El Perú es Miraflores, Miraflores es la calle San Martín, la calle San Martín es el Sargento Pimienta y el Sargento Pimienta soy yo. Estaba perfectamente habilitado para hacerle un ‘cover’ a Abraham Valdelomar y su Palais Concert, pero Eduardo Chaparro (Tarapoto, 1954) prefería destapar una cerveza y esperar a los amigos en el pequeño pub que había abierto casi subrepticiamente en 1975 para bombear los ruidos más salvajes en el corazón de la urbe. Como The Cavern de Liverpool, esa minúscula cava sin ventiladores que generó a Los Beatles, el eslabón entre la sicodelia sesentera, la emergencia del underground y el destape del new wave –que terminaría encumbrando a Barranco como su zona cero— ocurrió en ese pequeño bar de dos pisos.
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Como si la retroalimentación sonora se enriqueciera mejor en espacios minúsculos y el talento se contagiara por asfixia, el Sargentito fue nuestra caverna. Nuestro Marquee Club, ese pub londinense donde tocaron por primera vez los Stones. Emblemático como el Cbgb de Nueva York, el Rockotitlán de México, el Einstein de Buenos Aires o el Whisky A Go-Go de Los Ángeles —que vomitaba un anfetamínico concentrado de Alice Cooper, The Doors, Frank Zappa y The Who, las bandas favoritas de Chaparro—, el Sargentito tenía capacidad para 60 personas, pero afuera había trescientas más pugnando por entrar. Hasta que se mudó a la enorme casona barranquina actual, epicentro de los muy ochenteros raros peinados nuevos.
Tu voz persiste
“Quería ser independiente, pero trabajaba en un banco y no me sentía nada identificado con lo que hacía. Además, mi adicción al rock me hizo repensar las cosas”, dijo alguna vez al ser consultado por su gestión empresarial. Que, in strictu, no era su verdadera vocación. Digamos que Chaparro era un empresario accidental: era un artista que fundaba locales para que los creadores desarrollen su arte. Para que germine el talento local. Y para que una pléyade de estrellas se desplomen desde el cielo en la noche interminable de Barranco. Una vez cayó Manu Chao. Otra vez Charly García. Fue el segundo aire que su proyecto necesitaba para despegar. Cosa que efectivamente ocurrió: al Sargento uno iba a cenar, a escuchar, a beber y a bailar.