Colgados de una viga, o de cables de luz en la calle, disparándose en la garganta con una carabina, atándose el cuello con mangueras o cinturones de pantalón. Una veintena de jóvenes, a fines de los noventa, decidieron acabar con sus vidas en un pueblo del que nadie hablaba, en la Patagonia Argentina. La periodista argentina Leila Guerriero decidió reconstruir las historias de las víctimas y de sus familiares alrededor en lo que fuera su primer libro, “Los suicidas del fin del mundo”, reeditado recientemente por Tusquets. La suya es una inquietante crónica del horror en Las Heras, un pueblo en medio de la aridez patagónica, que existe solo por poseer yacimientos petroleros. Además de la planta de oro negro, Las Heras se define por sus prostíbulos clandestinos, sus bares tristes, el desempleo y la falta de futuro, la atroz soledad. Así, Las Heras termina siendo un gran lugar simbólico en el que todos podríamos habitar. Un lugar olvidado en el sur, que mira hacia un norte que siempre lo ha ignorado.
LEE TAMBIÉN: Leila Guerriero: “No me aterro fácil ante la naturaleza humana”
“Es un estado de la mente, Las Heras”, reconoce Leila Guerriero al comenzar esta entrevista vía Zoom, que la encuentra en la biblioteca de su casa en Buenos Aires. ¿Dónde estaba hace 20 años y qué significa para ella este libro? La cronista hace memoria: ella empezó a trabajar en periodismo desde el año 1992 en la redacción de la revista de “La Nación”, ocupándose tanto de temas sociales como de música o teatro. Fue por la denuncia de una ONG que se enteró de los suicidios en Las Heras, sumado a los problemas laborales de la actividad petrolera, el desempleo, las altísimas cifras de embarazo adolescente, la prostitución. Todo ello concentrado en un pueblo de 6 mil habitantes cuya población se duplica dependiendo del precio del barril y los nuevos puestos que se abran. Por entonces, viajaba de Buenos Aires al pueblo como un proyecto personal, sin algún contrato previo con alguna editorial. Volvía a las casas de la gente, convencida de que había allí una historia: no tanto de los suicidas, sino de los que sobrevivían a su alrededor. Por cierto, cuando terminó el libro, le costó mucho encontrar un lugar dónde publicarlo. “Las editoriales retrocedían aterradas por la historia de doce suicidas jóvenes”, recuerda.
Publicado en 2005, “Los suicidas del fin del mundo” no es solo un clásico en tu bibliografía, sino que es un libro absolutamente pertinente para nuestra época: demuestra lo incómodo que aún resulta hablar sobre la muerte.
Es curioso que hablemos tan poco de la muerte. Sobre todo cuando hace 18 meses que está allá afuera. Hemos transformado el espacio público en un lugar peligroso, al otro es un riesgo. Por otro lado, la muerte sigue fuera de campo. Es una amenaza, pero no hablamos de ella. Nos da pavor. Muchas de las cosas que estamos viendo ahora con la pandemia tienen que ver con el riesgo de morir, y de eso muy poco se habla. Si hablamos de “Los suicidas del Fin del mundo”, pienso que cuando uno lee algo, la vigencia no es un valor literario. Uno no lee “El proceso” de Kafka porque siga vigente, sino porque nos golpea, porque nos resuena, porque nos emociona, porque disfrutamos su prosa. “Los suicidas del fin del mundo” habla de un tema presente todo el tiempo: la ausencia de la sensación de porvenir, algo que está en riesgo para mucha gente. Esta idea de futuro, aunque sea una ilusión, es lo que le da un sentido a la vida. No soportamos la idea de que el futuro vaya a ser como este presente, es demasiado doloroso, demasiado insoportable, demasiado incierto. Este libro trae un poco esa falta de sentido, cómo lidiar con esa sensación. Todas las personas que aparecen en el libro hablan de lo chiquito y opresivo que es ese pueblo, lo poco que les ofrece. Todos quieren salir de allí para “ser alguien”, como si estando allí fueran “nadie”. Allí creo que hay una conexión con los tiempos que vivimos, tan asfixiantes.
Tras un suicidio, los sobrevivientes nos quedamos exigiendo una explicación. ¿Qué sucede para una periodista que, buscando una respuesta para estas muertes, encuentra muchas y ninguna a la vez?
En 2005, cuando salió el libro, me sorprendió mucho que los colegas, como primera pregunta, les interesara saber por qué se suicidaron. Esa era una pregunta que yo nunca me había hecho a la hora de plantear el libro. Yo tenía muy clara la idea de que uno nunca sabe por qué decides acabar con tu vida. Es un cúmulo de cosas. Nunca fui a tratar de entender por qué, linealmente, si había una situación personal específica. No me perturbaba eso a la hora de avanzar en la investigación, sabía que la respuesta era todo lo que se narra en el libro: la sociedad disgregada, la falta de escucha, el silencio, la hostilidad, todo ello sumaba a un estado de fragilidad psíquica. Nunca hay que encontrar respuestas lineales a la pregunta del por qué, que de todas las preguntas que se hace el periodismo, es la más compleja. Por eso, el género de la crónica, el perfil o la no ficción más literaria, nos permite el espacio y el tiempo para tratar de entender estas situaciones complejas.
Como en una película de terror, la gente que entrevistabas hablaba de una secta, de una lista de próximos suicidas. ¿Por qué necesitamos contar con soluciones únicas para resolver ese desconcierto?
Quizás sea una respuesta más psicoanalítica. Pero yo creo que un periodista es alguien que debe entender cómo funciona la cabeza de la gente. El suicidio produce en los que quedan muchísima culpa. Siempre están las preguntas ¿Qué pude haber hecho? ¿Qué no escuché?, ¿Qué hubiera pasado si no lo hubiera dejado salir? etc. Es muy duro soportar esa culpa. Entonces muchos tratan de encontrar una explicación externa, como la existencia de una sectas, o de una lista secreta. Uno como periodista tiene que seguir esas pistas, por supuesto, pero pronto te das cuenta de que no había nada de eso, salvo la necesidad de aliviar a través de la fantasía la carga de responsabilidad. El suicidio es algo tan poco natural que nos resulta insoportable.
“Yo quiero ser mecánica de autos y si no me da el cerebro, voy a ser escritora”, te dice la pequeña Paola. O “acá nadie sabe cómo volver a casa”, te cuenta Martina en tu libro. Por lo complejo de las respuestas, pareciera que todos tienen una respuesta sabia para explicar lo que pasa, pero no se dan cuenta de ello.
Cuando uno conversa con la gente, hay que tener una escucha muy atenta, muy limpia, estar muy atento tanto a lo que te dicen como a lo que no te dicen. Y esas frases de alguien que te dice algo “sin saber que sabe” me parecen un acontecimiento. Son muy reveladoras. Hay algo en el libro que se trabaja todo el tiempo: la falta de escucha dentro de esas familias. Los padres y abuelos de las personas que se habían suicidado venían de familias muy fragmentadas, resolvían conflictos muy severos de forma muy rudimentaria, sin explicación. Y allí estaba yo, escuchando todo. ¿De qué manera podías trabajar un libro sin juzgar esas situaciones? Había que trabajar con lo que no se dice, en ese clima enrarecido. Hay que tener la paciencia suficiente para permanecer allí y esperar a que aparezcan esas frases llenas de sentido. Hablar más de una vez con la gente. Tener la paciencia, la insistencia, la persistencia de ir dos, tres, cuatro veces a sus casas. Esas frases aparecen en contextos que no tienen que ver incluso con una entrevista. Aparecen cuando vas caminando por la calle, cuando alguien comenta algo tomando un café, mirando una vidriera. Son las “rebarbas” de las entrevistas. Lo que el periodismo más tradicional quita. A mí me parecen revelaciones.
Las Heras tiene la lógica perversa de las ciudades que crecen alrededor de un recurso extraíble. Tú desarrollas ese concepto: la urbanopatía. ¿Crees que hay ciudades realmente inviables?
Pasa no solo con la industria del petróleo, sino también con otras industrias extractivas como la minería. Pero también en otras ciudades de apariencia más inocente: en Europa se forman conglomerados de casitas a las afueras de las ciudades donde las personas van a dormir. A mí, como fenómeno urbano, eso me parece alarmante. No sentir la menor conexión con el lugar que habitas. Es un poco lo que pasa en estos lugares: se convierten en espacios puramente físicos, sin ningún arraigo emocional. No perteneces a ese lugar y esperas irte cuanto antes. Estás todo el tiempo como en tránsito. Y estar en tránsito es la peor situación posible, te obliga a estar en un eterno presente sin una perspectiva de futuro.
Además de suicidio y culpa, también el libro habla de la necesidad del duelo, algo que tanto urge hoy. ¿Deberíamos contar con un ritual social para despedirlos?
No sé cuál sería el ritual, pero si me alarma la situación de no poder despedir a la persona que fallece. Mucha gente ha despedido al familiar en un pasillo de hospital para luego recibir una urna con cenizas. En la Argentina tenemos una larga tradición con la memoria y la necesidad de ver el cuerpo del fallecido para poder hacer el duelo. Asumes de forma consciente la muerte del otro ante la evidencia de su cuerpo. Cuando no hay eso, tenemos el largo trauma social que, por ejemplo, significó la dictadura: además de la muerte y desaparición de 30 mil personas, ningún familiar pudo tener el registro de sus muertes. Mucha gente, al día de hoy, aún dice que lo espera, como si una parte de ellos no hubiera procesado sus muertes. Con esta situación del virus, lo que ha pasado es un gran trauma a nivel mundial: mucha gente no ha podido tener el registro de la muerte de sus seres queridos. No hay manera que puedas lidiar con eso. No poder velar a nuestros muertos es algo que hemos aceptado de una manera muy mansa. No sé cuál habría sido otra manera, pero en nombre del sanitarismo hay cosas que no se pueden hacer.
¿“Los suicidas del fin del mundo, tuvo algún efecto social?
Si me preguntas si algún gobernante después de haber leído el libro tomó al toro por las astas o si algún profesional de la salud mental se interesó, te diré que nada, cero.
¿Qué sucede hoy en Las Heras?
Sé que nadie se ha ocupado del tema, y ha empeorado bastante la cosa. Unos años después que se publicara el libro, llegó a Las Heras el juego por apuestas clandestinas. Luego se abrió un casino. Podríamos decir que ya tienen el combo completo: prostitución, casino y alcohol.
VEA EL VIDEO
LE PUEDE INTERESAR
- Miguel Aguirre resuelve en pintura lo que la política no puede: Descubra su secreto
- Química televisiva, por Enrique Planas
- “Khipus. Nuestra historia en nudos”: la muestra del MALI que impresionó a Google (y que puedes ver desde casa)
- Fernando Iwasaki revaloriza al héroe peruano en nuevo libro: muerto joven, ignorado por Lima y muy humano
- Galería del C.C. Británico reabre y presenta la edición 30 de su concurso de acuarela Paisaje Peruano
- El Nobel largamente merecido
- Con “2084″, el teatro Británico vuelve a abrir su sala para funciones presenciales
- “Condorito”, de Chile para el mundo: la historia de su creador, Pepo, a 21 años de su muerte
- Conversación en La Catedral: Medio siglo de una pregunta álgida