Es difícil precisar cuándo comienza una historia, pero como todos los relatos deben empezar por alguna parte, este podría hacerlo con un joven llegando a Nueva York una noche de principios de diciembre. Es sábado. En la ciudad se vive ya el espíritu de las fiestas, vitrinas iluminadas, muñecos de jengibre, árboles eléctricos. Nadie sabe que el joven está en la ciudad. Él saldrá de su cuarto de hotel solo para emborracharse, para encontrarse con viejos conocidos y personajes marginales, y deambular por las calles cubiertas de nieve. Cuando pase por el Central Park, se preguntará una vez más adónde irán a parar los patos que suelen chapotear en el lago sur cuando este se congela invierno tras invierno. Luego de un par de días en ese plan, entre la depresión y el frenesí, logrará llegar a la casa de la única persona que realmente le interesa, con la que lo une y unirá para siempre un lazo poderosísimo: su hermana pequeña, Phoebe.
El relato también podría empezar treinta y pico años después, con otro joven llegando a Nueva York a principios de diciembre. Este otro joven ya no lo es tanto, tiene 25 años, pero igualmente es sábado. El resto de elementos –el ambiente prenavideño, la soledad, la niebla de la intoxicación, los encuentros sombríos, los paseos sin rumbo, la nieve que lo cubre todo, el Central Park y la cuestión de los patos, la desesperación– también se repite. Se copia. El lunes llega a la casa de la única persona que realmente le interesa, con la que lo une y unirá para siempre un lazo poderosísimo: John Lennon. El joven le pide un autógrafo y cuando Lennon se da la vuelta para ingresar al vestíbulo del edificio Dakota, en la esquina de la calle 72 y Central Park West, le dispara por la espalda con una 38 Special. Acierta cuatro de cinco tiros con balas de punta hueca.
Luego de ello, el joven no tan joven devenido en criminal camina unos pasos y se sienta en la vereda a esperar que vayan a detenerlo. Los policías lo encuentran leyendo un libro, una novela sobre un joven, un muchacho de 16 años que llega a Nueva York una noche de principios de diciembre y pasa un fin de semana de locos. El asesino se llama Mark Chapman. El protagonista de la novela, Holden Caulfield. Esta lleva por título “The Catcher in the Rye”, conocida en español como “El guardián entre el centeno”. Sin oponer resistencia, antes de que lo esposaran, Chapman le entregó el libro a sus captores. “Esta es mi declaración”, dijo. Tres horas después, en la estación policial, agregó: “Estoy seguro de que la mayor parte de mí es Holden Caulfield. El resto debe ser el diablo”.
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El pasado 8 de diciembre se cumplieron 36 años desde que Mark David Chapman decidiera acabar con la vida de John Lennon. En la foto, el beatle aparece con Yoko Ono.
Esa misma noche, con la muerte de Lennon, nació una de las leyendas más trajinadas de la cultura popular de las últimas décadas, aquella que adjudica a la novela de J.D. Salinger un aura maldita, un poder incluso capaz de inducir al crimen a quienes la leen.
MALDICIÓN ETERNA A QUIEN LEA ESTAS PÁGINAS
Toda leyenda urbana necesita, además de creyentes, puntales para su edificación como pieza del folclor contemporáneo. Y quizá más si lo que queremos suponer es que existe un libro de funciones siniestras. Pues bien, además del crimen de Chapman, existen documentados al menos otros dos casos en los que el atacante era un desequilibrado con una extraña obsesión por “El guardián entre el centeno”.
El 30 de marzo de 1981, John Hinckley Jr. –de 25 años, la misma edad de Chapman cuando eliminó al genio inglés– disparó en Washington DC contra el entonces presidente de Estados Unidos Ronald Reagan. La bala le entró a Reagan por la axila izquierda y se alojó a menos de tres centímetros de su corazón, pero sobrevivió. Además de la supuesta ofuscación provocada por el libro de Salinger, Hinckley Jr. contó que había intentado matar al mandatario para llamar la atención de la actriz Jodie Foster. Lo internaron en un psiquiátrico.
Ocho años después, el 18 de julio de 1989, un chico de 19 años llamado Robert John Bardo, también trastornado por la novela y por una actriz (llamada Rebecca Schaeffer), acudió al departamento de esta en Los Ángeles. La acosaba y estaba enfurecido porque había aparecido desnuda y teniendo relaciones en una película. Hablaron un momento, y ella, ya harta de la visita, lo despidió. Bardo se fue a desayunar y regresó una hora después. Cuando Schaeffer le abrió por segunda vez la puerta, el tipo le disparó en el pecho. Huyó. Lo capturaron al día siguiente, ya en Tucson. Se arrojó de un auto en marcha. Llevaba consigo un libro con un muchacho de gorra roja en la portada.
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Robert John Bardo asesinó a la actriz Rebecca Schaeffer en 1989. Se suicidó llevando consigo el libro de Salinger.
Llama la atención que estos sucesos hayan ocurrido en los ochenta, después del crimen de Mark Chapman y su impacto mediático, cuando la novela llevaba décadas en circulación: había sido publicada primero por entregas y finalmente como libro en 1951. Sin embargo, hay quienes aseguran que la historia del inconforme y desenfrenado Holden Caulfield ya había inducido, aunque sea parcialmente, al menos otros dos magnicidios: el de Robert F. Kennedy en junio de 1968, de un balazo que salió del calibre 22 de Sirhan Bishara Sirhan (de 24 años); e, incluso, el aun más célebre –y desde siempre confuso y misterioso– asesinato de John F. Kennedy, por mano –supuestamente– de Lee Harvey Oswald el 22 de noviembre de 1963. Este, como todos los demás, era joven: tenía 24 años.
Dicen los creyentes del mito que lo sucedido con estos y acaso otros crímenes antes del de John Lennon es que, al no haberse hecho hasta entonces público y notorio el “verdadero” rol del libro, el dato fue desdeñado, tratado de circunstancial. Los escépticos, por su parte, buscan pruebas de 1990 en adelante, se preguntan por qué todos los ataques han ocurrido en Estados Unidos, y finalmente, si “El guardián entre el centeno” ha vendido en 65 años más de sesenta millones de copias (y aun hoy, solo en Norteamérica, se venden unos 250 mil ejemplares anuales), media docena de locos y muertes vinculadas con él deberían preocuparnos mucho menos que los efectos perniciosos que podría tener en la especie humana la narrativa de Paulo Coelho.
EL ESCRITOR OCULTO
¿Es posible insuflar vida y teledirigir un monstruo –real o alegórico– con palabras cifradas, como sucedería con el Golem, ese autómata hecho de barro de la mitología hebrea? ¿Alguna vez se le pasó por la cabeza al judío Jerome David Salinger? ¿Es posible que todo fuera parte de un plan perverso, que existiera un cable secreto entre el autor, su primer libro publicado, los crímenes, y de vuelta al libro, pero para vender más ejemplares?
Por su lenguaje salpicado de jerga y groserías, y su temática nihilista, rebelde, desencantada de la “falsedad” de los ganadores de la guerra, y sus alusiones al alcohol y la prostitución con los que se vincula un menor de edad, “El guardián entre el centeno” fue prohibido en muchos estados de la Unión, transformándose automáticamente en objeto de culto y de deseo para miles de muchachos, que lo convirtieron en un ‘best’ y luego en un ‘longseller’. Pero si bien es cierto que el libro se vendió con éxito desde su aparición, el asesinato del carismático beatle en Nueva York, cuando solo tenía 40 años y muchísima vida por delante, disparó las ventas a niveles insospechados. Un hecho terrible terminó siendo también una inmensa suerte para el escritor, quiéralo o no.
Algunos aspectos de la biografía de Salinger se reflejaron en la construcción del personaje de Caulfield, que por coincidencia o imitación llegaron a Chapman, y que podrían rastrearse, incluso, en Lennon: para empezar, ninguno de los cuatro fueron muchachos “normales”. Fueron, sí, burlones, inconformistas, irreverentes, refractarios a las normas sociales que redactaban los adultos. Los cuatro fueron expulsados al menos una vez del colegio. Eran cultos, iconoclastas, creativos y –este detalle es interesante– estuvieron preocupados por la formación y el cuidado de sus menores. Mark Chapman tuvo por años un rol activo en la YMCA, la organización juvenil cristiana, como mentor y guía. Fue ahí que entró en contacto con la novela. Fue entonces cuando nació su obsesión por ese chico de ficción que se cubría la cabeza con una gorra roja de cazador y que lo único que realmente quería hacer, a lo que quería dedicarse era a estar parado al filo del abismo que rodeaba un campo de centeno, oculto, cuidando que los niños que jugaban entre la frondosidad de los altos tallos no terminaran desbarrancados.
(Aquí una digresión: la primera traducción del libro es de 1961 y se llamó entonces “El cazador oculto”. En una segunda y definitiva versión–Salinger no permitió más– se cambió el título por el actual, que refleja pobre mente la idea original. En inglés, el ‘catcher’ –el “cogedor”, “cachador”– es quien, en el campo de béisbol, se encarga de chapar las pelotas del bateador. Un título más certero, ya castellanizada la palabra, hubiera sido “El cátcher en el centeno”, o “El cogedor en el centeno”, pero ambas, claro, suenan, por decir lo menos, mal).
Salinger fue un escritor que, cuando inédito, estuvo obstinado en publicar en las revistas más prestigiosas, editar libros que fueran muy leídos, volverse popular. Lo logró con la aparición de esta novela, a los 32 años. Entregó tres libros más (entre ellos el extraordinario “Nueve cuentos”) y a fines de los sesenta, harto de la exposición y de la vida en sociedad, se recluyó en un rancho de Cornish, New Hampshire, de donde casi nunca más salió, y montó una nueva leyenda con su misantropía, sus delirios místicos y su afición por las muchachas jóvenes. Tenía 61 años cuando el crimen de Lennon y nadie sabe el impacto que le produjo. Había ansiado la fama, la logró con un golpe perfecto y, sin embargo, terminó recluido. Lo mismo puede decirse de Mark Chapman.
MENTES CRIMINALES
En pocas palabras, como el resto de asesinos supuestamente influidos por la novela, Mark Chapman era un pobre diablo, también una especie de víctima. Hijo de un militar abusivo, alucinaba desde pequeño. En la adolescencia tuvo problemas en el colegio, fue víctima de ‘bullying’, sufría con su sobrepeso, vivía temporadas en la calle. Bebía y se empachaba de marihuana, coca, LSD, heroína, mescalina, barbitúricos. Se hizo cristiano renacido, entró a la YMCA, viajó mucho, intentó matarse debido a la depresión. Tuvo una serie de empleos malos. Se casó y se fue a vivir a Hawái, pero su vida no daba para más, y un día, un sábado de diciembre de 1980, voló a Nueva York y…
Ahora bien, sobre cómo un tipo borroso terminó cometiendo uno de los homicidios más célebres de las últimas décadas y la manera en que supuestamente intervino la lectura de un libro, la hipótesis más recurrida se acerca a una vieja fantasía de la ciencia ficción, una de las favoritas de los hinchas de la teorías conspirativas.
En los setenta Chapman deambuló por diferentes partes de Europa y Asia. Se cuenta que en Beirut fue reclutado por la CIA para integrar un programa secreto llamado MK Ultra (Mind Kontrol Ultra), cuyo objetivo era programar a ciertos individuos, mediante hipnosis y torazina, para que realizaran operaciones clandestinas, trabajo sucio. Una vez seleccionados los objetivos –como Lennon, un incordio antibelicista y contracultural–, MK Ultra activaba a alguno de sus esbirros mediante la lectura de ciertos fragmentos escogidos del libro y aquel se ponía de inmediato en funcionamiento, como un autómata asesino. En realidad, más que una teoría conspiranoica, ello más parece una parodia, una idea surgida del “Superagente 86”.
Tras pasar 35 años en un manicomio, John Hinckley Jr. fue puesto en libertad vigilada hace cuatro meses. Robert John Bardo, que un día del 2007 fue apuñalado 11 veces mientras desayunaba, cumple cadena perpetua. Sirhan Bishara Sirhan está preso y cada vez más aislado, desde 1968. Lee Harvey Oswald fue victimado dos día después del crimen de JFK. MarkChapman ha pedido la libertad condicional seis veces, gracia que le ha sido negada. J.D. Salinger murió en enero del 2010, a los 91 años, en la más silenciosa y truculenta soledad. El único que sigue joven y saludable es Holden Caulfield, y es bueno que así sea.
Porque quizá nada de lo dicho sea relevante. Quizá solo nos debería importar la novela, esa historia fascinante y conmovedora de un chico desbordado y sensible que se pasea un fin de semana por las calles nevadas de Nueva York, preguntándose a dónde van los patos cuando el lago del Central Park se congela y soñando con una vida simple, sincera, en la que pueda dedicarse a cuidar que los niños no caigan al vacío.