La presencia en el Perú de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, más conocidos como Hermanos de La Salle, cumple un siglo y siento la necesidad de volcar en estas líneas mis sentimientos de cariño y gratitud a mis inolvidables profesores. El Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas fue obra de San Juan Bautista de La Salle (1651 – 1719), religioso francés canonizado el 24 de mayo de 1900 por el Papa León XIII, quien ha legado aportes de gran significación en el ámbito de la educación logrando que sus continuadores difundieran sus enseñanzas en todo el mundo con renovado éxito.
En setiembre de 1921 los Hermanos de las Escuelas Cristianas suscribieron el contrato pertinente para hacerse cargo del Colegio – Seminario Santo Toribio, siendo esta la primera labor que emprendieron en el Perú. Fue monseñor Emilio Lisson, Arzobispo de Lima, quien conocedor de la admirable capacidad académica de los Hermanos de La Salle gestionó personalmente en Bruselas su venida al Perú. A partir de 1926 los Hermanos comenzaron su labor docente para la colectividad limeña. En los primeros años alquilaron locales, cada vez más amplios, pues el número de alumnos de primaria y secundaria crecía constantemente, así como el prestigio de su institución.
Tan plausible como previsible acogida hizo que los Hermanos tomaran la decisión de construir un colegio. Para ello eligieron un amplio terreno en el que sería distrito de Breña, en la cuadra 6 de la Av. Arica. Las obras se iniciaron en 1934 y fue inaugurado el 17 de mayo de 1936, con asistencia del presidente de la República Oscar R. Benavides. Es un edificio muy amplio y cómodo. Tiene cuatro pisos, una hermosa capilla, teatro, museo de especies naturales y una nutrida biblioteca. Posteriormente se anexó el local de Kennel Park, convirtiéndolo en velódromo y campo deportivo. Desde hace algunas décadas tiene una gran iglesia que destaca por sus bellos acabados.
Tiempo es ya de recordar a mis profesores. Al hermano Oscar, Noé Zevallos, amante de las letras, buen poeta; al mesurado hermano Enrique; al hermano Agustín, quien solía frotarse constantemente las manos y era un magnífico profesor de Historia Universal y otras materias de Humanidades; al ceñudo hermano Miguel, profesor de Física y Química; al afable hermano Alberto, que nos enseñaba Filosofía; al cordial hermano Héctor, encargado de la librería; al rollizo y bonachón hermano Honorio, quien preparaba un brebaje tonificante para los jugadores del equipo de básquet y estaba a cargo del coro; al hermano Graciano, prefecto de disciplina; al hermano Hipólito, encargado de lo que hoy se conoce como logística, quien entre otras cosas hacía funcionar como un reloj los 14 modernos ómnibus, de color azul, llamados “góndolas”, que llevaban y traían a la mayoría de alumnos de casi todos los distritos capitalinos, pues el colegio estaba entonces un poco a trasmano. La mayoría de los Hermanos eran españoles y algunos habían luchado en la Guerra Civil. Había también peruanos, ecuatorianos y bolivianos. En el viaje de promoción que tuvo lugar en 1953 conocí en los colegios del Cuzco y Arequipa a muchos Hermanos que supe después habían sido trasladados a Lima.
Recuerdo con muchísimo afecto a mis compañeros de clase de la ya mencionada promoción de 1953, una década floreciente para nuestro país, y tengo el placer de mencionar que gran número de ellos alcanzaron importantes posiciones ejerciendo sus carreras en el ámbito civil y algunos en el militar. Muchas anécdotas harían interminables estas palabras. Puede parecer un tópico, pero realmente los años escolares son entrañables. Teníamos todos los días una hora del curso de Religión y la fe que recibí de mis padres se fue cimentando hondamente con las enseñanzas de los Hermanos de mi colegio. Si estuviera en el siglo XVI me definiría como “cristiano viejo, aunque pecador”. Pero en este siglo XXI puedo dar gracias a Dios que mi fe la mantengo intacta. En ella viví y en ella deseo morir. Finalmente, mis mejores deseos y augurios en este centenario a los Hermanos de las Escuelas Cristianas esperando que cumplan otros centenarios más. Mis mejores recuerdos, arropados de nostalgia, a la “Mansión de Paz”, como dice nuestro himno tantas veces cantado y grabado eternamente en el corazón.