Ha dedicado gran parte de su vida a recorrer el Perú, sobre todo el andino. Alfonsina Barrionuevo lo conoce de verdad. “Desde niña pienso y siento como cualquier persona de los Andes”, asegura. Por eso, los andinos le abren su corazón, le cuentan sus mitos y leyendas y comparten con ella su pasado. Por eso, también, sabe que ni el tiempo ni la distancia existen. “Un occidental siente el peso del tiempo sobre los hombros, nosotros simplemente lo cruzamos, no lo advertimos. Y cuando caminamos o nos trasladamos de un lugar al otro, ni siquiera miramos el reloj porque de todas maneras vamos a llegar”. Y por eso, además, siente la energía de los cerros y tiene la fortuna de mirar más allá que cualquiera de nosotros.
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En el 2008, Alfonsina por fin hizo el Camino Inca; era un imperativo en su lista de pendientes. Iba siempre retrasada. "El grupo me llevaba media hora de ventaja. Yo estaba embelesada con el paisaje y ya casi llegábamos a Machu Picchu cuando de pronto divisé a lo lejos, al pie de un cerro del sector de Wiñay Wayna, un khipucamayuq. Vestía uncu dorado y me enseñaba el khipu que llevaba entre las manos. En ese instante vino el guía a buscarme: ‘Dese la vuelta despacito y mire’, le dije. Pero el guía no vio nada. El khipucamayuq solo se me mostró a mí". A partir de ese momento Alfonsina comenzó a preguntarse qué habría querido decirle aquel viejo sabio, ¿que escriba sobre Machu Picchu, tal vez? Y lo hizo. Ella publicó en el 2012 "Templos sagrados de Machupiqchu", texto en el que revela los propósitos que habría tenido Pachacútec para replantear la ciudad de Cusco, construyendo después el famoso santuario inca.
Pero siguieron pasando los días y Alfonsina continuaba sintiendo un reclamo interno. "El khipucamayuq quería otra cosa de mí". Decidió entonces enfocarse en la historia del Cusco incaico y en aquellos sabios maestros que manejaban las cuerdas y los nudos, no solo con fines contables sino también con el objetivo de recuperar su memoria. "Ya Raúl Porras había dicho que solo en el Cusco había khipus históricos".
"En el siglo de la conquista –explica Alfonsina en su libro–, mientras los cronistas aparecieron con sus nombres, ascendientes, ciudades de origen y títulos, los extraordinarios escritores de las cuerdas y nudos que conservaron la memoria de tres o cuatro siglos estuvieron relegados a la interlínea de los copiosos manuscritos. Algunos como Cieza, Jerez y uno que otro los publicaron. Muchos se extraviaron entre sus innumerables legajos que viajaron en las bodegas de los galeones, varios aparecieron cientos de años más tarde o continúan perdidos". Los khipukamayuq –sostiene Alfonsina indignada– "están vinculados con algo que atañe a nuestra capacidad intelectual: el sambenito que los españoles colgaron al Perú de que su gente no sabía escribir ni leer".
—El mito de la idolatría—
En "Qué dicen los Khipus", Alfonsina también asegura que los incas no tuvieron ídolos. Nunca. "La lucha del clero contra las idolatrías se intensificó en el Qosqo, pero no prosperó, simplemente porque en el antiguo Perú no existieron ídolos… Los españoles no podían entender que en la ciudad inca existiera reverencia por unas piedras redondas o chatas, cuando debieron tener fabulosas imágenes de oro y plata con figuras humanas", anota la escritora. Y es cierto, pues como ella misma advierte, la relación que ellos tuvieron (tienen) con los elementos telúricos no fue de adoración sino de domesticación y gratitud. "Tenían que lograr que los vientos no fueran tan furiosos o los ruidos tan fuertes. Transformar las superficies ríspidas en andenes. Debían enfrentarse y conversar, además, con lo cósmico: el sol, las estrellas, la luna. ¿Cómo iban a graficar a la lluvia, al viento o al rayo? Para esto eran las huacas y las ofrendas simples".
¿Cómo –se pregunta Alfonsina– hubiera desplazado San Antonio Abad al Apu Inti, el padre Sol que daba vida y calor a la tierra desde su templo del cielo; la Virgen de los Remedios a Mama Killa, la madre Luna, que manejaba las mareas de esa inmensa pradera líquida que es el mar; San Pedro a Wayra, el viento que girando en husos gigantescos se llevaba las enfermedades, o San Isidro a Warasinse, guardián de los terremotos? "Lo único que logró el arrogante virrey fue el sincretismo", dice.
—La revelación del mundo andino—
Alfonsina Barrionuevo nació y se educó en Cusco y luego se trasladó a Lima para siempre. ¿En qué momento la envolvió el mundo andino si, entre otras cosas, su padre le impedía que aprendiera el quechua? ¿De qué le iba a servir? Ella lo cuenta en su novela “La chica de la cruz” y lo resume en este párrafo: “Fue cuando pasé un tiempo en Huaro (camino a Urcos), a los 8 o 9 años. Mi papá me llevó a la casa de la abuela para que cambiara de clima. La instrucción religiosa que nos impartían en el colegio era rigurosa. Tenía una cruz atada al cuello y escuchaba por todas partes las historias del infierno y de los pecadores, del fraile sin cabeza y del féretro que caminaba de noche. Pero tuve la suerte de conocer a una niña que fue a la casa para acompañarme. Ella me dijo que no había ese infierno con llamas como en la iglesia sino el Ukhupacha, un mundo hermoso donde había una alpaquita con pezuñas de oro y otros animalitos adorables. Que el fraile sin cabeza no podía bajar de los cerros porque allí estaban los espíritus tutelares de los Apus. Que el féretro era solo unos palos mal cruzados donde se llevaba a los muertos pobres al zanjón del cementerio. Su explicación fue para mí como una lavada de cerebro”. En buena hora, Alfonsina.