m., sábados de 9:00 a.m. a 4:00 p.m. Ingreso libre.
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