Este texto resulta, en los tiempos actuales, una rareza: se trata de la crónica de un recital. Hasta hace unos treinta años, era habitual que aparecieran en la prensa testimonios de las lecturas públicas de ciertos renombrados poetas locales. Que estos dejaran de elaborarse tiene al menos un par de explicaciones. La primera, que en las últimas dos décadas la poesía ha perdido el papel social y el espacio mediático de los que alguna vez gozó. La segunda es que prácticamente no hay entre los poetas de hoy nadie que lea sus poemas con el estilo, aplomo o amenidad que regalaban Antonio Cisneros, Alejandro Romualdo, José Watanabe, César Calvo y tantos otros. Puede haber poetas activos de calidad, pero ninguno de ellos congrega un auditorio por el mero placer de escucharlos.
Por ello, al igual que este texto, Jorge Pimentel es una rareza. Hablamos del último sobreviviente de una camada de poetas performáticos, rotundos en su expresión y cuyos versos retumbaban desde alguna épica que hoy ya no sabemos alcanzar. No es, además, un poeta que se prodigue en lecturas: ofrece una cada cinco, diez años y, como vino, se vuelve a escabullir en las sombras. Por eso escucharlo constituye todo un acontecimiento.
La noche del 19 de setiembre, Pimentel leyó en la librería El Virrey diversos poemas de su libro más reciente, “Jardín de uñas”, olímpicamente ignorado por la prensa cultural, pese a tratarse de uno de los trabajos mayores del más importante poeta peruano luego de la muerte de Carlos Germán Belli. Los seguidores de Pimentel, que en julio ya habían abarrotado la sala de la FIL donde se presentó el poemario, volvieron a repletar el espacio que la librería reservó para esta lectura. Y recibieron al autor con un prolongado aplauso de varios minutos, de esos que se dedican a las obras maestras en los festivales de cine.
Una hora exacta a su disposición tuvo Pimentel. La estructuró intercalando la lectura de poemas con anécdotas de destacados escritores de su época, como César Calvo, quien reprendía a sus amigos por caminar rápido en la calle “porque la gente puede pensar que estamos yendo a trabajar”. Repartió historias personales vividas junto a Julio Ramón Ribeyro (“yo también lo conocí, no solo los regios”) y contó de aquella ocasión en que departía con nuestro gran cuentista, cuando estalló una balacera que provocó que todos los presentes salieran disparados. Los únicos que se quedaron bajo la mesa fueron ellos. “Y tú abandonaste a tu mejor amigo”, le reprochó, humorístico, Pimentel al narrador Guillermo Niño de Guzmán, mezclado entre el respetable, señalándolo con un dedo fulminador. Estupor y risas acompañaron dicho gesto destemplado.
Satisfecho por la inmediata complicidad lograda con sus oyentes, Pimentel emprendió la lectura de sus poemas recién publicados. La inauguró con “Un gato mordiendo a una paloma”, canto conciso sobre la violenta belleza que emana de la muerte, de “la pasión consumada en sangre”, para luego pasar al expansivo “A la noche”, cuyo sobrecogedor ritmo envolvió el recinto y retuvo el aliento de los presentes durante largos minutos, como solo puede hacerlo un vibrante himno que escala entre señales de la naturaleza y sonoros gemidos humanos.
Más anécdotas. Desmenuzó los excesos de Eloy Jáuregui, leal lugarteniente de Hora Zero, y detalló los recitales que brindaban en provincias, invitados por restaurantes y peñas, en circunstancias temerarias. Renovados aplausos y vuelve a lo suyo: es el turno de “La información sospechosa de Carmen Mendoza Palomino”, uno de los poemas-retrato que pueblan “Jardín de uñas”, rescate luminoso de un ser hundido en la miseria de la miseria, donde ya no hay vida digna de ser vivida. Se suceden otras composiciones, breves y extensas, entregadas en un orden programado por Pimentel, un orden dictado por sus afectos e impugnaciones, que tiene como corolario un poema inédito, “Miro el televisor”, cuya cadencia y actitud difieren de lo exhibido en su último libro: tal vez sea la puerta abierta a un nuevo ciclo creativo, uno de los tantos que mantiene en secreto desde hace décadas.
La noche que Pimentel nos obsequió fue mágica no solo por la excelencia de los poemas que repasó, sino porque nos hizo creer, por una hora justa, que estábamos en una época donde la poesía tenía la última palabra. Pimentel la tuvo en esta ocasión. Quienes crecimos leyéndolo solo podemos estar conmovidos y agradecidos.
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