Twitter va a pasar de 280 caracteres a 4.000, el Mundial irá de una ciudad a dieciséis. La inflación mundial se extiende también al fútbol y a las redes sociales. Estamos en Lusail, el impresionante teatro de los anhelos de 48 millones de argentinos y cuatro millones de croatas de llegar a la final del mundo. Los 88.966 asientos están ocupados. Un 80% del aforo está de celeste y blanco, pasan las décadas y se repite esa vieja costumbre argentina de llenar las canchas. Pero no todos son argentinos, hay también un alto porcentaje de sauditas, paquistaníes, bengalíes, indios, cataríes hinchas de Messi y, por extensión, compran la camiseta y se unen a la causa celeste y blanca.
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Hasta el minuto 31 es una partida de ajedrez entablada por los técnicos y acatada por peones y alfiles. Todos se cuidan como alpinistas en el ascenso, nadie quiere cometer el mínimo error que desbarranque los sueños de todos, es una semifinal del mundo. Y sale trabado, estudiado. La pelota es un bien preciado que nadie quiere perder. Pero 20 segundos después de ese prefacio conservador se quiebra el partido. Enzo Fernández mete una bola deliciosa en profundidad para Julián Álvarez que se va sólo contra el arco de Dominik Livakovic y el excelente arquero lo baja. Penal. Messi lo tira fantástico, alto, fuerte y esquinado. Uno a cero para la tranquilidad del alma y para afianzar el plan urdido. Y empieza a atronar el “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar…”, la pegadiza balada de La Mosca adaptada para fútbol.
Cinco minutos después, el mismo Julián Álvarez toma un pase de Messi unos metros antes de la media cancha y se va, elude a uno, a otro, a otro, lo ayudan los rebotes y convierte el 2-0 ante la salida de Dominik, que esta noche no tiene el traje de héroe porque enfrente tiene un ejército demasiado fuerte. Fue un gol a lo Kempes, atropellando lo que saliera al paso, a lo Batistuta, por la fuerza de esos gringos del campo argentino, bien alimentados y con carácter.
Messi vuela, está endemoniado, en un recital de genialidades, todos los técnicos del mundo estudian cómo marcarlo, cómo tomarlo por acá, con marca individual o grupal, escalonada, pero es en vano, está emperrado en ganar este torneo antes de bajar la persiana de su carrera única. Es imposible quitarle la pelota o pararlo, mucho menos anular su influencia sobre el juego. Es con diferencia el mejor jugador de este Mundial, el que todos le pidieron. Le falta un sólo paso para finalizar cualquier debate sobre quién es el mejor de la historia, aunque para nosotros ese debate no existe, ya lo es. Llega a 25 juegos mundialistas, igualando el récord de Lothar Mattaheus, que podrá romper el domingo. Y supera el de Batistuta como goleador argentino en Mundiales: 11 a 10. “Está acabau”, siguen diciendo en España. Pero al minuto 57 hace una jugada extraplanetaria sobre la raya derecha, elude a Gvardiol como si Gvardiol fuese el hombre invisible (para muchos uno de los dos mejores centrales del torneo) y se escapa. Frena para darse aire y porque enfrente está la raya, lo espera al mismo Gvardiol y lo saca a pasear para acá, para allá, le amaga, lo gambetea de nuevo por afuera y le sirve el gol a Julián Álvarez, que toca a la red.
Tres a cero. Argentina le devuelve a Croacia el 0-3 de Rusia 2018 y se mete en la final del mundo, su sexta final: 1930, 1978, 1986, 1990, 2014 y 2022. Y Messi es el factótum. Él trajo la idea, por él se llega hasta acá. Se preparó para llegar a esta final. Y esta vez está bien rodeado.
No hubo equivalencias, los once albicelestes aplastaron a los de Luka Modric. No fue tanta la diferencia futbolística como la mental. Le ganó cada choque, cada salto, cada corrida y cada mano a mano que hubo en el partido. Lo demolió psicológicamente. Tenía razón la Ministra de Economía argentina, “Primero ganemos el Mundial y luego nos ocuparemos de la inflación”. La tercera estrella puede ser un sacudón de autoestima enorme para un país rico en recursos humanos que merece estar mejor.
Tal es la actuación argentina que las casas de apuestas inmediatamente de concluido el duelo lo situaron primero en las preferencias a favorito, pagando 1,83 a campeón del mundo, por encima de Francia, cuyo dividendo es 2,50. Eso tiene que ver con la sensación de potencialidad que un equipo deja. La sensación es que es una manada de lobos hambrientos. Tienen hambre de gloria y la huelen cerca. Han rescatado los más altos valores espirituales del futbolista argentino, que gusta de jugar bien, pero con personalidad. Juegan con seguridad de asombro, comprometidos hasta el límite de la exigencia física. Exudan garra. Están dispuestos a todo. Parece que están jugando un Boca-River, a muerte.
El plantel tendrá cinco días de descanso, no lamenta lesionados ni suspendidos y la moral sobrevuela Júpiter o Marte. Ya se sabe que Francia o Marruecos serán de extrema dificultad, pero la tropa está para cualquier batalla. Para los otros también será bravo trabar con Otamendi, querer pasar a Cuti Romero, escapársele a cualquiera del mediocampo, hacerle un gol a esa maza que es Dibu Martínez.
La otra semi
“La figura de Argentina es su cuerpo técnico”, declaró el reconocido Bora Milutinovic, entrenador en Mundiales con cinco selecciones diferentes. Y más allá de Messi, no se equivoca. No hay un entrenador, hay cuatro: Lionel Scaloni, Walter Samuel, Pablo Aimar y Roberto Ayala. Son un sólo cuerpo, una sola mente, una fusión de ideas y voluntades. La cara visible es ese milagro llamado Scaloni, aunque todos opinan y disponen. Lo de Scaloni desarma todas las teorías futbolísticas sobre la experiencia, el aprendizaje, el recorrido que un conductor debe acumular para llegar a una selección nacional y afrontar una Copa América o un Mundial. De no haber dirigido jamás un equipo de juveniles ni de mayores, de clubes o nacionales, le dieron directamente Argentina, la mayor. Llegaban dos juegos amistosos, no vieron a nadie que pudiera dirigir, dieron vuelta la vista y estaba en un rincón. “¿Te animás a dirigir vos…?”, Bueno, dijo. Tomó el cargo como interino de toda interinidad, en medio de un caos absoluto, institucional y futbolístico, muy propio de la Argentina. Y empezó a inyectar su sabiduría innata, pero sobre todo su serenidad. En una vida anterior debió ser capitán de barco o piloto de avión. El equipo trasunta la seguridad que Scaloni le da. Nunca levanta la voz, es difícil verlo gritar o gesticular, no vende por ese lado. Su mercadería es el liderazgo, totalmente natural. Es el potro que sale corriendo para un lado y la caballada lo sigue. Y posee una inteligencia táctica notable, aunque en este rubro le soplan ideas sus tres amigos-hermanos-colaboradores.
Falta un escollo. Sea Francia o Marruecos, Argentina está para darse el mayor baño de gloria que el deporte tiene: el título mundial de fútbol. Es para toda la eternidad y ningún otro deporte lo puede igualar. Tiene las tres cartas ganadoras: clase, seguridad y mente.
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