Rodeado de una suculenta colección de vasijas prehispánicas, entre las que se cuentan diversos huacos eróticos, el psicoanalista Saúl Peña nos recibe en su consulta para, en tiempos de Lescano, poner en el diván a esa especie de infame deporte nacional: el acoso. Época en que parece que ya no se puede creer en nadie, Peña, aficionado a los tangos y boleros, ha dicho anteriormente que uno de los principales traumas de los peruanos es la insondable carencia de amor.
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En esta conversación, Peña ahonda en los límites del cortejo, el sometimiento como trauma nacional y el flagelo del abuso en la esfera creativa. Acoso, chantaje y escarceos reñidos con la ética, que traen a la memoria aquella frase de la fundamental Susan Sontag: “Siempre ha habido gente que sostiene que la verdad es a veces inoportuna, desfavorable: un lujo”.
¿Cuál es el límite entre el acoso y el cortejo?
Esa pregunta es fundamental porque determina la salud de una conducta y la patología de una actitud. Es difícil manifestarlo quizás con suficiente precisión, pero la misma persona sabe en cierta o gran medida cuál es su intencionalidad. Una cosa es enamorar, decir qué linda eres, qué criatura tan culta, tan fina, etcétera. El acoso es un impulso que quiere hacerse realidad no por la libertad de la otra persona. En el acoso hay una intención egoísta, patológica y de beneficio propio. Hay situaciones en que pudieran referirse como estímulo, personas que, caramba, tienen una actitud que puede ser confundida por el otro, pero eso de ninguna manera hace que se respete el acoso.
Hace no mucho un grupo de mujeres francesas, entre las que figuraban artistas e intelectuales, presentaron un controversial manifiesto donde defendían la “libertad de importunar”, en respuesta al movimiento Me Too. ¿Hasta qué punto se puede defender este ‘derecho’ a importunar?
Ya hemos dicho que en el acoso hay una intención narcisista, egoísta, de querer hacer lo que se desea sin respeto ni sensibilidad hacia la persona a la cual se está tratando de influir, pero también depende de lo que usted está diciendo, de este grupo de mujeres, de importunar. Puede que a muchas les agrade, mientras no se pasen los límites, pero puede que a otras sí les importune. No hay que imponer, forzar, obligar. La mujer debe responder en una forma libre.
A lo largo de su generosa vida, hasta llegar a tiempos de Lescano, ¿cómo ha sentido usted que ha ido mutando el tema del cortejo?
Si uno va a fondo, aunque haya cambios sociales, cambios de actitud, cada ser humano es responsable de sí mismo… No se puede obligar a la mujer a que tome la responsabilidad de algo en lo que el otro es el que asume una actitud de imposición, de exigencia, de fuerza y hasta de sometimiento. Freud dijo que todos somos potencialmente perversos polimorfos, es decir, que todos tenemos, potencialmente, un impulso que pudiera llegar a ser perverso. No sale de la nada.
¿Y la civilidad es saberlo domar, digamos?
¿Van a domar a millones de personas? No, no, no. Cada caso es único, y para hacerlo lo más justo posible hay que comprender, profundizar y tener un conocimiento real. Yo, por ejemplo, como psiquiatra y psicoanalista, tengo que ir a la personalidad de cada uno de ellos. Posiblemente haya factores que vienen desde la infancia, factores que se han ido acumulando a través de la vida, porque no es lo mismo alguien que nunca va a hacer una cosa impropia a otra que sí lo hace con una facilidad increíble, sin tomar en cuenta el respeto que merece la otra persona.
¿Estamos muy enfermos como sociedad?
Estamos y no estamos. La realidad es que, si usted hace un estudio, hay grupos de enfermos y hay grupos de perversos y de corruptos, hay grupos de ladrones, de asesinos, hay múltiples grupos. Pero de ahí a generalizar y a decir que la sociedad está así, no. Tiene elementos de esta naturaleza, pero hay gente también correcta, gente buena y noble, gente preventiva. ¿Cómo una persona que ha tenido una madre, una familia, hermanas, abuelas, tías, primas, va a asumir actitudes contrarias a ellas? Podría ser porque ha tenido experiencias negativas: una madre enferma que ha podido ser demasiado agresiva u hostil, demasiado dictatorial e impositiva. Muchos pacientes sienten que sus madres no los han querido.
Hace siete años dijo usted en una entrevista que el trauma de los peruanos estaba ligado a residuos de sometimiento.
Si toman lo que yo he dicho como una generalización, hay que tener cuidado, pero potencialmente sí acepto que incluso aquellas personas que quieren someter al otro tienen mucha debilidad y quieren lo contrario también: ser sometidos.
Ahora, pensando en el mundo de las artes, se me viene a la mente el caso de Woody Allen, que tiene esta acusación terrible de su hija, de haber abusado de ella cuando era niña. Y son muchos los que han dicho que ya no trabajarán con él o que no se deben ver sus trabajos. ¿Seguiría usted consumiendo sus películas, por ejemplo?
Por supuesto. Yo puedo seguir viendo a Woody Allen porque a mí no me va a influir, ni voy a favorecerlo ni me voy a identificar con él jamás. ¿Acaso por ser padre tengo derecho de hacer barbaridad y media con una niña de la edad que sea? Pero, como es el caso de Woody Allen, se pueden tener también potenciales creativos, en una serie de esferas de su arte, de su música, de su pintura, de su profesión y actitud en la vida.
¿Que no merecen ser tachados por su proceder, digamos?
No es que no merecen ser tachados, pero no son absolutamente impecables, digamos… Para ir al fondo de las cosas, se tiene que tener un conocimiento, se tiene que tener una actitud de comprensión. Pero no porque se comprenda se disminuye el error, el elemento nefasto, negativo, enfermo.
¿Incomprensible?
No tan incomprensible para un especialista. Incomprensible no resulta, pero podría parecer, sí, porque es tan nefasto, tan cobarde, pero eso es producto de factores que han influido, ahí ha habido experiencias en algún momento de la vida de esa persona [un acosador], que no lo exculpa… que quizá tuvo una mamá que le pegó todos los días y quiere hacer lo mismo con otras. Hay sentimientos vengativos potenciales.