En 1986, Guillermo Niño de Guzmán editó “En el camino”, una antología de jóvenes narradores peruanos que ya habían publicado sus primeros libros o asomaban con algunos cuentos prometedores aparecidos en revistas locales. La selección se convirtió en un referente generacional, pues muchos de los incluidos desarrollaron luego una estimable carrera, como es el caso de Alonso Cueto o Siu Kam Wen. De los 15 elegidos, solo una era mujer: Mariella Sala (Lima, 1952), quien había hecho su debut en 1984 con un breve conjunto de relatos, “Desde el exilio”, que obtuvo en su momento buenas críticas y el favor de los lectores, lo que motivó una segunda edición ampliada cuatro años después.
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“Desde el exilio” ha vuelto a publicarse luego de tres décadas. Esta puesta al día era necesaria, no solo debido a que se trataba de un libro inhallable para los lectores interesados en consultarlo, sino porque ha resistido sólidamente el paso del tiempo (cosa que no ha ocurrido con varios de los autores incluidos en la compilación de Niño de Guzmán). Los cuentos de Sala poseen dos virtudes destacables por raras: la primera, una prosa sobria y puntual que no por eso rehúye matices líricos que se ensamblan con delicadeza al sosegado movimiento de sus historias. La segunda es cierta maestría en la edificación de atmósferas difuminadas y sombrías que se confunden con el inestable y desesperanzador sentido de vivir de sus personajes, la mayoría mujeres jóvenes o de mediana edad condenadas a desenvolverse en una realidad adversa que las priva de toda autonomía e identidad.
El volumen está dividido en tres secciones. La primera es la más lograda y regular: una serie de cuentos que se hilvanan conformando un microcosmos que tiene como escenario un innombrado balneario de tintes arcádicos en el que un grupo de adolescentes descubre el amor, la sexualidad y las heridas que toda relación humana esconde. Hay un puñado que sobresalen nítidamente. “Nos vemos en el verano” es la historia del enamoramiento entre dos adolescentes de distintas clases sociales, un tema tan proclive al lugar común. Sin embargo, Sala sabe cómo dotarla de una luz particular que la libra de cualquier dramatismo facilista para teñirla de un candor irresistible por imprevisto. “El lenguado” resulta una fábula redonda sobre la amistad entre dos chiquillas que se resquebraja en altamar por los sentimientos oscuros que la competencia entre ellas genera. Debe ser uno de los relatos más acabados sobre el fin de la infancia que pueden encontrarse en nuestra narrativa contemporánea. “Cielo” aborda la iniciación sexual entre un par de chicas escolares cuya pulsión erótica está retratada a través de descripciones inquietantes que culminan en el deslumbramiento de quien ha atisbado la inmortalidad en el cuerpo desnudo de un semejante.
La segunda parte reúne una serie de viñetas urbanas acerca de la Lima de los ochenta que, con la excepción de “La playa” –tensa ficción en la que un feminicidio es ocultado por el silencio y el miedo–, se reduce a un anecdotismo que no va más allá de lo enunciado. Es en el último tramo donde hallamos el mejor cuento del libro, el que le da nombre. Se trata del resignado monólogo de una mujer que al llegar a los 30 años comprueba que su vocación y aspiraciones se han convertido en irónicas ruinas diseminadas, imposibles de restaurar. No obstante, entre esa desolación persiste “el imperecedero sueño de ser yo”, que la impulsa, en medio de las sombras de una existencia zozobrante, a no apagar la última llama que resta de los sueños del pasado. Mariella Sala asume esta exploración emocional y psicológica con la prestancia que identifica a una narradora dueña de un pulido oficio e inusual sensibilidad.