Quienes conocieron a John Cheever (Massachusetts, 1912 - Nueva York, 1982) lo recuerdan escribiendo en la cocina de su casa, vestido únicamente en calzoncillos para conjurar los rigores del verano y con una botella de ginebra sobre la mesa. La imagen, casi anodina, oculta a un hombre cuya existencia era un remolino de circunstancias contradictorias y adversas: Cheever, conservador y creyente, era también un bisexual reprimido, un marido que contempló durante años cómo su matrimonio se desmoronaba sin remedio y un alcohólico que llevó sus adicciones hasta el mismo borde de la autodestrucción. Pero además de eso –o tal vez por eso– fue uno de los narradores norteamericanos que desnudó con mayor agudeza las insatisfacciones, mentiras y apariencias de la clase media suburbana de su país, hasta el punto de convertirla en un arquetipo, como sostuvo John Updike. Aunque escribió novelas de excelente factura (“La crónica de los Wapshot”, 1958, o “Falconer”, 1977) fue en sus cuentos donde exhibió con absoluta maestría esa épica de la frustración.
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Acaba de reeditarse una selección personal de sus relatos –por largo tiempo descatalogada en español y merecedora del Pulitzer en 1978– que nos brinda la imperdible oportunidad de adentrarnos en ese extenso y laberíntico paraje donde las ilusiones y sueños de sus habitantes inevitablemente se despedazan contra una realidad que se han negado a enfrentar. El primer cuento de esta voluminosa antología, el brillante “Adiós, hermano mío”, resume muy bien las obsesiones del autor: una familia acomodada que prefiere esconder un pasado repleto de rencillas y derrotas por medio del alcohol y frívolas actividades al lado del mar; solo la amarga sinceridad de uno de los hermanos, que arriba como despiadado hijo pródigo, revela las heridas todavía abiertas que marcan a sus parientes, recibiendo la condena y el castigo de quienes no están dispuestos a aceptar sus propias miserias.
Una de las características de la narrativa cheeveriana es su mirada irónica con respecto a las relaciones humanas y sus convenciones. Bajo aquella luz crítica estas develan su sentido trágico hasta extremos insospechados. Varios de sus cuentos pueden ilustrar lo que digo, pero quizá “La Navidad es triste para los pobres” –agridulce historia sobre un ascensorista que con descarado oportunismo se lamenta de su soledad ante los vecinos del edificio donde trabaja– sea uno de los que mejor reflejen esa tendencia. También hay otros que la plasman de modo sublime, aunque bastante más violento, como “¡Adiós juventud! ¡Adiós belleza!”, relato equivalente a un artefacto supuestamente inofensivo que en la última línea nos estalla entre las manos, o el breve pero brutal “Reunión”, que expresa con poderosa rotundidad uno de los sentimientos más desoladores que pueden poseernos: la vergüenza por un padre impresentable.
Ordenados cronológicamente, los cuentos de Cheever nos permiten constatar no solo su madurez –que fue temprana y signada por la necesidad de ahondar en los desconcertados valores morales de su tramposa clase social– sino, además, la vocación experimental que se exacerbó en la última etapa de su obra, y que generó relatos que rozan la perfección, como “La geometría del amor”, “El nadador” o los audaces “Tres cuentos” y “Artemis, el honrado cavador de pozos”, en los que su incesante búsqueda temática nos conduce donde solo puede hacerlo una imaginación inagotable y sobresaliente.
Norman Mailer consideraba a Cheever un escritor religioso. Y es verdad: cada cuento suyo es un apólogo, una fábula sobre la culpa y la redención, una epifanía que nos cuestiona y deslumbra al mismo tiempo. Estamos frente un autor que ha dotado a su obra de una trascendencia que va más allá de lo que ha conquistado la mayoría de los escritores contemporáneos y ante un libro francamente admirable.
DATO5/5Autor: John Cheever. Editorial: Literatura Random House. Año: 2018. Páginas: 878. Relación con el autor: ninguna.