Las pruebas para decir que Liniers es un surrealista con carnet saltan a la vista. En su célebre manifiesto, a pocos meses de cumplir 100 años, el poeta francés André Bretón definía las cuatro bases de este movimiento artístico: automatismo psíquico (expresar el subconsciente a través del dibujo automático); la colaboración con otros artistas; la influencia de Sigmund Freud, y la expresión de lo irracional y del absurdo.
Revisamos el último tomo de “Macanudo”, el número 15 para ser exactos. Y esas cuatro condiciones se cumplen en cada tira publicada por el argentino Ricardo Siri. Y al otro lado de la mesa, Liniers ríe y acepta los cuatro checks. Aunque confiesa: nunca ha leído el “Manifiesto surrealista”.
Y ya que estamos en medio del análisis de contenido, hagamos cálculos. En “Macanudo 15″, ciertos personajes han ido dejando su lugar para dejar a otros asumir un refrescante protagonismo. Así, de las 525 tiras que integran este título, 113 corresponden a las aventuras de Enriqueta, la niña lectora. Y en segundo lugar, 49 se centran en el extraño monstruo imaginario que repite “Olga”, como única respuesta al niño que lo acompaña. Mientras que sus icónicos pingüinos y duendes solo aparecen en 35 y 29 tiras, respectivamente. Un ejemplo de este retroceso aparece en una viñeta en la que un monstruo interpela al lector diciéndole: “¿Acaso estás esperando un pingüino?”.
— ¿Los tiempos que vivimos se expresan mejor con monstruos que con amables pingüinos?
¡Nunca había hecho un desglose por libro! [ríe]. Puedo decirte que la inclusión de los personajes en la tira es algo intuitivo. No fuerzo su presencia. Hay personajes que, por ahí, en su momento, a la gente les gustó. Uno que dibujaba mucho se llamaba “Z-25, el robot sensible” y también “Oliverio, la aceituna”, pero sentía como que el chiste ya estaba hecho, no había mucho más que decir. Se van deshilachando, mientras otros van ganando presencia. Cuando empecé a dibujar a Olga, pensé que me iba a dar para diez tiras: no me daba muchas opciones un monstruo que como único diálogo decía Olga. Y mira, ¡hay 49 solo en este libro! Como todo arranca como un experimento, no sé bien qué es lo que funcionará y qué no.
— Pero es muy interesante que los niños como personajes hayan ganado tanto espacio en tu trabajo. ¿Tiene que ver con tus rutinas de padre?
Me gusta mucho cuando me leen los niños. “Macanudo” no lo hago pensando en ellos, es la tira que me gustaría leer a mí. Tengo libros infantiles, que los hago pensando que son para niños. Quisiera que el chiquito que lea alguno de mis libros después quiera leer otro libro. Porque le pareció gracioso o porque le dio miedo...
— Hablando de miedo, los monstruos adquieren en tus últimos libros una presencia importante...
Yo me acuerdo mucho de las cosas que me pasaban de chico. El libro “Lo que hay antes que haya algo” aborda uno de mis primeros recuerdos: mis viejos diciéndome “Buenas noches, Ricardito” antes de apagar la luz de mi cuarto. Al ver todo oscuro, yo pensaba que había desaparecido el techo. Se trata de recorrer el puente a la infancia y no perderlo.
— Este año se cumple el centenario del “Manifiesto surrealista”. Quería apelar a tu lado más serio para tocar un tema que ha nutrido toda tu obra...
Es un movimiento que siempre me gustó. El surrealismo, la patafísica tienen un sentido del humor raro. En la historia del arte no hay mucho humor. Puede haber cosas divertidas escondidas en un lienzo, pero Caravaggio no es gracioso, tampoco Miguel Ángel. Pero en el surrealismo y el dadaísmo sí lo hay. Lo ves entre los huevos fritos de Dalí, un humor que no se explica. Y obviamente a mí me tira mucho eso. Siempre leí esas pinturas como chistes que se quedaron en el otro lado. Es un tipo de humor que está ahí, en el absurdo. Supongo que viene también del existencialismo. Estamos todos un ratito flotando sobre una piedra en el medio de la nada, y eso es absurdo, gracioso y sin explicación. No hay remate. Te mueres sin entender cuál era el chiste.
— Bretón escribe el “Manifiesto surrealista” en 1924. Tiempo después, cuando ve que muchos surrealistas no son comunistas como él, escribe otro manifiesto para zanjar que surrealistas solo son los que piensan como él...
Pasa siempre con los movimientos filosóficos y teóricos. Tener puntos en común no quiere decir que piensen igual en todo. Recordemos a los tres muralistas mexicanos, Siqueiros, Rivera y Orozco, con una pulsión similar, pero muy diferentes políticamente. Pero nosotros, como consumidores, y también la crítica, necesitamos juntarlos. Es lógico. Pero las bandas, como los Beatles, no duran. Y está bien. Lo mejor que tiene el arte es su libertad absoluta.
— En tu trabajo tienes muy presente como referencia al surrealista belga Magritte...
Visito mucho a Magritte, a Munch, a Mondrian, ¡y no hablemos de Picasso! Hay artistas que son tan iconográficos que no tenés que explicar nada, son parte de nuestra vida. Y lo que usamos los humoristas, los escritores o los directores de cine es lo que nos pasa en la vida, lo que consumimos. Así, si quiero decir algo sobre arte, Picasso es un atajo. Si pongo al belga James Ensor, nadie tendrá idea de quién es. Con Magritte sucede que su pipa, el sombrerito o la manzana flotando forman parte de un código universal, como sucede con Kafka y la cucaracha o Van Gogh y su oreja. Son pequeños dioses para los artistas. Es fácil y divertido ir a jugar a esos jardines.
— En una de tus viñetas, en uno de los laberintos dibujados por Escher, tu personaje se pregunta dónde dejó sus llaves. ¿No corres el riesgo de que alguna referencia resulte rebuscada?
Creo que ya todo el mundo conoce a Escher. Nunca subestimo al lector. Nunca digo: “Yo soy tan culto que conozco esto, pero los lectores no van a conocerlo”. Para empezar, todo el mundo tiene un teléfono que te explica todo. Y segundo, no soy tan culto.
— Cuánta falsa modestia...
¡En serio! [ríe] El techo de mi cultura son las boludeces que aparecen en “Macanudo”.
— Había surrealistas antes que se inventara el término ‘surrealismo’. Por ejemplo, al final del “Macanudo 15″ ilustras un poema del escritor e ilustrador Edward Lear...
Sí. Otro surrealista previo es Winsor McCay, con su “Little Nemo in Slumberland”. Y “Krazy Kat”, de George Herriman, que resultó una enorme influencia para los escritores surrealistas. Imagina a inicios del siglo XX encontrar en el periódico, después de las noticias, la plancha a toda página de “Little Nemo”, y su delirante mundo onírico. El diario nos sorprendía con una historieta que nos volaba la cabeza, y creo que hemos perdido esa sensación. Ahora las tiras cómicas salen chiquititas.
— Háblame de Edward Lear. ¿Cómo lo descubres?
Lo descubrí por una canción de Lori Anderson, “The Owl and the Pussycat”. Angie, mi mujer, creció en Irlanda y consumía literatura infantil muy sajona. Y lo tenía muy presente. A mí me gusta mucho su dibujo. No es necesariamente bueno, pero es gracioso. Y dibujar gracioso es, para mí, es un talento más raro que el que dibuja bien. Muchos dibujan bien, pero son pocos los que dibujan gracioso. Y están los que dibujan bien y gracioso, que son los menos, como Quino o Bill Watterson. Matt Groening no dibuja bien técnicamente, pero dibuja gracioso. Todos nos identificamos con personajes como Homero, Bart Simpson o, en mi caso, Milhouse. Edward Lear tenía eso, un dibujo muy efectivo a nivel humorístico.
— Otro homenaje reciente en tu trabajo es más rebuscado aún: la pintora brasileña Tarsila do Amaral, otra surrealista...
Es una artista que intuitivamente llegó al surrealismo. Como José Guadalupe Posada y sus calaveras mexicanas. Es mi forma de agradecerles porque me dieron una herramienta más para mi laboratorio. Esa pintura de Tarsila do Amaral, la del pie gigante, la amo profundamente.
— ¿Cien años después, crees que el surrealismo encuentra en el cómic un reducto de resistencia?
Pienso que el surrealismo está en todos lados. Nunca en la historia de la humanidad hubo tanta gente contando historias al nivel narrativo más alto. Y, por lo mismo, es difícil encontrar lugares nuevos donde ir. Y el surrealismo es una buena herramienta para encontrar libertad.
— Lo curioso es que los surrealistas afirmaban que, tras la II Guerra Mundial, el movimiento había finalizado. Sin embargo, nos acompaña hasta hoy.
Todo el tiempo la gente quiere que las cosas sean prolijas, que empiecen y terminen. Y no es así. Nada empieza y termina. Una vez que algo arranca, salpica por todos lados. Por eso, a mí me molesta mucho la gente que habla de “apropiación cultural”. De inicio me parece un oxímoron: nadie se puede apropiar de algo que no es de nadie. Y la cultura no es de nadie. El tango no es mío porque soy argentino. ¡Es más de los japoneses que lo bailan todo el día! Ahora se dice que no puedes hacer reggae si no sos jamaiquino. ¡Las pelotas! La cultura se comparte. Pero hay una especie de idea nueva salida de las universidades de Estados Unidos que hablan de propiedad en términos culturales. El yanqui es como ese chiquito alque no le gusta que el puré se toque con la milanesa, ¿viste? De ahí salen sus racismos y su obsesión por separar.
— ¿Es una realidad que tú sufres viviendo allá?
A mí no me importa nada, pero hay cosas que me conmueven. Por ejemplo, cerca de donde vivo, en Nueva York, hay un lugar que se llama The Center for Cartoon Studies, donde se estudia mucho la historieta. Y los alumnos empezaron a decir que uno no podía dibujar manga si no era japonés porque sería “apropiación cultural”. Y yo les decía a los alumnos: ¿cuál es el detalle más sobresaliente del manga? Podríamos decir que el gran tamaño de los ojos. ¿Y por qué tienen esos ojos grandotes? Pues porque Osamu Tezuka y sus amigos eran fanáticos de Walt Disney. ¡El ojo grandote del manga viene de los ojos de Bambi! Pienso que la cultura se mueve cuando nos apropiamos de ella. Crece y se transforma.
Con “Macanudo 15”, libro que demoró en llegar a librerías locales, Liniers cierra una serie. A partir de ahora, sus próximos libros los publicará en otro formato.
Para fin de año se espera su más reciente libro: “El optimismo es para valientes”.
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