Publicado originalmente el 22 de abril del 2018.
El hombre antes del cine, o el cine antes del hombre. Con este aforismo se podría definir a “Wiñaypacha”, historia de una pareja de ancianos aimaras –Willka (Vicente Catacora) y Phaxi (Rosa Nina)– que vive en la zona altoandina de Puno. Allí, en una cabaña de piedra y paja, frente a las montañas nevadas y uno de los climas más duros del mundo, ellos anhelan el regreso de su hijo Antuku –en español: “Estrella que ya no brilla”–. La película es la historia de esa espera, que también es la de una extenuante sobrevivencia.
►“Retablo” ya está en Netflix: revisa nuestra crítica que le dio 4 estrellas a la película de Álvaro Delgado Aparicio
“Wiñaypacha” es un milagro cinematográfico por varias razones. Los protagonistas están interpretados por personas que nunca habían actuado ni habían visto una película. Se cumple así el sueño de Roberto Rossellini: un cine que captura al hombre sin maquillaje, sin impostaciones de ninguna índole. Lo que vemos es una vida humana transparente en su crudeza, seres humanos que hablan y viven “sin actuar” en la pantalla. Imágenes en las que la realidad desborda todo ilusionismo: el hombre antes del cine.
Pero es, también, el cine antes del hombre. Catacora, siguiendo la impronta de cineastas como Yasujiro Ozu, hace del cine una apertura al ser despojada de cualquier ánimo que perturbe una serenidad religiosa: 96 planos fijos, ninguna música ni movimiento de cámara. El método: imágenes que enmarcan la tierra y los cielos, que colocan a los seres humanos en el medio. Como las películas de los hermanos Lumière, las primeras de la historia: vistas de la realidad tomadas por una mirada hierática, impasible, anterior al hombre.
“Wiñaypacha” es, además, la crónica de las ansias por vivir de una pareja que se resiste a morir; el canto lírico a las fuerzas de un espacio y un tiempo cósmicos; la escritura sonora y visual de signos inmemoriales que son los de un pueblo –el aimara– y, también, de un pensamiento mítico: los vientos frescos deben anunciar la partida de las heladas, la llegada de un calor vital. El anciano esparce los granos de quinua como escarcha, les canta a esas potencias de la naturaleza, a los dioses que dan y quitan.
Como en toda comprensión mítica del mundo, el tiempo aimara de “Wiñaypacha” es circular. Eterno retorno de ciclos de nacimiento y muerte, siembra y cosecha, luz y oscuridad. La pregunta para los ancianos está dirigida a ellos mismos: ¿ha llegado acaso la hora de morir? El amor a la vida les impide aceptar o saber que quizá sean ciertos los indicios funestos del chillido de un ave rapaz. Para ellos, la espera por el regreso del hijo parece ser la cláusula que asegura una continua postergación de la muerte.
En una secuencia extraña y misteriosa, la anciana, mientras duerme, escucha los llantos de un bebe. Allí parece que la realidad se hace alucinatoria, aunque el temple de la cámara imperturbable aleja todo resquicio efectista. Su esposo la despierta y ella toca lo que asemeja un feto disecado de algún animal, que cuelga del techo. Al tocar ese cuerpo, parece callar a un recién nacido imaginario: el hijo que no regresa es la maldición que la anciana conjura aunque sea de manera inconsciente, simbólica o imaginaria.
Con “Wiñaypacha” sufrimos una precariedad existencial sin precedentes en el cine peruano. También sentimos y vemos el fuego, el agua de los ríos, los vientos poderosos y gélidos, la tierra húmeda o seca. Fluir de elementos primordiales que hablan de eternidad, pero que consumen unas vidas que se extinguen con exclamaciones de dolor íntimo, con caídas de cuerpos cansados que se amparan en una naturaleza que comienza a traicionarlos. Traición que repite la del hijo ausente, quien nunca llega. Con ello y más, Óscar Catacora nos ha dado una obra maestra.
-
Título original: Wiñaypacha. Género: drama. País y año: Perú, 2017. Director: Óscar Catacora. Elenco: Rosa Nina, Vicente Catacora.
Calificación: ★★★★★