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En “Mad Max: Furia en el camino” –nuevo capítulo de la saga iniciada en 1979 por su mismo director, George Miller–, el antihéroe que interpreta Tom Hardy se cruza en el camino de Furiosa (Chalize Theron), guerrera de élite que busca el lugar de su infancia, y decide rebelarse frente a un tirano que controla el poco acceso al agua en una Tierra totalmente árida después de un brutal cataclismo.
Un logro del filme es haber evitado cualquier tipo de complacencia que traicione la dureza de esta distopía, donde la tierra infértil es también metáfora de un vacío de vínculos humanos, vacío donde no hay posibilidad para el amor. En este escenario posapocalíptico, la pareja protagónica ha abandonado cualquier tipo de romanticismo tradicional: la gesta épica de Theron y Hardy solo deja ver el surgimiento de una tímida confianza, proceso “milagroso” en medio de una guerra de todos contra todos.
A este diagnóstico social hay que añadir otros aspectos: un régimen en el que las mujeres, además de ser divinizadas, también son esclavizadas, en una especie de retorno a un mundo de resonancias tan míticas como terroríficas: ahí está ese grupo de obesas matronas exclusivamente dedicadas a extraer leche de sus senos, alimento muy preciado por la población; o el selecto puñado de muchachas dedicadas a la procreación de una raza más bella para el dictador.
Pero lo más atractivo de “Mad Max: Furia en el camino” quizá tenga que ver con su aspecto “plástico”. El mismo George Miller ha declarado que, más que un guion hecho de palabras, trabajó obsesivamente sobre una historieta gráfica que contaba visualmente la historia. El resultado: un operático frenesí de abrasivas imágenes que gravitan sobre los movimientos y las coreografías de los personajes. Y esas secuencias son carnavalescas y violentas, barrocas y perversas, y, sobre todo, proezas cinéticas que nos enfrentan a lo imposible, a un control óptico del espacio que habla de las posibilidades estéticas propias del cine de acción en la era digital, y cuya sofisticación no recordábamos desde los días de un filme como “Imparable”, de Tony Scott.
Si bien hay algunos momentos de sobriedad y reposo en el que se lucen algunos intercambios verbales que van perfilando el dolor de Furiosa –verdadera protagonista de la historia–, queda claro que las virtudes de este filme se decantan hacia la acción épica, más que hacia el drama. Paisajes lunares, tormentas de arena, tierras de sal y horizontes abismales configuran la dimensión “cósmica” de una película hecha, también, con el vértigo del movimiento de extrañas máquinas motorizadas –diseñadas por Shira Hockman y Jacinta Leong con un cuidado artístico que las emparenta con el trabajo de David Snyder en “Blade Runner”, o el de H. R. Giger en “Alien”–.
Si la primera “Mad Max”, de 1979, se presentaba como una película sobre la pérdida de la inocencia, sobre la ausencia de la ley y la asunción de la crueldad inherente al “estado de naturaleza” hobbesiano que aparece en un mundo posapocalíptico, en esta “Mad Max: Furia en el camino” la inocencia no es más que un recuerdo lejano. Solo queda resistir y probar alguna confianza momentánea. Y en medio, la fiebre de un espectáculo que es también la celebración del hombre como monstruo grotesco y cuerpo de potencias impensadas.