“Si la vida viene del agua y nos dicen que la evolución ocurrió gracias al cometa que cayó en la Tierra, cuando se juntan el agua y el fuego tenemos El Pez Iluminado”: quien habla es un hombre de tupida barba blanca y dicción andina, que vivió casi toda su vida en Lima. O, más exactamente, en Barranco. En la esquina de Bolognesi con el boulevard Sánchez Carrión, centro nuclear de una fiesta interminable que empezó el 20 junio 1991 cuando él y su entonces esposa terminaron por transformar el viejo almacén de muebles antiguos en uno de los bares más emblemáticos de Lima: La Noche.
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Han pasado exactamente 30 años y el barbado Manuel Luna extiende en video una cordial invitación para visitar El Pez Iluminado, esa enorme construcción de tres pisos que pacientemente edificó con madera blanca reciclada para que oficie como residencia artística y terminó siendo el último refugio del guerrero. “Es una casa al sur de Lima, en el km 92, cerca de la playa Chocalla. Quiero que vengan a ella porque está hecha con naturaleza viva para que disfruten del silencio, del entorno y de la sala de ensayos. Aquí pueden venir a trabajar, es muy económico, a mí me da para sobrevivir nada más. Pueden quedarse una semana, dos semanas o un mes hasta terminar de trabajar vuestra obra de teatro y cuando la tengan lista se la llevan armadita”.
Poeta de medianoche
Su proyecto, claro, era que crezca y funcione como el emblemático local barranquino que fundó con Charo Torres, epidemióloga española que, enviada por las Naciones Unidas, había llegado al Perú en 1982 para cumplir una misión en Loreto sin imaginar que terminaría enamorándose de Luna y abriendo las puertas de un tímido bar instalado en la sala. Y menos que se convertiría en taberna y paulatinamente fuese ganando espacios para que la poesía, el cine, el teatro, la fotografía y, sobre todas las cosas, la música termine por apoderarse de la inmensa casona republicana. Hasta que, inevitablemente, devino en el famoso Centro Cultural La Noche, el espacio con mayor movilidad artística del distrito.
Y cuando su presencia quedó perfectamente consolidada, Manuel Luna se lanzó a la conquista del centro de Lima: La Noche se instaló, desafiante, en el jirón Quilca, zona bohemia adyacente a la Plaza San Martín con el histórico bar Queirolo como su barco insignia. Allí estuvo tres años. Los suficientes para que el artista autodidacta, poeta, dramaturgo y actor de raza dejara su impronta entre los jóvenes que se acercaban para leer los versos de sus óperas primas. O para colgar en sus paredes los cuadros que contenían sus primeros trazos. Luna no sabía decir no. Hasta que la pandemia lo obligó a retirarse a sus cuarteles de invierno en Socalla.
Completaba, así, una trayectoria vital que empezó en Sicuani, donde era el niño declamador de la escuela Mateo Pumacahua. Ya en Lima, se enrolaría a algunos batallones de poesía antes de abrazar su verdadera pasión, el teatro. Se iniciaría en 1972 en el grupo de teatro de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, fundando y dirigiendo el grupo de teatro campesino Olancho de ese país antes de enrolarse al grupo francés Athanor. Reclutado por la directora argentina María Escudero, integrará el célebre colectivo Teatro Libre, un primer intento por romper con la lírica encorsetada. Era un teatro físico, orgánico y sensorial que tomaba sus formas de la naturaleza y abordaba los asuntos de la selva, con énfasis en el problema del caucho. Pero la etapa más fructífera de Luna será cuando se integre al colectivo Cuatrotablas.
Intensidad y altura
Todos coinciden en destacar el talento de Manuel Luna en la trilogía arguediana del 2012 — “Los ríos profundos”, “Las chicheras” y “Los Ernestos”—, tanto como en el montaje de “La Nave de la Memoria”. Es más, acogió a todo el elenco en Quilla, esa casa-teatro barranquina que encontró en ruinas y pacientemente transformó en el simpático anfiteatro ubicado al lado de la estación de bomberos. Desde allí, el 2014 Cuatrotablas despegó rumbo a Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador y España en la que terminaría siendo su última gira como actor. Luego se dedicaría completamente a la dirección de su grupo Quilla, con el que montó “Intensidad y altura” y giró por algunas provincias, como Ayacucho.
Luego vino la pandemia y el hombre se recluyó en El Pez Iluminado, espacio ideal para la contemplación y el recuerdo. Hablaba de las veces que alternó en La Noche con Toño Cisneros y Julio Ramón Ribeyro. También conoció a Gustavo Cerati, Paco de Lucía, Enrique Bunbury y, por supuesto, a Joaquín Sabina. Y mientras seguía construyendo su residencia, recordaría también sus apariciones en películas como “Pantaleón y las visitadoras”, “En la selva no hay estrellas”, “El bien esquivo” y “El socio de Dios”. O los años que pasó como director teatral de Urkutu, el primer colectivo que fundó. Había cambiado los derrames de cerveza y la fiesta interminable sobre el piso de losetas y la rockola de La Noche por el silencioso arte de la horticultura. Eligió retirarse para que, ahora, las mil y una noches sean completamente suyas.