“Hijos míos: Estos cuentos fueron escritos en horas de dolor. Un grito de rebeldía de mi conciencia puso mi corazón entre el engranaje de la disciplina judicial y durante noventa días tuve que soportar el suplicio de la trituración y el asqueroso gesto de malicia con que las gentes ven siempre a los que yerran o caen.”
Así inicia Enrique López Albújar el prólogo de “Cuentos Andinos”, la colección de relatos que el autor –nacido en la hacienda Pátapo, cerca de Chongoyape, en 1872- publicara en 1920. Alegría y Arguedas, dos emblemas del espíritu narrativo que él iniciara, eran niños aún. Uno había nacido en 1909 y el otro en 1911, y aunque aún estaban lejos de convertirse en los grandes referentes literarios que fueron, ya estaban observando el mundo y viviendo las vidas que luego novelarían.
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López Albújar vivió sus primeros años en Piura, pero pronto llegó a Lima para iniciar su Secundaria. Más tarde, ingresó a San Marcos, se interesó en la política y el periodismo, y se convirtió en bachiller en Derecho. Aunque volvió a Piura para obtener allí su título, ese regreso sería clave en la afirmación de sus convicciones sociales y civiles, pues el anticaciquismo, el antifeudalismo y el antimilitarismo se consolidaron en él de tal modo, que llegó a escribir una letrilla satírica contra Andrés Avelino Cáceres en 1893. La consecuencia de su rebeldía fue la cárcel, pero ese no sería su único desafío a la autoridad. Tras ejercer algunos años el periodismo, se dedicó el resto de su vida a las labores judiciales, trabajando como juez de primera instancia en Huánuco -entre 1917 y 1923- o Piura –entre 1923 y 1928-. En Lambayeque fue vocal de la Corte Superior y luego se trasladó a Tacna, donde se jubiló en 1947. Su única mancha fue una suspensión de tres meses, recibida en Huánuco por absolver a una pareja que había cometido doble adulterio. A ese periodo se refiere en el prólogo de “Cuentos Andinos”.
“Preferí ser hombre a ser juez –escribió también allí-. Preferí desdoblarme para dejar a un lado al juez y hacer que el hombre con sólo un poco de humanismo salvara los fueros del ideal. Y aunque el sentido común -ese escudero importuno de los que llevamos un pedazo de Quijote en el alma- me declamó por varios días sobre los riesgos que iba a correr en la aventura judicial, opté por taparme los oídos y seguir los impulsos del corazón (…) ¿Hice bien? Don Quijote diría que sí. Panza diría que no.”
Es en este periodo que los hechos y personajes de sus narraciones empiezan a tomar forma. Antes de este libro, la imagen del hombre del ande en la literatura peruana era lejana y exótica; después de su aparición fue mucho más cercana y terrenal, para bien y para mal. A pesar de los esfuerzos iniciales de Narciso Aréstegui o Clorinda Matto de Turner, el indígena había permanecido desvirtuado, tratado con inferioridad y condescendencia, situación que cambiaría como parte de las consecuencias socioeconómicas y socioculturales de la guerra con Chile. “Coincide esa publicación con una etapa en la que se había acentuado en el país la reflexión sobre el problema indígena, originándose en el panorama cultural peruano nuevos movimientos literarios acordes con el período socio-histórico”, dice la estudiosa española Begoña-Leticia García Sierra en su ensayo “La percepción del otro en ‘Cuentos andinos’”, dedicada a la figura y obra del escritor y jurista peruano. “Con estilo directo y seco –dice la autora, sin retroceder ante lo más desagradable, nos dio la vida serrana al completo, tal cual la vio, con vocación realista y con ánimo de adentrarse en ese universo para mejor entender y comprender a su protagonista.”
CORDILLERA DE EMOCIONES
Antes de “Cuentos andinos”, López Albújar había publicado una obra de poemas, “Miniaturas” (1895), y “Desolación” (1914), drama de un solo acto, ambos con espíritu y formas modernistas. Más adelante –y mientras ya desempeñaba su carrera en la magistratura- llegó el reconocimiento -y una nueva polémica- con “Matalaché” (1928), historia de la pasión entre una mujer blanca y su esclavo negro; “Los caballeros del delito”, que eran historias cortas sobre bandoleros, o “Nuevos cuentos andinos” (ambos de 1937) y “El hechizo de Tomayquichua” (1943), una continuación de la labor iniciada en 1920. A pesar de sus méritos, no dejan de existir lecturas contradictorias sobre su obra. En su estudio “De Doña Bárbara al neoliberalismo: escritura y modernidad en América Latina” (2006), José Castro Urioste sostiene que “en la escritura indigenista se instala el deseo de articular la modernidad y la tradición como claro reflejo de una sociedad multicultural”. Sin embargo, afirma también que en la obra de López Albújar se construye una determinada representación del grupo indígena andino con la finalidad de fortalecer la imagen de una nación moderna, elaborada por el sector urbano. “Esta representación –escribe Castro Urioste- no dejará de ser ambivalente y estará compuesta por claros rasgos racistas como también, en momentos esporádicos, por una atracción hacia lo andino que es asumido como base de la identidad nacional”.
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“Con un estilo directo, apenas dorado de literatura, López Albújar presenta casos humanos tal como desfilan ante su gabinete de juez, durante el largo tiempo que anduvo ejerciendo el oficio en la serranía de Huánuco (…) Pero, en el fondo, era un libro amargo, más sociológico que literario, una sucesión de casos tristes, anormales algunos, todos en los linderos de la penalidad”, escribió Luis Alberto Sánchez sobre “Cuentos andinos”. Para José Miguel Oviedo, el indio creado por López Albújar era un “monstruo patético, robot de sus instintos atávicos”. Por este tipo de comentarios y por el contexto de la creación de “Cuentos Andinos”, es evidente que su visión difiere de la idealización hecha por autores como Ventura García Calderón en su propia obra. Aunque no alegró los ojos de Sánchez –a pesar de que, años más tarde, la Editorial Ercilla en la que el también dirigente aprista trabajaba, publicó “Nuevos cuentos andinos”-, el estilo de López Albújar sí entusiasmó al enorme Miguel de Unamuno. “Yo no soy sólo un cuentista, mi querido don Miguel –le escribe el peruano en una carta a su par español-, sino un perpetuo inadaptado, un rebelde, y, por contraposición, un encadenado a la prosaica labor de hacer justicia a los hombres. Vivo, pues, en continuo vaivén entre el arte y la magistratura, inhibiéndome o desinhibiéndome, saltando del papel sellado a la cuartilla, del proceso al libro, de la dura y desconsoladora realidad a las ficciones de mi fantasía. Este es mi drama, mi señor don Miguel.”
NUESTRA AMÉRICA ES INDIA Y DEL SOL
“Evidentemente, no era la primera vez que se asomaba el aborigen a las páginas de la literatura andina, pero en los narradores coetáneos predominaba aún una imagen idealizada, romántica y exotista que poco o nada tenía que ver con la más inmediata y cotidiana realidad”, afirma García Sierra –también autora del libro “La narrativa indigenista en el Perú”- sobre el autor, asegurando que su obra “se erige en eslabón fundamental del proceso creador de la narrativa indigenista y en literatura del medio y del momento histórico”. En aquellos años, no había lector que conociera a los peruanos del ande tal como López Albújar los describió en las diez narraciones que componen “Cuentos Andinos”, varias de las cuales se hicieron muy conocidas, como Los tres jircas, una leyenda huanuqueña sobre tres montañas que antiguamente habían sido tres guerreros; El campeón de la muerte, sobre un despiadado asesinato y su posterior venganza; Ushanan-jampi, una historia de ajusticiamiento comunal; Cachorro de tigre, una mirada a los límites de la barbarie en el ande o El hombre de la bandera, sobre el levantamiento que despierta en Huánuco, en plena invasión chilena, un veterano soldado originario de ese pueblo. Para García Sierra, en “Cuentos andinos” podemos notar cuatro rasgos recurrentes: la superstición, la violencia, el consumo de coca y el rencor. “En este libro he puesto mucho de sombrío y trágico –escribió el autor en su prólogo, hace 100 años- pero es que el medio en que todo aquello se mueve es así, y yo no he querido solo inventar, sino volcar en sus páginas cierta faz de vida de una raza, que si hoy parece nuestra vergüenza, ayer fue nuestra gloria y mañana tal vez sea nuestra salvación.”
En sus últimos años, López Albújar pudo confirmar aquella afirmación, realizada en un contexto social muy distinto al actual, pues vio aparecer libros como “Los perros hambrientos” (1939) o “El mundo es ancho y ajeno” (1941) de Ciro Alegría, además de “Yawar Fiesta” (1941) o “Los ríos profundos” (1958), de José María Arguedas, fundamentales para el indigenismo y para clarificar al hombre del ande, tal como la literatura –y la realidad- nacional lo entiende hoy. Si los políticos leyeran más de lo que prometen, lo entenderían también.
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