Me ha conmocionado la muerte de Javier Marías. Primero, porque ignoraba que su salud había empeorado y, más bien, pensaba que estaba viviendo un periodo de singular feracidad creativa (había entregado a la imprenta cuatro novelas en los últimos diez años). Segundo, por una coincidencia extraña: la víspera había concluido la lectura de Corazón tan blanco (1992), que ha sido aclamada como su obra maestra. Hacía mucho tiempo que me aguardaba en mi mesa de noche la edición conmemorativa que había lanzado Alfaguara en 2017 para celebrar el 25 aniversario de su publicación. Un hermoso ejemplar, empastado y guarnecido por un estuche, al que acompañaba un volumen con textos críticos, entrevistas al autor y otros escritos suyos vinculados a la gestación de la novela.
¿Por qué sentí de pronto tanta urgencia por leerla? No lo sé. Solo puedo decir que experimenté una necesidad compulsiva de hacerlo y que me obligó a dejar de lado otros libros pendientes (hasta ahora no he podido desterrar la mala costumbre de leer varios a la vez). Por supuesto, no abrigaba ninguna premonición funesta. Con todo, el lector puede imaginarse el asombro que me invadió al enterarme de que el escritor había muerto. La noche anterior me había desvelado leyendo hasta terminar la novela. Su inesperado desenlace me había dejado tan perturbado que, cuando finalmente conseguí dormir, las cuitas del protagonista acabaron entreverándose con la madeja de mis sueños.
Javier Marías, por Mario Vargas Llosa: “Era uno de los escritores que mejor conocía Madrid y algunas de sus novelas dan cuenta de ello, con detalles prodigiosos de observación”.
Dicho esto, debo hacer una aclaración. Javier Marías no era precisamente un santo de mi devoción. Había leído novelas suyas como Todas las almas (1989) y Mañana en la batalla piensa en mí (1994) que, si bien me habían interesado (el autor contaba con una voz propia y un estilo depurado que no se parecía a ningún otro), adolecían, a mi juicio, de cierta morosidad y engolosinamiento con el lenguaje. Y esta sensación volvió a apoderarse de mí cuando ya llevaba leídas unas cien páginas de Corazón tan blanco y me pregunté: ¿es necesario apelar a tantas palabras para expresar lo que se quiere transmitir? No obstante mis reparos, seguí avanzando y me di cuenta de que la historia que Marías había concebido requería ese tratamiento formal. Su discurso intrincado, proclive a las frases subordinadas y las digresiones, no era un alarde de suficiencia verbal, sino que respondía a su propósito de revelar las trampas del lenguaje, la dificultad para aprehender la realidad sin incurrir en la impostura y la distorsión de los hechos.
En esa perspectiva, Javier Marías logra ir más lejos que otros novelistas que también se esfuerzan por internarse en los vericuetos de la conciencia. Su capacidad para ahondar en la complejidad del comportamiento humano, descubrir sus ambivalencias y contradicciones, resulta sorprendente. De ahí que exigiera un lector que estuviera a su altura y no temiera adentrarse en su bosque de palabras. Porque Marías era un escritor, como él mismo advirtió, que no se guiaba por un mapa trazado de antemano, sino que prefería usar una brújula para desbrozar su propio camino. Por ello, cuando comenzaba a pergeñar una novela, nunca sabía cómo iba a evolucionar su historia. El reto consistía en fijar el derrotero a medida que escribía, como un aventurero intrépido que continúa adelante, sin inmutarse ante lo desconocido.
Noctámbulo impenitente y fumador empedernido, solía acostarse a las tres o cuatro de la madrugada. Se levantaba hacia las once de la mañana y se ponía a escribir. En la noche alternaba con sus amistades y salía a cenar. Después, se dedicaba a leer, escuchar música y ver películas. Con su esposa, la editora catalana Carme López Mercader, había acordado una convivencia fuera de lo común. Pasaban juntos dos o tres semanas en su departamento de Madrid, luego ella se trasladaba sola a su casa de Barcelona durante cuatro o cinco semanas, al cabo de las cuales repetían el ciclo. Otra de sus excentricidades era utilizar una máquina de escribir eléctrica en lugar de un ordenador. Corregía a mano y luego tecleaba afanosamente una y otra vez hasta que la página ya no admitiera más correcciones.
A sus dotes de novelista consumado, Javier Marías sumaba un cultivo no menos notable del ensayo, el artículo y la traducción. También fue un editor exquisito y se esmeró por publicar libros raros y olvidados a costa de su bolsillo. El nombre del sello que fundó, Reino de Redonda, aludía a una mítica isla del Caribe que originó una divertida confabulación literaria. De acuerdo con la leyenda, en 1997, el soberano Juan II abdicó en favor de Marías, quien fue entronizado como el rey Xavier I. En su condición de monarca, el escritor decidió otorgar títulos nobiliarios a personalidades de las artes y las letras. Así, entre otros, invistió a Arturo Pérez-Reverte como el Duque de Corso y a Mario Vargas Llosa como el Duque de Miraflores (¡tres años antes de que Juan Carlos I le confiriera un marquesado!).
Recuerdo haberlo visto en una ocasión, en Madrid, con motivo de la feria del libro que alberga el parque del Retiro. Premunido de unas gafas oscuras, Javier Marías firmaba sus libros en una caseta, ante una fila interminable de lectores. Me percaté de que era zurdo y que la exposición pública lo incomodaba. Aparentaba ser frío e intelectual, pero, según su círculo más íntimo, era un tipo muy leal y generoso, con gran sentido del humor. Es una pena que se haya ido tan pronto, en plena racha de fertilidad. Sin duda, en su caso, el Nobel habría coronado con justicia una trayectoria excepcional.
Contenido Sugerido
Contenido GEC