Los disparos y las bombas hacían estremecer los cimientos de cada casa en Arnhem, una tranquila localidad holandesa, ubicada al este del país, a orillas del Rin. Un espacio que hasta hace poco había sido idílico y sereno se había convertido en un infierno tras la invasión nazi, en mayo de 1940. Después de la separación de sus padres, la joven Audrey Kathleen Van Heemstra Hepburn-Ruston, nacida en Bruselas en 1929, había llegado allí junto a su madre, la empobrecida baronesa holandesa Ella Van Heemstra, y sus dos hermanos. Todos fueron testigos de la Batalla de los Países Bajos que dejó en escombros varias localidades del país. Pronto, uno de los muchachos fue llevado a la fuerza a trabajar con los nazis, mientras el otro tuvo que esconderse. Audrey y su madre sobrevivieron el llamado “Invierno del hambre” a duras penas, sin electricidad o agua, comiendo bulbos de tulipán y hierba cocida. Por esos días sufrió anemia y diversos problemas respiratorios que le dejaron una sempiterna delgadez que estilizaría gracias a sus clases de ballet. Su gran sueño era ser bailarina profesional. A menos de 100 kilómetros de allí, en una buhardilla de Ámsterdam, Anna Frank, una niña de su misma edad, que soñaba con ser escritora, se escondía junto a su familia sufriendo similares penurias, pero con un destino fatal.
Las delirantes ideas de Adolf Hitler habían enceguecido al padre de Audrey, con quien cortaría prácticamente todo lazo tras la separación. Esa misma ideología mortal parecía seguirla desde joven. Horrorizada, vería a los nazis tratar con brutalidad a los judíos y realizar salvajes ejecuciones callejeras. Vio también cómo se los llevaban en vagones hacia unos campos de concentración de los que nunca volverían. Incluso su tío Otto, cuñado de su madre, fiscal y opositor a los nazis, fue fusilado junto a su primo Alexander, barón Schimmelpenninck van der Oye, en 1942. Todo lo cuenta Robert Matzen en su libro “Chica holandesa: Audrey Hepburn y la Segunda Guerra Mundial”. El trauma por lo observado sería una de las razones principales de que, en 1959, no aceptara interpretar a Anna Frank en el cine.
Pronto, aprovechó su juventud para servir de correo entre los miembros de la Resistencia sin levantar sospechas. También repartía secretamente un periódico rebelde. “No sabía cuándo iba a durar la guerra, así que fui a una escuela de Ballet y aprendí a bailar. Para 1944, un año antes de que acabe el conflicto, ya era capaz de hacer performances. Era una forma de contribuir a la causa e hice actuaciones para recolectar fondos para la Resistencia, que siempre necesitaba dinero”, le dice a un interlocutor en uno de sus primeros castings. “¿Y qué hay de los alemanes? ¿Qué hacían al respecto?”, le preguntan. “Ellos no lo sabían”, responde ella, con un tímido adelanto de lo que sería su sonrisa pícara para la historia del cine. Aquellas actividades, por clandestinas, se hacían también en silencio. “Las mejores audiencias que jamás haya tenido, no hacían ni un sólo sonido al final de mi actuación”, contó Hepburn años más tarde.
Sin embargo, el 17 de setiembre de 1944 llegó la Operación Market Garden, ataque militar de los aliados que tuvo como consecuencia intensos bombardeos y feroces combates durante 8 días. En ese lapso, bajo el temor de ser fusiladas, ayudaron y escondieron en su sótano a un paracaidista británico que logró huir gracias a la Resistencia. Audrey y su familia tendrían que esperar aún para tener paz, pues el intento Aliado fracasó, los nazis lograron su última gran victoria en la Guerra y permanecerían en Países Bajos hasta que, entre el 7 y 8 de mayo de 1945, las tropas canadienses liberaran Ámsterdam, Róterdam y La Haya. Solo entonces pudo salir de ese país devastado a buscar nuevos horizontes. En Londres empezó a destacar como bailarina, se hizo un nombre gracias a su talento, belleza y arrolladora personalidad y partiría pronto a Estados Unidos, donde distintas circunstancias –que ella siempre llamó simplemente “suerte”- la llevaron a protagonizar el musical “Gigi” en Broadway. No mucho tiempo después haría su primera gran película: “Vacaciones en Roma” (William Wyler, 1953) y no pararía hasta convertirse en la estrella que es hasta hoy.
Historia de una actriz
Gregory Peck, una de las personalidades más queridas de Hollywood, le demostró durante aquella filmación porqué lo era. Se encargó de que Audrey encabezara el reparto, la ayudó a fluir mejor en muchas escenas, olvidó su inexperiencia y creció entre ellos un amor platónico que se convirtió en una amistad para toda la vida. Más tarde, en “Sabrina” (Billy Wilder, 1954), la historia de la sencilla hija de un chofer convertida en una dama europea, Audrey iniciaría otra amistad que sería clave, con Hubert D´Givenchy, el diseñador de modas que se encargaría de un vestuario que se haría influyente tras verse puesto en ella. Como si se tratara de la mejor intérprete para una canción, la belleza de Audrey exaltaba la de sus vestidos. Luego, seguirían sus pasos con Givenchy otros ilustres talentos femeninos: Maria Callas, Marlene Dietrich, Ingrid Bergman, Lauren Bacall, Grace Kelly, Elizabeth Taylor o Sophia Loren.
“Mañana irá a verte la señorita Hepburn para que le hagas el vestuario de su próxima película”, le dijeron al modisto francés una tarde de 1953. Ya que Audrey aún no era tan universalmente conocida, él pensó que recibiría a Katharine Hepburn, la respetada estrella del Hollywood dorado. Al abrir la puerta, se encontró con el encanto de la joven actriz que reinaría la próxima década. Ella sí conocía su trabajo y pensaba que era “el diseñador más novedoso, juvenil y emocionante” de aquel momento. “Yo esperaba ver a Katharine Hepburn y me encontré con una chica alta y delgada, con los ojos como un león”, confesó Givenchy en una entrevista.
La amistad surgió de inmediato y la colaboración entre ambos se alargó por el resto de sus vidas. No solo en películas como “Una cara con ángel” (1957), “Desayuno con diamantes” (1961) –donde interpretaría a la inmortal musa de Capote, Holly Golightly- o “Charada” (1963), sino en editoriales de moda, desfiles, cócteles o hasta salidas casuales. De su amistad también surgió el perfume L’Interdit. Tras dedicarle la fragancia, Givenchy le anunció que la comercializaría, a lo que Audrey, en broma, dijo: “Mais je te l´interdit!” (¡Te lo prohíbo!). Audrey, por supuesto, aceptó y fue la imagen de la campaña publicitaria.
Ella lo llamaba “mi mejor amigo” y él “mi hermana”. De hecho, en marzo de 1954, cuando asistió a la Ceremonia de Oscar en la que obtendría la única estatuilla de su carrera –que mereció también otras 4 nominaciones y un premio Jean Hersholt póstumo por su labor humanitaria-, lo hizo con un vestido Givenchy blanco floral que aún es parte indesligable de su imagen. Antes de morir, Audrey nombró al couturier albacea de su testamento.
El hábito de triunfar
Aunque hizo cuatro películas más hasta su muerte, el último de los grandes papeles de Audrey Hepburn fue “Robin y Marian” (1976). Al lado de Sean Connery, interpretan a unos otoñales Robin Hood y Lady Marian. A pesar de que hacía casi 10 años que no actuaba –desde que hiciera de ciega en la película de suspenso “Sola en la oscuridad” (1967)-, sus hijos Sean Hepburn Ferrer y Luca Dotti le insistieron que aceptara el papel para que actuara al lado de “James Bond”. Audrey aceptó no solo por la posibilidad de trabajar con el actor escocés, sino porque en el elenco también estaban talentos como Richard Harris, Denholm Elliot, Nicol Williamson o Robert Shaw. En la historia, Robin regresa de las cruzadas para hacer un último intento por el amor de Marian, que se ha convertido en monja.
Audrey ya tenía experiencia con el hábito, pues había protagonizado “Historia de una monja”, uno de sus más logrados trabajos dramáticos, en 1959. Aquel filme tuvo 8 nominaciones al Oscar –incluida una para ella- y le dio la oportunidad de tomar elementos biográficos para aplicarlos a su actuación. En la película interpretaba a una joven que, llamada por su vocación, deja a su adinerada familia en Bélgica para entrar al servicio religioso durante la Segunda Guerra Mundial. Audrey era, por supuesto, de origen belga, y su madre tuvo título nobiliario y origen adinerado, pero durante el conflicto bélico vivieron momentos difíciles, como los acontecidos en Arnhem. A pesar de que la elección original era Ingrid Bergman, fue la propia actriz sueca quien recomendó a Audrey. Durante la filmación, Audrey pudo conocer a la verdadera Marie-Louise Habets, inspiración para su personaje. Entablaron una gran amistad y fue Habets quien la cuidó durante su recuperación del accidente de equitación que sufrió en el rodaje casi fatal de “Los que no perdonan” (John Huston, 1960), western que hizo junto a Burt Lancaster. La actriz pasó seis semanas en el hospital recuperándose de sus lesiones de columna y tuvo un aborto como producto de aquella caída. Sin embargo, no guardó resentimiento con Huston. Durante su matrimonio con el también actor Mel Ferrer –con quien aparecería en “Guerra y Paz” (1956)- lamentablemente, sufriría otras pérdidas que afectarían sensiblemente su matrimonio.
Fue durante este tiempo que aumentó su tabaquismo, llegando a fumar tres cajetillas diarias. Para muchos, sería este vicio el que la llevaría al cáncer que acabaría con su vida un 20 de enero de 1993, hace exactamente 30 años. Justo el día de la primera juramentación de Bill Clinton como presidente de Estados Unidos.
Ángel de la pantalla
Para aquel entonces, a pesar de haber participado en un puñado de filmes tras “Robert y Marian”, estaba casi retirada del cine, dedicada a su labor como Embajadora de Buena Voluntad de Unicef, cargo en el que fue nombrada en 1988. Gracias a su nobleza y carisma hizo una productiva labor humanitaria en países con serios problemas de pobreza, hambre y desigualdad, víctimas además de graves conflictos internos, como Vietnam, Guatemala, El Salvador, Honduras, Sudán o Somalia, en el que fue uno de sus viajes más recordados. Su presencia en todos estos lugares servía para atraer la atención del mundo entero y conseguir ayuda para evitar que más niños y personas vulnerables sigan muriendo a diario. Dada su fama, era innegable la llegada que ella tenía, además, a embajadores, jefes de estado, empresarios multimillonarios y otros poderosos que podrían sumar esfuerzos.
En 1989, con su salud ya resquebrajada, graba “Always”, solo para tener la oportunidad de trabajar con el director, Steven Spielberg. Cobra un millón de dólares por su actuación y dona todo a Unicef. Curiosamente su personaje sería originalmente hombre e iba a ser interpretado por su amigo Sean Connery. Ella fue, sin embargo, la elección definitiva. Su personaje era un ángel, aquel personaje celestial y etéreo en el que ella misma estaba a punto de convertirse para muchos. “Ahora solo tengo que aprender a actuar”, podría haber dicho después de esto, tal como hizo cuando se iniciaba en el cine con un talento que parecía venir de otro mundo. Después de todo, aunque con distintos matices, Audrey Hepburn fue siempre un poquito ella en todos sus personajes. Y lo es, más que ninguna otra actriz, en el imaginario cultural de varias generaciones que caen, una a una, subyugadas por su belleza juguetona, su dulce coquetería, su encanto natural, su charm sin disfuerzos y, sobre todo, su sencillez para mirar y sonreír eternamente. Un poco por todo eso será que su amiga Elizabeth Taylor dijo sobre ella, tras su partida: “Dios estará contento de tener un ángel como ella junto con él”.
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