Le pareció que el último episodio de “Juego de tronos” tenía algunos defectos. Frente al televisor, el escritor Fernando Ampuero iba corrigiendo en su mente los deslices de los guionistas David Benioff y D. B. Weiss. Por ejemplo, ese dragón que derrite el trono de hierros a golpe de napalm le pareció y un símbolo muy grueso. Para él, hubiera sido mejor que el ambicionado solio debió quemarse junto con toda la ciudad, parte de las cenizas que resultan tras todas las guerras. Igual sucede con el concejo de ministros en la secuencia final, cuando negocian cómo reconstruir los burdeles destruidos por Daenerys tras cabalgar sobre Drogón. Esas bromas le parecieron penosas, patéticas, sin majestad, después de ver escenas tan dramáticas que ilustraban la barbarie de la guerra.
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Lo que sí le entusiasmó es escuchar cómo Tyrion Lannister convencía a los gobernantes de las siete regiones del continente de elegir a Bran, el único hijo varón vivo de Ned Stark y Catelyn Tully, como Rey. Frente a ellos, el único sobreviviente de la dinastía del león afirma con lucidez: “¿Qué es lo que une a una sociedad? ¿El tamaño de un ejército? ¿El oro acumulado? Nada de eso: son las historias”. Para el autor limeño, lo dicho por el entrañable enano creado por George R.R. Martin es el mantra que repiten todos los escritores del mundo. “Nosotros somos animales narrativos, somos las historias que contamos y también las que leemos”, reflexiona.
Para Ampuero, lo importante es saber que tanto las historias aparentemente anodinas deben ir junto con las más significativas. “La vida es eso, un conjunto de historias que va entramándose”, dice. “Jamás en la vida”, su más reciente libro de relatos, es la plasmación más cercana a ese ideario. En efecto esta colección de 15 relatos breves, de prosa aparentemente sencilla y objetiva, dan lúcida cuenta del asombro ante las manifestaciones cotidianas que, fuera del contexto acostumbrado, asombran. La frialdad ante un manipulador intento de suicidio, la infelicidad intercambiable de dos hermanas, el último sacrificio que puede ofrecer un combatiente, las decisiones que garantizan la ascendente carrera de un sicario, incluso la asombrada constatación del tiempo que puede vivir un pez fuera del agua. Pero especialmente, la historia que da título al volumen, donde el autor recuerda a su madre, cuyo síndrome maníaco-depresivo le daba a su relación una textura hitchconiana. “Es una mujer muy nerviosa” decía su abuelo. Una forma sutil para decir que su madre ”rondaba la orilla de la locura“, escribe el autor en su relato.
Ampuero sabe que todo escritor sabe ponerse en el lugar de sus criaturas. Por ello, para este reportaje aceptó colocarse en el mismo encuadre que, hace siete décadas, enmarcó la belleza del más entrañable de sus personajes. El retrato de su madre, captada a los 18 años por un fotógrafo callejero en el elegante Jirón de la Unión, aparece en la portada de su más reciente libro. Muchos años separan ambas fotografías, pero la memoria y la empatía les permite coincidir más allá del tiempo.
— Hay escritores que se asumen de izquierda, pero su literatura resulta conservadora y pegada a modelos canónicos. En tu caso, algunos colegas te han atacado por ser miraflorino, de clase media alta, y sin embargo, publicas cuentos cada vez más audaces y radicales. ¿Qué piensas de ello?Desde un primer momento, a principios de los años setenta cuando empiezo a escribir, asumí que el verdadero compromiso es con la literatura y no con ninguna ideología. Y estoy hablando de una época en que la literatura estaba muy pegada a la sociología y a la denuncia. Por supuesto, en esa época tenía simpatías de izquierda como todo muchacho, pero luego fui sufriendo sucesivos desengaños. La realidad me llevó a depurar el sentimiento que sustentaba esa simpatía ideológica y convertirla en humanismo puro. Alguna gente habla despectivamente de esa posición, los llaman “caviares”. Una persona que pueda ser de clase media alta y que esté a favor de la justicia social, de la repartición más o menos equitativa de la riqueza, es considerado un caviar.
— ¿Y cómo llevas esa etiqueta?Si se trata de eso, me parece un honor que te digan caviar. Soy una persona civilizada, que ha vivido muchos años para llegar a esta conclusión: el humanismo es lo único que nos puede salvar, si es que podremos salvarnos, pues yo creo que este mundo va hacia el caos. En fin...
— ¿Y qué conclusiones tenías, más bien, cuando comenzaste a escribir?En mis primeros cuentos, muy juveniles, escritos a los 19 años, los personajes fumaban marihuana, lo que no había ocurrido nunca en la literatura peruana. Eso era lo que yo veía en las calles, en mi territorio, donde me movía. Todas las críticas veladas, o por lo bajo, por haber asumido un derrotero supuestamente incorrecto, me tenían sin cuidado. Yo escribo sobre lo que veo, sobre lo que siento. Escribo sobre los otros, sobre la circunstancia realista de mi entorno. Y sobre mí mismo, mis propias emociones, mis propias heridas psicológicas.
— Uno de los aspectos más radicales de los cuentos de “Jamás en la vida” es su desafío al pudor. ¿Cómo liberarse de él al escribir?Yo estoy muy agradecido de la formación cristiana que tuve (sonríe). Estudié en un colegio religioso donde no te educaban en una atmósfera de pudor: ¡Te lo inoculaban a la vena! El pudor y la culpa. Mi primera reacción, como un gesto de rebeldía y de libertad, fue ese: salirme de este redil tan púdico y terrible, que me impedía expresarme libremente. Para mí, la impudicia ha sido una actitud que me ha permitido respirar en sociedad. Esto no quiere decir que yo sea un irreverente a tiempo completo, o una persona grosera que esté escandalizando a la gente. Pero la impudicia me ha permitido ver con claridad cuáles son los resortes psicológicos que mueven a las personas. Y poder señalarlos sin buscar un eufemismo.
— Decir las cosas como son... Así es. Por otro lado, tu pregunta inicial se refería a tomar riesgos. Y yo no he hecho otra cosa que tomar riesgos. Siempre he tratado de buscar formas diferentes para hacer las cosas. He pasado de libros de memorias como “El enano” o “La bruja de Lima” a cuentos, novelas cortas y relatos policiales. Es importante asumir riesgos, tratar de ir, poco a poco, depurando las cosas. Por ejemplo, un autor como Borges, tan barroco en su primera época, conforme pasaban los años y se iba quedando ciego, iba editando, limpiando, diciendo lo esencial. A mí me interesó muchísimo su caso. Salvando las distancias, pienso que, conforme vaya envejeciendo, yo también voy aligerando mis frases. Como decía Juan Carlos Onetti: “si puedes decir algo en cien palabras, no busques otra más”.
— Muchos de tus cuentos dan cuenta del comportamiento de los limeños, especialmente una clase muy bien definida. ¿Cuán hipócritas crees que somos los habitantes de esta ciudad?El limeño ha convertido la hipocresía en una virtud. En un modo de mostrarse educado, aceptable, útil a la sociedad. Y uno está educado en esta mentalidad. Creo que, en algunos casos, incluso podría llegar a ser conveniente para no seguir peleando entre unos y otros. ¡Sería terrible decirnos los unos a los otros la verdad de una manera descarnada y brutal! Yo tengo que convivir con estas situaciones. Mi propósito literario no es juzgar a la gente, sino mostrar lo que son. La gente es como es.
— ¿Cómo superamos nuestra condición hipócrita?Para muchos de los ciudadanos del Perú, el gran velo de hipocresía en el poder, en la política y en las grandes empresas nos deja pasmados y asqueados. Como decía mi abuela materna, que no perdonaba a mucha gente, el Perú sabe distinguir entre la hipocresía y las mentiras piadosas. ¡Y las mentiras piadosas a veces son necesarias! Hay una ambigüedad que gobierna esta conducta: el limeño es hipócrita, pero al mismo tiempo te dice las cosas. ¿Cómo? A través de una broma. Siempre me ha sorprendido nuestra gran capacidad colectiva de soltar un chiste cuando ocurre algo reprobable.
— Vivimos tiempos en que la sensibilidad está a flor de piel, en que la gente ofendida tomó por asalto las redes sociales. En uno de tus cuentos, escribes: “el carácter de ella, según Darío, constituía justa causal para la misoginia”. Y “misoginia” es una palabra que hoy enciende las alarmas... Yo me considero un feminista. Estoy del lado de las mujeres que reclaman igualdad de género, de las mujeres que quieren acceder al poder y a ser contempladas como ellas quieren. Pero, por otro lado, tenemos el imperio de lo políticamente correcto que es una barbaridad. La palabra “misoginia” no tiene que eliminarse del diccionario. Debe quedar como está, porque refleja un sentimiento de determinado tipo de hombre, como sucede también con palabra “machismo”. Son palabras que están, de alguna manera, relacionadas. Lo que yo creo es que la maldad, la violencia, está en la especie humana. Hay mujeres tan malvadas como los hombres. La especie humana no es una especie perfecta. En el cuento que señalas, la misoginia es el sentimiento de un señor que lleva un matrimonio miserable, que sobrevive como la estructura hipócrita de una relación llevada por otros fines, como criar un hijo o mantener ciertas propiedades.
— Muchos escritores hablan sobre las tensas relaciones con su padre. Pocos son los autores que abordan la figura materna como tema. En “Jamás en la vida”, cuento que le da título al libro, profundizas en la inquietante relación que mantuviste con ella. ¿Qué tan importante fue para ti su influencia?Para mí fue muy importante. Es un cuento que muestra el amor de un hijo por su madre, el amor que yo mantengo actualmente por ella, pero en los términos en que se dio esta mutua comprensión: cuando entendí que los sentimientos se deben no solo a terribles situaciones reales, sino también a desarreglos químicos en nuestra mente. Hablando de impudicia, yo necesitaba ser impúdico para contar esa historia. Es una de esas historias íntimas que quizá a algunos pueda parecerle banal, pero que para mí es importantísima. Y lo es porque me deprimió como individuo y me definió como alguien que hizo todo lo posible para poder querernos, a pesar de todos los obstáculos dentro de ella misma. Y no puedo decir más, porque puedo caer en el melodrama. Ella murió hace mucho, más de cuarenta años ya, y aun hay, de alguna manera velada, sentimientos desnudos que, para mí, era necesario iluminar un poco.