De su infancia le llegan los aromas de una cocina materna sin asco por lo salvaje: liebres, nutrias y diversas carnes de caza capturadas por ella misma junto a su familia en los campos de Junín, en Argentina, escopeta en mano. El apelativo de ‘cazadora de historias’ con el que ya se la ha llamado antes pareciera de una antojadiza coincidencia biográfica. Cazar palabras, metáforas, historias, pero también patos y perdices. En el bar del Hotel Bolívar, donde se hospeda, recuerda la surtida biblioteca familiar, con sus generosos estantes habitados por Edgar Allan Poe, y toda la poesía del Siglo de Oro español, y el ‘boom’ latinoamericano, y Horacio Quiroga. Temprana devoradora de libros, Leila sucumbió desde pequeña a la ciencia ficción, a Bradbury, Ballard, y Asimov. Los corsarios, Stevenson y Salgari eran el aburrimiento. En Lima, donde estuvo una semana para dictar una serie de talleres, Leila Guerriero no solo dio cátedra de estrategias y técnicas narrativas, sino también de ese otro talento a veces esquivo: la humildad.
—Estás a punto de cumplir 50 años y una de las preguntas recurrentes que te siguen formulando es sobre tu incursión en la ficción.
Y es absurdo. Es un pensamiento apolillado, pensar que la ficción es lo que te legitima como autor. No creo en la superstición de la edad. Yo me sentía más vieja cuando tenía 19 años. A esa edad uno no sabe para dónde quiere ir, no tiene un rumbo fijo y tienes toda la angustia de la adolescencia. Me da risa la gente que dice: “Voy a cumplir 60 y estoy evaluando…”. ¿Pero qué hacen? ¿Se sientan ante una plantilla de Excel y empiezan a poner qué hicieron y qué no?
—De tu inquietante crónica del argentino René Lavand, el mago manco, recuerdo particularmente esta frase: “El olvido es la mejor condición del ser humano”.
Sí, lo dice él. Yo, al contrario, cultivo mucho la memoria y me interesa en todo sentido, desde el oficio: saber de dónde venimos los periodistas, haber leído nuestra tradición, preservar la memoria familiar. A ver, para unas cosas sí es estupendo, cuando tienes que superar un trauma. La memoria funciona entonces como una máquina de olvido, y eso está muy bien, te pone paños, como un bálsamo.
—Y sin embargo es también una de nuestras mayores culpas como sociedad.
Por supuesto. Acá en el Perú también, toda la época de Sendero, el fujimorismo. En la Argentina la dictadura militar y más atrás. Las sociedades nuestras y las europeas también se especializan en hacer máquinas de olvido, lo cual es horroroso, pero el discurso político es muy bueno: “¿Para qué revolver en el pasado?”. ¡Hay que revolver en el pasado todo lo que haga falta para no volver a cometer lo mismo, para encontrar el rumbo!
— En tu historia “El rastro en los huesos”, sobre el Equipo Argentino de Antropología Forense, retratas el horror de las fosas comunes.
Las huellas de la dictadura.
— ¿Tienes un límite a la hora de retratar el horror?
No, pero hay que extremar las medidas para ser elegante y no tétrico ni morboso. Uno tiene que mirar todo y después encontrar la manera de contarlo con buen gusto, no revictimizando la situación, no transformándolo en un show macabro. Las veces que he tenido que lidiar con temas duros, muertes, suicidas, asesinos, envenenadores, he tratado de concentrar toda mi capacidad en escuchar y desentrañar cómo funciona la cabeza del otro, pero no me aterro fácil ante la naturaleza humana, porque sé que la naturaleza humana es una cosa muy enroscada y oscura.
—Y monstruosa
Sí, más y menos, por supuesto. Ni vos ni yo somos tan monstruosas como puede ser un torturador, aunque todos tenemos partes viles. Pero no me quedo pegada con lo que veo como para que se transforme en algo personal. Obviamente, uno tiene que ser sensible para contar la realidad, porque si eres un témpano, si nada te conmueve, no puedes contarla. Pero una cosa es que algo te conmueva y te conmocione para querer escribirlo y otra cosa es que te conmueva y te conmocione para arruinarte la vida.
—¿Cómo conciliar el sueño luego de escudriñar en el horror?
Por suerte mi pareja no es periodista y eso es muy saludable, porque llegas a casa y hablas de otras cosas, y creo que eso tiene que ver, pero se trata también de hacer un corte entre lo que la historia necesita de mí y el impacto personal que esa historia me produce. Yo soy más de pensar en la historia en términos de si estoy preguntando bien, si estoy mirando bien, si no me estoy perdiendo de nada. Bueno, a veces sí te quedas enganchado con algo, pero el periodista es alguien bien escindido, en el sentido de que si vas a contar una historia que tiene ingredientes tremendos, dolorosos o tristes, cuantos más datos obtengas para contar esa historia en realidad sientes que estás haciendo las cosas bien. Aunque para el otro sea doloroso, estás obteniendo buen material y piensas: “Bueno, estoy haciendo preguntas dolorosas y estoy recibiendo respuestas doloridas pero en el fondo el entrevistado y el entrevistador saben que eso es para poder contar mejor la historia”.
—Mencionabas hace un rato la elegancia y recordé aquello que a veces se dice de ti: que eres una cronista de prosa elegante.
De pronto se debe a esto que te digo, a tener una mirada que trate de tener intensidad pero distancia también, una prosa austera, digamos, que no está subrayando la tragedia, que se preocupa más en mostrar y en describir que en declamar. Creo que desde lo formal me preocupo también escogiendo las palabras. Me gusta buscar nuevos recursos narrativos, que vienen de la ficción, de la no ficción, de la poesía, de muchos lugares, del cine, entonces a lo mejor es eso, y cierta parquedad, cierta austeridad, cierta cosa más sofisticada: uno siempre busca llevar el texto un poco más allá, a una instancia superior.
—Ahora, más allá de la escritura en sí, has dicho que el periodista entre sus virtudes debería tener la de la humildad.
Creo que la humildad del periodista también tiene que ver con la educación que te dan en casa, de cierto respeto al otro, de tener en cuenta al otro, y esa idea de estar muy despierto a lo que pasa a tu alrededor, no estar solo pensando en ti, y eso es algo que viene desde la casa.
—¿Cuál dirías que fue la gran enseñanza que te dieron tus padres?
Esa puede ser una, pero creo que cuando te sientes con una educación sólida en casa, muchas cosas son importantes. Me estimularon mucho a nivel intelectual, de una manera inteligentísima, estaban atentos al deseo mío y de mis hermanos, me estimularon la capacidad lúdica, de jugar, de imaginar, de inventar. Fueron muy buenos a la hora de incentivar, qué sé yo, la escultura, la lectura, de escuchar o leer lo que yo escribía y que eso tuviera una respuesta, que no les diera igual, de ejercitar un sentido de la responsabilidad sano, saludable.
—En relación con tu escritura hay una especie de elogio de la lentitud en el proceso de estos grandes reportajes que trabajas.
Me demoro mucho en entender qué es lo que quiero contar, en ver, en entrevistar a la gente, en terminar de ver el mapa completo de la historia. Pero mi vida no es lenta y yo tengo un ritmo casi vertiginoso.
—Muchas veces te han preguntado sobre tu “condición” de escritora mujer, que es algo que suena un poco a discapacidad, a orfandad, mientras que a los hombres no se les pregunta por su “condición de escritores varones”.
Sí, y es una pregunta que me llama mucho la atención. Me parece que es un problema que está en la cabeza del que pregunta, no del que responde. Yo digo que no leo ni a hombres ni a mujeres, leo a personas. Y cuando escribo no soy ni hombre ni mujer, soy persona. No creo en eso del universo narrativo femenino o masculino, ni que las mujeres estemos más capacitadas para ver cosas que los hombres no, ni que exista una cocina femenina o masculina. Claro, puedes definir un plato hecho por un chef varón como que tiene “delicadeza femenina” porque ancestralmente, culturalmente, la delicadeza la asociamos con la mujer, que me parece que es un constructo cultural nada más. De hecho, no suelo acceder a participar en mesas tituladas “la mujer y la literatura”. Creo que eso es algo que está más en la cabeza de las personas que preguntan y organizan mesas redondas que en las de las mujeres que escribimos. Hay prosas de mujeres que son fantásticamente masculinas vistas con ese parámetro tradicional, como Lorrie Moore, Lydia Davis. Pero también es real que durante mucho tiempo hubo menos escritoras, así como hubo menos profesoras, menos conductoras de autobuses, menos carpinteras, menos un montón de cosas. No sé, me parece que esas son preguntas de viejo, de otra época.
—En otra época, precisamente, Virginia Woolf escribía ese libro maravilloso llamado “Un cuarto propio”.
Divino, sí. Virginia Woolf mencionaba lo del cuarto propio en un sentido también simbólico. Había que ser feminista en esa época. ¡Eso era difícil! En esa época el cuarto propio también significaba apartar un tiempo para hacer algo que tuviera que ver con tu vida y no solo con la vida de tus hijos y tu marido, y la cocina. Tener un cuarto propio era tener una vida propia y eso es sumamente necesario. Yo lo necesito. Pero no juzgo mal a una mujer que decide tener una vida con un modelo más tradicional, que quiere dedicarse a la crianza de los chicos, aunque me parece un modelo peligroso. Como también me parece peligroso que un hombre quiera dedicarse a atender a los hijos y depender de la mujer. Todo modelo de dependencia es peligroso y frustrante, y no solo porque si te divorcias quién te va a mantener, sino porque hay un punto en el que esto se puede transformar en una vida muy enajenada, muy estar fundido en el proyecto de los otros, del hijo, del marido, de la mujer, y no volver nunca la mirada hacia uno mismo, y luego piensas: “¿Para qué era todo esto?”… Nunca tuve la vocación de tener hijos tampoco. No creo en el instinto materno ni en el reloj biológico ni en todas esas gansadas. Siempre hay chicas que te dicen: “Claro, tú puedes escribir porque no tienes hijos”. Y yo les digo: “¿Y tú para qué tuviste?”. Y se ríen un poco, pero no sé, no hay un patrón general. Yo conozco tipas y tipos que no serían los mismos sin sus hijos y pueden implementar su carrera con ellos y, sí, se hacen problemas porque los chicos tienen piojos y se enferman, pero no les representa un lío, mientras que hay otra gente que pone al hijo como el gran impedimento para todo. Y lo primero que pienso entonces es en esos pobres hijos. A mí no me hubiera gustado ser la causa de la frustración de mis padres. Imagínate al hijo escuchando a la madre decir eso y pensar: “¿Cómo, no era que me querías?”. Perdón, qué feo, qué feo sentir eso, qué feo no estar a salvo de esa sensación.
—¿Siempre te sentiste amada en casa?
Sí. Bueno, mis viejos me deben haber querido ahorcar más de una vez, pero nunca sentí que era una carga, un impedimento o un problema. Mi viejo me decía: “¡Siempre tan tozuda!”, cuando yo renegaba y golpeaba puertas, de adolescente, como todos. ¡Qué genial!, me encerraba en el cuarto y ponía la música, y después al otro día todos éramos amigos y hermanos y felices.
—¿Así es el amor?
Claro, igual éramos una familia amorosa, pero no pegoteada, muy independientes.
—En el campo, cazando.
Sí, tal cual.