Lo escribió Machado y lo cantó Serrat, un muy querido amigo suyo: se hace camino al andar. Sin embargo, en el caso de Mario Benedetti, también se hace camino al recordarlo y leerlo. Se hace presente, se hace carne y hueso, voz, palabra potente, poesía que se mueve sola por las habitaciones de la memoria, verdad y conciencia. Cada título de su obra podría referirse a él en este presente en el que quienes lo conocieron y aún lo quieren se engañan creyendo que ya no está: “Montevideanos” (1959), “La tregua” (1960), “Noción de patria” (1963), “Gracias por el fuego” (1965), “La muerte y otras sorpresas” (1968), “Con y sin nostalgia” (1977), “Viento del exilio" (1981), “El olvido está lleno de memoria” (1995), “Buzón de tiempo” (1999), “El porvenir de mi pasado” (2003). Entremezclando sus cuentos, sus novelas y su poesía, termina uno parado frente al monumento de su vida sin acercarse a mausoleos o cenizas.
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En el recuerdo de Rosalba Oxandabarat
“Era un hombre de muy buen talante, muy bondadoso, de perfil muy bajo, pero siempre conversaba un rato, sobre todo con la gente de la sección Cultural. Yo lo recuerdo afable, muy tranquilo, en aquellas reuniones de consejo editorial en las que a veces se armaba una gritería de padre y señor mío. Él no, siempre calmo, sin enojarse, buscando la comprensión entre todos”, nos dice Rosalba Oxandabarat, periodista uruguaya que vivió en el Perú entre 1975 y 1985, que trabajó con el autor cuando, en octubre de ese año, se unió al semanario Brecha, del que él era uno de los fundadores. Esta revista se hizo como continuidad de otra publicación que marcó época, Marcha, en la que Benedetti participó con gran entusiasmo. Era parte del consejo asesor, no estaba todos los días en la redacción, pero se reunía una vez a la semana con el equipo para compartir sugerencias, comentarios y temas de actualidad. Más tarde, tras la publicación de algunas notas muy críticas con la Revolución cubana –a la que el autor seguía apoyando entonces-, Benedetti se alejó en silencio y sin pelearse con nadie. Sin embargo, Oxandabarat recuerda una anécdota bastante simpática ocurrida el mismo año en que llegó. Por aquellos días, a don Mario se le ocurrió escribir un artículo sobre la poesía de Antonio Cisneros. “Él sabía que yo era muy amiga de él, pues lo había conocido en los años que viví en Lima. Así que me sugirió que hiciera un perfil sobre Cisneros, mientras él escribía otro texto analizando su poesía”, recuerda ella. Para que Benedetti pudiera hacer un trabajo más completo, Rosalba le prestó los dos últimos libros del poeta peruano. Ambas notas quedaron muy bien. Unos días después, fue a casa de Benedetti a recoger aquellos libros. “Yo le dije: te los presto, pero con ida y vuelta. En Montevideo era imposible encontrar esos poemarios y para mí eran sagrados”, cuenta hoy con una sonrisa. Fue a su casa acompañada de su hija Soledad, que entonces tenía solo 8 años. “¿Es cierto que vas a ver a un escritor famoso?”, le preguntó antes de llegar. “Yo no sé qué esperaba ver, pero cuando Mario abrió la puerta lo quedó mirando impresionada, muda. Pensaría “¿Este es el escritor famoso?”. Y, de repente, descubrió en el living una máquina eléctrica, que en aquella época eran una maravilla, estaba preciosa. Entonces, Soledad salió como al pelotazo, se sentó en la máquina y le gritó: “¡Si vos sos escritor, entonces sentate en la máquina y escribí!””
Según cuenta Rosalba, “el pobre Mario se sentó y estuvo como una hora escribiéndole versitos y cantitos, según mi hija le iba pidiendo que componga con una letra o con otra”. La periodista solo atinaba a reírse y admirar la “paciencia franciscana” del poeta. Y cuando terminó, su niña, muy suelta de huesos, le dijo “¡Cómo no vas a ser escritor con una máquina como esta!”. Benedetti se partió de la risa. Y, desde entonces, cada vez que veía a Rosalba, le preguntaba, con una sonrisa “¿Cómo está el pequeño demonio que me hizo escribir un montón de sandeces?”. Lo que más la impresionó fue la paciencia de Benedetti, la tranquilidad para seguirle la corriente a la niña, hasta que fue ella quien se cansó. Una faceta entrañable para un hombre que ya tenía fama de bondadoso, sumamente discreto, que no hablaba jamás de cosas íntimas, pero que sí discutía ideas. A decir de Rosalba, era “como un uruguayo de otra época, pudoroso, muy afable, pero muy introvertido dentro de todo”, quien, después de cerrada su etapa en Brecha, siempre sonreía al encontrar a los amigos y se interesaba por saber que estuvieran bien. A pesar de su conocida gentileza, en un momento él y Eduardo Galeano, dos de los escritores vivos más famosos fuera de Uruguay, fueron duramente atacados por una generación de jóvenes que se negaba a comprometerse social o políticamente, tal como ambos lo hicieron. Consecuentes con su actuar usual, ni Benedetti ni Galeano respondieron a esos agravios.
Después de todo, y a pesar de que sentía que lo querían más fuera de su país que dentro de él, la gente solía pararlo en la calle para saludarlo, darle muestras de afecto o recordarle la importancia de su poesía. “Él tenía que ser consciente de lo que significaba su poesía para tanta gente”, afirma Rosalba. Sin embargo, si hubiera visto lo que sucedió tras su muerte, se hubiera sonrojado: tuvo el que fue, probablemente, el más grande funeral del Uruguay contemporáneo. Fue velado en el Palacio Legislativo y miles de personas de todas las clases sociales hicieron cola para rendirle honores, algo sorprendente para un poeta en tiempos como estos. “Yo nunca vi un entierro como el suyo”, recuerda Rosalba. Aunque trabajaron en Brecha desde 1985, ella y Mario Benedetti se conocieron realmente en el Perú, en los tiempos en que el autor vivía aquí exiliado, preocupado y a salto de mata, alrededor de 1975. De esos primeros días, ella recuerda su buen humor a pesar de todo, su sonrisa infranqueable. “Estaban en una esquina parados los tres reyes magos, un marinero y un militar progresista –nos planteó Benedetti un día-. Entonces, pasa una muchacha muy bonita y se escucha un fuerte silbido de admiración. La pregunta era “¿Quién fue?”. La respuesta es: el marinero, porque los reyes magos y los militares progresistas, no existen”.
En el recuerdo de Sengo Pérez
“Cuando me contestó el teléfono reconocí inmediatamente su voz finita”, recuerda hoy el periodista y fotógrafo uruguayo Sengo Pérez sobre la primera vez que habló con Benedetti. Entonces tenía 24 años y vivía en Punta del Este. Buscaba ser fotógrafo en serio y acababa de enterarse de que el equipo de la antigua revista Marcha, que fue cerrada por la dictadura de Juan María Bordaberry en 1974, lanzaría una nueva publicación con el nombre de Brecha. Era 1985. Entonces, lo único que sabía era que Benedetti había regresado del exilio y que, al lado de Eduardo Galeano, serían parte del Consejo Editorial. Lo único que se le ocurrió fue buscar el número en la guía telefónica y llamar directamente a la revista. “Benedetti habla”, escuchó decir del otro lado con absoluta normalidad de oficinista. Quizás la misma de Martín Santomé, el sencillo protagonista de “La tregua”, una de sus novelas más recordadas. Además del nombre, en segundos que parecieron infinitos, Sengo reconoció la voz que había oído en miles de cálidas tardes adolescentes, a fines de los 70, cuando conseguía casetes piratas en los que el poeta leía sus versos. En aquel entonces, el solo hecho de tenerlos podría haber bastado para irse preso: estaban prohibidos por la dictadura. “Andar con ellos era como ser parte de una resistencia”, cuenta Sengo. “Creo que me atreví a llamar empujado por ese recuerdo y por la audacia de la edad. Me presenté, me escuchó, le dije lo que quería, y solo me dijo: “Vaya y hable con Carlos Núñez, es el secretario de redacción” y me pasó la dirección: “Av. Uruguay 844”, en Montevideo. “Gracias y por favor, no se muera nunca”, me despedí. Benedetti debe haber sonreído, supongo, porque las sonrisas no se escuchan”, recuerda con cariño Pérez. Apenas dos días después, tras haber armado una rústica carpeta con sus mejores fotografías, tomó un bus para recorrer los 134 kilómetros que separan Punta del Este de Montevideo, llegó a la calle Uruguay 844, se presentó ante Núñez, le dio sus datos personales, buenas tardes, hasta pronto, muchas gracias. Regresó entonces otros 134 kilómetros hasta su casa sin mayores esperanzas. “Todos querían estar en ese regreso histórico y yo no tenía “vara””, aclara. Pero solo unos pocos días después lo llamaron por teléfono y fue así como se convirtió en parte del equipo fundador de Brecha, para quienes escribe ocasionalmente hasta hoy. Después de aquel encuentro se cruzaron varias veces en la redacción, sin hablar, pues Benedetti, como saben todos los que lo conocieron de cerca, era de perfil bajo, callado. “Por esos primeros años me saqué una foto con él –cuenta Sengo-. No le hablé de la llamada que le hice y que me dio la oportunidad de andar por la vida apretando un botoncito que aprisiona momentos. De hecho, creo que lo más probable es que no lo recordara. Entonces, solo me puse al ladito casi en silencio”.
Mario Benedetti murió el 17 de mayo del 2009. Entonces, Sengo estaba ya en Lima, donde vive desde los años 90. Por entonces se celebraba aquí un coloquio por los 100 años de otro uruguayo ilustre, Juan Carlos Onetti, y dos compatriotas y amigos suyos habían llegado para ser parte del evento, Ana Inés Larre-Borges, crítica literaria, escritora, editora y traductora, también de Brecha, y Pablo Rocca, profesor de letras, ensayista y crítico literario, que conocían también al autor de La borra del café. Aquel domingo, al final de la tarde, Pablo y Sengo estaban en el Juanito de Barranco. Sengo fumaba un cigarrillo en la puerta y, quien esto escribe, se lo encontró casualmente y terminó dándole la noticia que acababa de conocer el mundo a través de un parco cable. Todos sabían que Benedetti estaba mal, pero creían que resistiría y se repondría pronto, a pesar de sus 88 años. Después de recordarlo entre piscos, Sengo se encontró con Ana Inés, que compraba chompas en una tienda de su hotel, y le contó la noticia. Ella no lo sabía aún y quedó pasmada. “Salí de acá -recuerda Pérez que le dijo-, vamos afuera”. Ya algo lejos de la tienda, le contó: “Lo que pasa es que la señora que atiende aquí acaba de darme una carta, dice que es pariente de Benedetti, a quién no conoce”. “¿Y qué pasó?”, le pregunto Sengo. Su amiga le respondió: "Es que yo me ofrecí a llevar la carta y, cuando me la dio, me dijo: “Ojalá le llegue, porque cada vez que le escribo una carta a alguien, el destinatario se muere”.
“Siempre que vuelvo a Montevideo, paso por Brecha para saludar a los amigos –cuenta Pérez-. Me alegra ver que el rincón donde me tomé la fotografía con Benedetti sigue igual”.
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