Imagine que acude a dar respuestas a la justicia, después de ser acusado de algo que no es. Imagine que lo han perseguido, acosado, humillado, atacado y luego lo han sentado ahí, enfrente de ellos, rodeado, intimidado, vulnerable, sometido a un interrogatorio malicioso y público, mientras sus acusadores creen saberle culpable antes de haberlo escuchado. Imagine que lo han estigmatizado alguna vez, solo por tener un pensamiento distinto al de los demás, al de la mayoría. El riesgo, en este caso, es pagar la pena con la propia vida. Diga lo que diga, no habrá razón que los haga cambiar de parecer. ¿Hablamos acaso de la Santa Inquisición, ocurrida hace 4 o 5 siglos atrás? Pues no. Lo anteriormente narrado ocurría en Estados Unidos casi a mediados del siglo XX, después de la Segunda Guerra Mundial. La Guerra Fría desató una paranoia que se infiltró en toda la sociedad norteamericana, mientras los dedos acusadores salían de un lado y de otro: ¡Comunistas!, les gritaban, incluso, a quienes evidentemente no lo eran, solo por no pensar como la mayoría. El aliado contra los nazis era hoy también un enemigo. Todo lo que viniera de Rusia debía ser mirado con desconfianza o directamente censurado, ideologías incluidas, por supuesto. La huella nefasta de Stalin tenía un largo alcance.
El senador de Wisconsin, Joseph McCarthy, fue el principal valedor de este sistema de persecución del pensamiento, avalado por el Congreso y también por el llamado Comité de Actividades Antiamericanas. Ambos, desde sus posiciones, se dedicaron a investigar a las personas de izquierda, entre ellos maestros, intelectuales, artistas y escritores, porque sentían que, desde sus especialidades, podrían ejercer influencia en el pensamiento del americano promedio. Tener libros de Marx, Gramsci o Lenin era visto con recelo. Desde aquel momento, a toda persecución arbitraria se le conoce como ‘macartismo’.
Consecuencia de este trabajo, justificado por la “protección del país”, ocurrió el infame episodio conocido como ‘Los 10 de Hollywood’. En 1947, tras mantener audiencias durante varios días con el pretexto de investigar la influencia comunista en la Meca del cine, e interrogar casi como acusados a actores, guionistas o directores, involucrando a más de 300 trabajadores de la industria, el Comité se enfocó en unos cuantos nombres. Todo esto sucedió, a pesar de que los artículos 6 y 7 de la Constitución de Estados Unidos defienden que “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa” y que “Es inviolable la libertad de difundir opiniones, información e ideas, a través de cualquier medio”.
10 de esos hombres de cine eligieron no hablar ni señalar a nadie y fueron encarcelados por desacato. No solo eso, sino que vieron sus carreras seriamente afectadas. Alvah Bessie, Herbert Biberman, Lester Cole, Edward Dmytryk, Ring Lardner Jr., John Howard Lawson, Albert Maltz, Samuel Ornitz, Adrian Scott y Dalton Trumbo, finalmente, salieron adelante de sus procesos, pero no de la condena pública que les reservó el ostracismo. Trumbo y Dmytryk fueron de los pocos que pudieron recuperar su posición, varios años más tarde. ¿La diferencia? Dmytryk delató a varios compañeros de profesión. Trumbo, no. También delató el director Elia Kazan, quien dio al Comité varios nombres de quiénes habían sido o eran comunistas. Gracias a esa delación, salvó su carrera y Hollywood lo convirtió en uno de sus directores más respetados. Mientras tanto –y sin ser tampoco comunista- el mismísimo Charles Chaplin se vio obligado a emigrar a Europa para seguir trabajando. Los anticomunistas no tenían sentido del humor.
“Sin el profundo trauma colectivo que supuso la caza de brujas contra los profesionales progresistas del cine norteamericano, iniciada oficialmente en 1947, resulta imposible comprender la evolución posterior de la industria, las inflexiones en sus géneros y el destino final de la antaño alegre colonia de Hollywood”, escribió el historiador de cine español Roman Gubern en su libro “La caza de brujas en Hollywood”. Es en este contexto que Arthur Miller, convertido ya en un dramaturgo de renombre, escribe The Crucible, conocido en español como Las brujas de Salem, un relato de terror, sí, pero sin apariciones fantasmagóricas ni demonios ni monstruos. Al menos ninguno que no fuera humano.
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Temporada de caza
“No me molestaron hasta que me casé con Marilyn”, responde el autor en el documental “Arthur Miller: escritor”, dirigido el 2017 por su hija Rebeca, también actriz, y que contiene entrevistas, documentos, archivos y fotos inéditas. Para Miller, el Comité necesitaba publicidad, pues “estaban decayendo, ya habían aburrido a la agente”. ¿Qué mejor que interrogar públicamente al esposo de Marilyn Monroe para tener los focos encima? Eso sucedió en 1956. Para aquel entonces, Miller ya era bastante reconocido por obras como “Un hombre con mucha suerte”, “Todos eran mis hijos” y, sobre todo, “Muerte de un viajante”, que ha sido llevada al cine y la televisión en varias oportunidades. Había ganado el Pulitzer y el Tony. Su trabajo era crítico con la sociedad conservadora de su época y ponía en duda sus valores y expectativas.
En su camino a convertirse en un dramaturgo respetado, observó lo que sucedía a su alrededor desde fines de la década del 40. Ideologías como el nazismo, el comunismo y el fascismo habían pasado ante sus ojos. Su pasado, como parte de una familia acomodada que lo perdió todo con el crack del 29, le dio oportunidad de conocer la vida de un niño engreído, con criados y chofer, a otra con muchas limitaciones en un pequeño espacio en Brooklyn. Era aún joven, pero ya había visto las dos caras de la moneda. Esa experiencia fue fundamental para sus obras.
Para 1953, estaba inquieto por escribir una obra vinculada a la tensa realidad que se vivía en Estados Unidos, en medio de una paranoia anticomunista, pero no quería ponerse tan fácilmente en manos del Comité. Arthur Miller era un hombre de ideas progresistas, pero no era comunista, ni siquiera socialista. De hecho, se volvió muy crítico con el marxismo con el que alguna vez simpatizó. Pero tenía claro cuando veía que el poder abusaba. Pronto, sus reflexiones le recordaron el caso de los Juicios de Salem, ocurrido entre fines de 1691 y 1693 en los condados de Essex, Suffolk y Middlesex, en Massachusetts, cuando un grupo de jóvenes, presas de extrañas crisis nerviosas y convulsiones, aseguraban haber tenido visiones místicas que les indicaban quiénes eran brujos, brujas o tenían algún tenebroso pacto con Satanás. En aquella época de oscurantismo y puritanismo, en ciudades pequeñas como Salem la gente era fácilmente impresionable. La iglesia estaba en todos lados, manejaba la política y la educación y una denuncia que involucraba a pecadores en su más grave acepción sonaba tan aterradora para la población como suculenta para las autoridades: habría un juicio público, una oportunidad para dejar en evidencia a los “brujos” y conminarlos a pedir perdón, a volver al redil de Dios y pasar protocolarmente por la horca, todo muy cristianamente justificado, por supuesto. “Servirán de ejemplo”, pensó alguien más. Las alucinaciones y supuestas epifanías de estas jóvenes bastaban para acusar a cualquier persona como responsable de su “hechizo” y marcar su destino colgando de una soga. Para fines de 1693, más de 150 personas habían sido detenidas, teniendo como única prueba de un supuesto contacto con el diablo el testimonio de las adolescentes desquiciadas. Finalmente, casi 20 personas fueron ahorcadas.
Al este del Edén
Casi 260 años después de aquellos hechos terribles, un día de 1952, su amigo Elia Kazan, con quien había trabajado en la puesta en escena de obras suyas, lo llama para confesarle que, finalmente, le dará unos nombres al Comité de Actividades Antiamericanas para poder seguir trabajando en el cine sin problemas. Miller le dice que será un error terrible, que no lo haga, que siempre puede seguir dirigiendo en el teatro y que ese Comité no iba a durar mucho tiempo más. Se despiden. Horas más tarde, mientras Miller manejaba hacia Salem a realizar investigaciones para un posible texto, escucha por radio la noticia: Kazan ha delatado a 8 compañeros de profesión y sus nombres son dados en cadena nacional. Entre ellos, autores como Lillian Hellman, Dashiell Hammett o Clifford Odets. La carrera de Kazan, alzó vuelo. Curiosamente, acababa de dirigir ¡Viva Zapata!, la historia del revolucionario mexicano Emiliano Zapata, protagonizada por Marlon Brando y con guion de John Steinbeck, autor de Las uvas de la ira. Allí se hablaba de cómo las revoluciones pueden, finalmente, corromperse tanto como los regímenes prepotentes que intentan derrocar. Kazan había ya ganado un Oscar en 1948, pero obtuvo otro en 1955, además de uno honorario, en 1999. La ceremonia es bastante recordada pues, en el momento de recibir el premio, más de la mitad del auditorio no lo aplaudió ni se puso de pie para honrar su trabajo, algo absolutamente inusual. “Fue en ese momento que decidí que tenía que escribir sobre lo que estaba pasando”, ha dicho Miller sobre su sensación al recibir la noticia de lo que había hecho Kazan. Así nació Las brujas de Salem en 1953.
“Conmigo vieron una manera de ganar publicidad”, contó Miller en el documental dirigido por su hija sobre aquel momento tenso. Incluso, uno de los hombres que dirigía el interrogatorio/acusación llegó a decirle que, si Marilyn Monroe se tomaba una foto con él, acababa todo. Por supuesto, Arthur Miller le dijo que siguieran con el proceso. A diferencia de su amigo Kazan, Miller afirmó que ningún hombre debería delatar a otro para quedar bien. Sobre todo, si se hablaba de formas de pensar, no de actos peligrosos. Ya que se negó a señalar quiénes eran los comunistas que había conocido en su paso por Hollywood o por el mundo literario, en distintas reuniones o eventos, le fue retirado el pasaporte, fue condenado a un año de prisión –que fue finalmente suspendida- y a 500 dólares de multa. El suyo fue un proceso que hubiera podido inspirar a Kafka una segunda parte de su libro.
“Una verdadera obra de teatro debe decirle al público: esta es la manera como ves la realidad a diario. Después le das la vuelta y le dices: esta es la realidad”, ha dicho Miller. En virtud de su palabra oral, su palabra escrita contó la historia de Salem, incluyendo el conflicto de un matrimonio en crisis, con un esposo que traicionó a su mujer con una joven y vivía su arrepentimiento. Esta joven, “poseída” por “espíritus malignos” denuncia falsamente a su mujer, para quedarse con él. John Proctor, el protagonista, afronta las falsas acusaciones y rechaza acusar a nadie más. Es difícil, sin embargo, enfrentarse a quiénes ya dan todo por hecho, antes de escuchar los testimonios o verificar las pruebas. El proceso de Proctor era una alegoría de todos aquellos juicios injustos contra hombres señalados de comunistas y considerados una “amenaza nacional”, sin serlo. Curiosamente, años más tarde, el gobierno soviético prohibiría las obras de Arthur Miller. En 1996, The Crucible fue llevada al cine con Daniel Day-Lewis –esposo de su hija Rebeca- y Wynona Ryder como protagonistas. El propio Arthur Miller firmó el guion y fue nominado al Oscar por su trabajo. El 2002, Miller recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
A pesar de que han pasado ya 70 años de su estreno, basta mirar el mundo alrededor nuestro para saber que Las brujas de Salem sigue tenebrosamente vigente.
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