Suena Björk. Como en un trance, los comensales ven a Salomé caminar lentamente sobre una mesa dispuesta hacia el costado derecho del escenario del Teatro Británico, como si fuera interminable. Le acercan bebidas, la admiran. Le temen. Es la encarnación de la luna –cuya luz se proyecta desde un costado, creando sombras y un paisaje onírico– que pronto se teñirá de sangre y cobrará vidas de inocentes. Su belleza, así como la imposibilidad de comprenderla y poseerla, es ineludible. Lo dice Herodes en la versión de “Salomé” escrita por Óscar Wilde –”La luna tiene un aspecto extraño esta noche. ¿No tiene un aspecto extraño? Es como una mujer loca, una mujer loca que está buscando amantes por todas partes”–, autor a quien le debemos la emancipación del personaje bíblico. La tragedia es inevitable, pero por lo menos ella tiene agencia y pide la muerte del profeta Yokanaán motivada por sus propios deseos y caprichos.
El director Jean Pierre Gamarra recoge esas ideas en su “Salomé”, actualmente en temporada. Su juego de luces es notable –los usa también como transiciones y para mantener atento al público–, mientras que Lorenzo Albani se luce con su propuesta escenográfica, que combinadas dan forma a un montaje poderoso visualmente. No esperaba nada menos del tándem que viene montando clásicos como “La vida es sueño”, “El avaro” y “El misántropo”, y que ha encontrado en una base de intérpretes la posibilidad de llevar con solvencia esas obras a escena. En esta ocasión, Amaranta Kun (Salomé) y Fernando Luque (Yokanaán) se llevan los aplausos.
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Pero Gamarra también propone adaptaciones, elementos y recursos que no terminan de cuajar. La presencia de la muñeca que se ve al inicio, por ejemplo, es lo suficientemente enigmática como para pensar que solo el mismo director entiende la referencia. Aunque también es posible que la distancia entre ella y la audiencia haga que ciertos detalles pasen desapercibidos. De igual forma, reemplazar a los soldados de Óscar Wilde por representantes de diversos credos se puede asumir como una crítica a las iglesias y sus abusos (ahí está el cura que saborea al joven sirio), pero esta se diluye. Las reinterpretaciones son necesarias, pero quitar los cuestionamientos de la boca de personajes sin poder le resta potencia a la historia. El cambio es forzado, evidente y parece estar orientado, más que a la trama, a la tribuna.
Es claro que Gamarra intenta que la obra dialogue con el contexto, que denuncie, pero lo logra a medias, sin contundencia. Tendría, en todo caso, que encontrar otros símbolos, menos patentes tal vez. O enfocarse solo en uno, quizás el más importante: cómo una chica subvierte el orden de un padrastro abusivo que mató a su propio hermano, tomó por esposa a su cuñada y desea a su hijastra.
Aun así, “Salomé”, que dura una hora y 33 minutos, deja una primera buena impresión. Tiene sentido: Gamarra domina la forma, pero le cuesta mucho el fondo. Saque usted su propia conclusión.
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