“¡Viva la República! ¡Larga vida a Mustafa Kemal Pasha!”, gritaron los legisladores turcos el 29 de octubre de 1923 tras proclamar una nueva forma de gobierno y juramentar a Kemal Atatürk como el primer presidente del naciente país.
Pero mientras muchos celebraban, otros aún lamentaban la caída del Imperio otomano, una de las mayores superpotencias que la humanidad ha conocido.
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Hoy se cumplen 100 años del nacimiento de Turquía y poco más de un siglo de la caída definitiva del Imperio turco.
El golpe final fue dado en noviembre de 1922, cuando la Gran Asamblea Nacional abolió el cargo de sultán, acabando con aproximadamente 600 años de historia de la dinastía osmanlí, la familia gobernante del imperio desde su fundación en 1299 hasta su disolución.
La caída de la superpotencia, que rivalizó con los países más poderosos durante varios periodos de la historia, fue una tragedia para los turcos.
El Estado otomano llegó a expandirse a lo largo de tres continentes, reinando en lo que ahora es Bulgaria, Egipto, Grecia, Hungría, Jordania, Líbano, Israel, los territorios palestinos, Macedonia, Rumania, Siria, partes de Arabia Saudita y la costa norte de África.
Muchos otros países como Albania, Albania, Chipre, Irak, Serbia, Qatar y Yemen también fueron parcial o totalmente otomanos.
Pero en muchas de esas naciones el legado imperial es tan controvertido que prefieren olvidarlo, mientras que en otros, como Turquía, se recuerda con nostalgia y como una época dorada que genera orgullo.
La dinastía osmanlí (o Casa de Osmán) comenzó con una oportunidad que Osmán I, quien era líder del imperio selyúcida, no dejó pasar. Tras percatarse de la debilidad de su imperio y el vecino Bizancio, Osmán decidió fundar en 1299 su emirato en Anatolia, el territorio que ahora se conoce como Turquía.
Así se convirtió en el fundador y el primer sultán de un Estado turco que comenzaría a expandirse poco después y llegaría a cubrir más de 5 millones de km2.
Los descendientes de Osmán, cuyo nombre a veces se escribe Ottman u Othman y de allí vendría el término “otomano”, gobernaron la poderosa nación por seis siglos.
Sin embargo, Olivier Bouquet, profesor de Historia Otomana y Medio Oriente de la Universidad Paris Diderot, destaca que en 1299 sólo se fundó un “Estado turco”; el Imperio comenzaría a tomar forma con la caída de Constantinopla en 1453.
Con una simbólica entrada a Constantinopla, montado en un caballo blanco, el sultán Mehmed II acabó con mil años del Imperio bizantino y comandó posteriormente el asesinato de gran parte de la población local, obligando al resto a exiliarse.
Luego repobló la ciudad trayendo a personas de otras partes del territorio otomano.
Mehmed II también cambió el nombre de Constantinopla, que pasó a llamarse Estambul, la “ciudad del Islam”, y se dedicó a reconstruirla.
De esa manera, la ciudad se convirtió no solo en la capital política y militar del imperio, sino también, por su posición en el cruce de Europa, África y Asia, en un importante centro comercial mundial.
La fuerza económica que tomaría el imperio se debió en gran medida a la política de Mehmed II de alentar el aumento del número de comerciantes y artesanos en su Estado.
Alentó a muchos comerciantes a mudarse a Estambul y establecer negocios allí. Los gobernantes posteriores continuaron con esa política.
Aparte de que el poder máximo sólo se transfería a una persona, evitando rivalidades, Bouquet explica que el imperio tuvo éxito por varias otras razones, una de las principales era su carácter de Estado fiscal-militar.
“Era un Estado en el que la extracción de recursos de la riqueza fiscal estaba ligada a la conquista militar, la cual tenía por objetivo adquirir nuevas riquezas y hacer que entraran más impuestos de manera centralizada”, le dice a BBC Mundo.
Otro elemento impulsor del imperio, según el historiador, fue su fuerza militar.
Los ataques del ejército otomano eran rápidos y contaban con fuerzas especializadas, como el famoso cuerpo de élite de los jenízaros, quienes custodiaban al sultán, y los cipayos, una temida tropa de caballería de élite que en tiempos de paz se encargaba de recaudar impuestos.
La burocracia altamente centralizada del imperio que le permitía organizar la distribución de sus riquezas, el hecho que estaba inspirado y unido por el islam y que toda la sociedad tenía como referente al mismo gobernante también jugaron un papel importante.
“Era una sociedad multiconfesional y en teoría no había conversión forzada (al islam), pero de hecho la hubo. Hubo una política de islamización en ciertos territorios”, asegura Bouquet.
Los otomanos también se destacaron por su pragmatismo: tomaron las mejores ideas de otras culturas y las hicieron suyas.
Uno de los sultanes más conocidos del imperio, fue Solimán el Magnífico, quien reinó entre 1520 y 1566 e hizo que su Estado cubriera los Balcanes y Hungría, llegando a las puertas de la ciudad romana de Viena.
Si bien en Occidente es recordado como “el Magnífico” y en Oriente como “el Legislador”, Solimán tenía otros títulos tan exagerados como sorprendentes.
Estos incluyen “el diputado de Alá en la Tierra”, “Señor de los Señores de este mundo”, “Poseedor de los cuellos de los hombres” y “Refugio de todas las personas en todo el mundo”, entre muchos otros que denotan su importancia.
Uno de sus nombres más polémicos era “Emperador de Oriente y Occidente”, que es visto por historiadores como un desafío directo a la autoridad de Roma que, en ese entonces, era superada por la otomana.
Aunque el imperio alcanzaría su máxima extensión territorial más tarde, el periodo de Solimán el Magnífico es considerado en Occidente como una era de oro para los otomanos, en la que se llevaron a cabo gran número de campañas militares exitosas.
El nombre de “Emperador de Oriente y Occidente” también pone en evidencia que el Imperio otomano se veía y se consideraba a sí mismo como el único, sin otro igual ni parecido.
“En los ojos de los sultanes otomanos, no había ningún otro emperador además del sultán otomano”, explica el historiador Olivier Bouquet.
Según dice, la idea de un imperio universal proviene de la herencia bizantina y del islam.
“Querían conquistar todos los territorios donde vivían hombres y mujeres”, asegura. “Todos los países situados fuera de 'los territorios del islam' (Dar al-Islam) tenían vocación a ser conquistados”.
Se trata de una razón que explica la larga duración del Imperio otomano: su armada no tenía límites en la conquista de territorios, la cual avanzó por siglos.
“Y el imperio comienza a debilitarse en el momento en que las conquistas se dificultan o se detienen”, añade Bouquet.
Un primer evento que debilitó la superpotencia en la que se había convertido el Estado otomano fue su derrota en la Batalla de Lepanto en 1571, en la que se enfrentó a la Liga Santa, una coalición militar integrada por Estados católicos y liderada por la Monarquía española y un grupo de territorios de lo que ahora es Italia.
Fue una de las batallas más sangrientas que la humanidad había visto desde la antigüedad y acabó con la expansión militar otomana en el Mediterráneo.
Allí se terminaron las fortunas del imperio y comenzó un largo y progresivo declive en los siglos que siguieron.
Varios errores de cálculo sumados a la inestabilidad política y económica de Estambul a principios del siglo XX terminaron de desmoronar un imperio cuyo brillo ya estaba empañado.
El primero de ellos fue la Primera Guerra de los Balcanes (1912-1913), en la que se enfrentó a la Liga Balcánica (Bulgaria, Grecia, Montenegro y Serbia), que, apoyada por Rusia, buscaba expulsar a los otomanos de sus tierras.
Inferior militarmente, el Imperio otomano perdió la guerra y con ella todos sus territorios en Europa, a excepción de Constantinopla y sus alrededores.
Los historiadores recuerdan esta derrota como un episodio “humillante” para los otomanos y otro punto de inflexión.
Los territorios otomanos restantes atravesaban un mal momento económico, debido al desarrollo de otras rutas comerciales, una creciente rivalidad comercial con América y Asia y el aumento del desempleo.
También se enfrentaban a las ambiciones expansionistas de potencias europeas como Gran Bretaña y Francia.
Además, las tensiones entre diferentes grupos religiosos y étnicos habían aumentado. Los armenios, kurdos y griegos, entre otros pueblos, se sentían cada vez más oprimidos por los turcos.
Con todos esos problemas, Estambul se embarcó en una nueva guerra contra una poderosa alianza encabezada por Francia, el Imperio británico, Estados Unidos y Rusia.
La victoria de los aliados en Medio Oriente durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue uno de los detonantes de la desintegración del Imperio otomano, que ya tenía sus días contados.
Tras este evento se creó, como se había previsto, el mandato francés de Siria y mandatos británicos en Irak y Palestina, todos bajo supervisión de la Liga de Naciones (organismo que antecedió a la ONU.
Los otomanos ignoraban que en 1917, en plena guerra, Francia y Gran Bretaña ya habían pactado en secreto repartirse sus territorios con el tratado Sykes-Picot.
Ese mismo año, también se firmó la Declaración Balfour, un documento en el que el gobierno británico le prometió al pueblo judío un “hogar” en la región de Palestina, que también era parte del imperio.
Oficialmente, el imperio dejó de existir el 1 de noviembre de 1922, cuando se abolió el cargo de sultán.
Un año despúes nació la República de Turquía.
Tras liderar una revolución republicana, Mustafa Kemal Atatürk, considerado como “el padre de la Turquía moderna”, se convirtió en su primer presidente.
El último sultán del Imperio otomano, Mehmed VI, temía ser asesinado por los revolucionarios y tuvo que ser evacuado de Estambul por guardias británicos.
Terminó exiliado en la Italia de Benito Mussolini, en el balneario de San Remo, el mismo lugar donde se había pactado el reparto de su imperio.
Allí murió cuatro años después, tan pobre que las autoridades italianas confiscaron su ataúd hasta que se pagaran las deudas con los comerciantes locales.
Mientras tanto, la naciente república dejaba atrás sus aspiraciones imperiales y se basaba en el kemalismo, una ideología implementada por Atatürk, que defendía el republicanismo, populismo, nacionalismo, secularismo, estatismo y reformismo.
Muchos historiadores aseguran que el secularismo de la Turquía moderna es un “gran” legado del Imperio otomano.
Por otra parte, el califato otomano continuó brevemente como institución en Turquía, aunque con una autoridad muy reducida, hasta que también fue abolido el 3 de marzo de 1924.
Actualmente la visión de que la derrota de los otomanos en la Primera Guerra mundial acabó con su imperio es objetada por algunos que aseguran que su caída es culpa de Occidente.
“La idea de la responsabilidad occidental (en la caída del imperio) ha sido retomada desde hace varios años por el régimen de Ankara y el actual presidente de la República Turca (Recep Tayyip Erdogan)”, afirma el historiador Olivier Bouquet.
Y en los últimos años, el sentimiento de nostalgia que algunos sienten en Turquía por la era otomana ha impulsado el resurgimiento del llamado neootomanismo.
Se trata de una ideología política islamista e imperialista que, en su sentido más amplio, aboga por honrar el pasado otomano de Turquía y aumentar la influencia turca en regiones que estuvieron bajo dominio otomano.
Por muchas décadas, los líderes de la Turquía moderna se esforzaron por distanciarse del legado imperial y del islam con la intención de proyectar una cara más “occidental” y “laica”.
Pero desde su ascenso al poder, Erdogan no ha ocultado su nostalgia por el pasado otomano de su país y su herencia islámica.
Una evidencia de ello fue la controvertida reconversión en 2020 de Santa Sofía -que Atatürk había convertido en uno de los museos más icónicos de Estambul- en una mezquita.
De igual forma, Erdogan ha demostrado en varias ocasiones su admiración por Selim I, un sultán que lideró una de las mayores expansiones del Imperio otomano.
Tras ganar un referéndum constitucional en 2017, que amplió enormemente sus poderes, hizo su primera aparición pública junto a la tumba del exsultán otomano.
Y, más recientemente, decidió ponerle su nombre a uno de los puentes construidos sobre el famoso Estrecho de Estambul, en el Bósforo.
“El Imperio otomano desapareció, pero hay un neootomanismo que se ha desarrollado (…) hay muchas más referencias al Imperio Otomano hoy que las que había a finales del siglo XX”, concluye Bouquet.
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