“¿Serán éstos los 206 aristocráticos huesos de mi padre? Todos completos, con su maxilar inferior, su frontal, sus falangetas, su astrágalo, su vómer, sus clavículas? ¿No se habrán confundido en la fosa común con los de un vagabundo de esos que abundan en las calles de Lima y mueren sin un grito?”, se pregunta el bardo al inicio de un poema triste. Con toda seguridad, el más doloroso que jamás haya escrito ese prominente representante de la generación del 60 que fue Rodolfo Hinostroza (1941 – 2016).
Corría el año 1973 y él estaba en París, a donde había llegado en el histórico mayo del 68 junto a Nadine, su esposa francesa. Trabajaba como comentarista radial, lector en la editorial Gallimard y traductor de las editoriales españolas Tusquets y Seix Barral. “Estaba saliendo a mi trabajo temprano por la mañana cuando leí la fatídica carta en la escalera. Esa noche, mientras estaba tomándome un trago con mi mujer en el Café Le Select de Montparnasse, de pronto me asaltó una enorme crisis de llanto ante los ojos de Nadine y de la concurrencia. No podía parar y comencé a hablarle a ella de mi padre sin cesar de llorar, sin ocuparme de la gente, y así estuve durante interminables minutos, tal vez media hora, como no he vuelto a llorar por nadie”, recordaría años después.
La carta daba cuenta del hallazgo de los restos de don Octavio, “Tachito”, su progenitor, también poeta y escritor desaparecido en 1971 en las calles de Ica, donde vivía con su hija Gloria Hinostroza. Una mañana salió con una caja repleta de recortes periodísticos que daban cuenta de su prolífica actividad literaria. Nunca regresó, presa como era de una paranoia galopante que le hacía desconfiar hasta de su familia más cercana. Que se movilizaría durante más de un año hasta encontrar sus restos en un modestísimo cementerio de Villa El Salvador.
-Genio y figura-Don Octavio Hinostroza Figueroa (Huaraz, 1897) fue un escritor indigenista de los años 30 y 40 que como ‘Gabriel Delande’ publicaba profusamente en diarios y revistas de su ciudad natal, especialmente “Folklore” y “El Departamento”, que celebraban ampliamente la aparición de sus poemas, el estreno de sus obras de teatro —“La flor de roca”, “Los caballeros del poncho de vicuña”— y de sus guiones de cine, como “El guapo del pueblo” (1938), una de las primeras películas peruanas cuyos protagonistas Yma Sumac, Jesús Vásquez, Moisés Vivanco y Alicia Lizárraga terminarían siendo sus mejores amigos.
En una época fue glosador de programas radiales. Después ejerció como negro literario escribiendo memorias y discursos para terceros. Pero el momento cumbre de Hinostroza padre fue cuando guionizó “La conquista”, radionovela histórica que daba cuenta de las gestas épicas de Atahualpa, Pizarro, Callcuchima, Almagro y Manco Inca. Transmitida por Radio Nacional, le granjearía un efímero prestigio que jamás convenció a la familia de su esposa, mejor dispuesta a celebrar a un productor de billetes que de versos.
“Tenía frecuentes lagunas mentales, a veces se perdia en el tiempo y tenia miedos inmotivados. Sus problemas se generaron a raíz de una enfermedad que arrastraba desde muy joven, sufría de unas fiebres altísimas que le hacían perder la memoria”, dice su hija Gloria, apenas dos años mayor que Rodolfo. Ella fue quien denunció su desaparición y lo buscó sin resultados, hasta que se ocurrió ir al programa de Augusto Ferrando. Entonces alguien la llamó para decirle que su padre estaba enterrado en un arenal.
-Pulso firme-“Ya no soñaba con el Premio Nobel sino con la publicación de sus poemas, que eran profundamente hermosos y cada día más bellos cuanto más desgraciada era su vida. Se sentía en deuda con nosotros sus hijos, y los recuerdos de nuestra infancia feliz lo atormentaban hasta hacerlo sangrar como un patriarca loco que ha perdido el paraíso inadvertidamente por una mala mano en el tresillo un mal consejo, o una debilidad de temple inconfesable”, escribió a mano Rodolfo Hinostroza en 1916 antes de morir.
Lo hizo a instancias de Cecilia Podestá, amiga y editora de Máquina Purísima que acaba de presentar el libro en edición artesanal. El hecho de hacerlo a mano significó para él otra búsqueda: el pulso de su mano sobre el papel, que se llena con su lenguaje y su historia. Su miedo mayor era que su padre haya muerto ‘sin un grito’, callado y vagabundeando. Pero está claro que los poetas nunca mueren sin un grito: viven para siempre en un silencio atronador.
El dato“Los huesos de mi padre”, publicado por primera vez en la revista Quehacer (1998), se recoge por primera vez en el poemario “Memorial de Casa Grande” (Lustra, 2005).