Fernando Botero (Medellín, 1932) no fue simplemente un artista común, sino el más grande que jamás haya existido en la historia de Colombia. A sus 91 años, el pintor falleció en su casa en el Principado de Mónaco, donde se estaba recuperando de una reciente neumonía que se complicaría y finalmente pondría fin a su vida, pero no a su legado.
Desde una edad temprana, el arte de Botero fue distintivo, haciéndose conocido por su estilo que mezclaba lo grotesco y lo monstruoso con la ironía y el humor. Sus personajes, en esa etapa inicial de su carrera artística, parecían globos inflados que llenaban la superficie de sus cuadros. Esta exageración de las formas dejaba claro el camino que su arte tomaría en el futuro.
“Confieso, y no me avergüenza decirlo, que me he reído como un loco frente a los cuadros de Botero, de la misma manera y por las mismas razones que me río con las películas de Chaplin”, comentó el artista colombiano Gonzalo Arango, a quien Botero ilustró uno de sus artículos. Al igual que Arango, muchos otros artistas encontraron en Botero a alguien con una visión particular del mundo, expresada a través de esculturas y pinturas que desafiaban las convenciones.
El camino del artista lo llevó fuera de Colombia en 1961. Primero vivió en Nueva York durante 12 años, donde expuso algunas de sus obras. Luego, se trasladó a Europa, encontrando en el sur de París un lugar para exhibir su arte, mientras ocasionalmente visitaba la Toscana italiana. Según relatan sus hijos en diferentes entrevistas, “el maestro era feliz donde pudiera trabajar en paz”.
Finalmente, encontraría esa paz en Mónaco, donde el Príncipe Rainiero, un gran admirador de la obra de Botero, le otorgó un estudio de por vida en la Quai Antoine Premier ―un edificio rosa con toques coloniales al estilo de Cartagena―, frente al Mediterráneo. Antes de este regalo, Botero ya había recibido varias solicitudes del príncipe para que sus esculturas adornaran los jardines del Casino de Montecarlo, estableciendo así una relación con la familia real monegasca. “Un día vine de paso y me gustó tanto Montecarlo que acepté la propuesta de Rainiero”, recordaba el artista en una entrevista con The New York Times. A pesar de esto, siempre solía visitar su finca en Tabio (Colombia), además de su ciudad natal, Medellín.
Sus últimos años los pasó entre Mónaco y Grecia, el país natal de su esposa, Sophia Vari, quien falleció hace cinco meses debido al cáncer. Este fue un golpe devastador para Botero, quien consideraba a Vari su musa y sentía un profundo respeto y amor por ella. “La admiro muchísimo como artista y la quiero mucho. Llevamos cuarenta años juntos. Tenemos una relación extraordinaria. El éxito de esto es que ella sea tan adorada, tan querida”, reveló Fernando Botero en una entrevista con el medio El Colombiano.
El deceso de su esposa a los 83 años afectó muchísimo a la salud mental de Botero, lo que hizo que sus problemas de salud se acentuaran cada vez más, según contó su hija Lina Botero en entrevista con El Tiempo. Su hermano, Juan Carlos Botero los recuerda también con cariño. “Siempre me asombro al recordar de todo lo que hablaban: cada salida era como si fuera una cita”
Una gorda mentira
Decir que Botero pintaba y esculpía a personas gordas es una visión muy simplista, al igual que decir que Picasso simplemente deformaba los rostros de las personas o que El Greco pintaba a personas delgadas. Con 75 años de producción artística, el propio pintor afirmaba que nunca había pintado a una persona gorda en toda su vida. ¿Por qué lo decía? “Para que existan personas gordas debe haber elementos delgados para marcar el contraste y hacer evidente la obesidad, pero en sus cuadros no los hay”, afirmó Juan Carlos Botero, hijo del artista colombiano. A lo que su padre añadió: “He dicho toda mi vida que jamás he pintado a una persona gorda, y aunque no me crean, es cierto. Yo pinto el volumen, no pinto personas gordas”.
Esta característica particular obtuvo su propio término: boterismo, un estilo que destacaba las formas voluminosas y voluptuosas de los personajes que plasmaba en el lienzo, incluyendo un autorretrato del propio artista, así como en las esculturas que creaba. Este estilo nació a mediados de los años 50, durante su estancia en México, donde comenzó a consolidar su arte a través de varias exposiciones.
Lo que comenzó como un trabajo financiado mediante ilustraciones para el periódico El Colombiano, y que llevó a su expulsión del Colegio Bolivariano debido a que su arte fue considerado obsceno, fue tomando vuelo hasta que sus obras se exhibieron en exposiciones en todo el mundo. En estas exposiciones, algunas de sus piezas se subastaron por hasta 2 millones de dólares, lo que aumentó la popularidad del artista colombiano. Botero buscaba desacralizar las imágenes y llevarlas al terreno de la caricatura y la anécdota, rozando a veces lo banal, lo sarcástico y lo profano.
Su fallecimiento ha tenido un impacto significativo a nivel internacional, con un especial impacto en su ciudad natal, Medellín, donde se han declarado siete días de luto nacional. La ciudad está estrechamente ligada a la obra de Botero, que cuenta con más de 30 esculturas destacadas, entre las que se encuentran “El gato”, “La mujer reclinada”, “El Hombre a caballo”, “El Gladiador” y “La Gorda”. Algunas de estas esculturas fueron dañadas durante períodos de violencia en el país, pero el artista nunca quiso repararlas.
Con una continua producción artística, hace cuatro días, Botero se encontraba en su casa en Mónaco trabajando en una acuarela frente al Mar Mediterráneo. Hoy, aproximadamente a las 2:00 a. m., el artista falleció en paz mientras sostenía la mano de su hija y su nieta, exhalando su último aliento.
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