En enero de 1913, un hombre cuyo pasaporte llevaba el nombre de Stavros Papadopoulos desembarcó del tren de Cracovia en la estación Terminal Norte de Viena.
De tez oscura, lucía un gran bigote de campesino y llevaba una maleta de madera muy básica.
“Estaba sentado a la mesa -escribió la pesona con la que se iba a encontrar, años después- cuando la puerta se abrió con un golpe y entró un hombre desconocido.
“Era bajo... delgado... su piel marrón grisácea cubierta de marcas de viruela... No vi nada en sus ojos que se pareciera a la simpatía”.
El autor de estas líneas fue un intelectual ruso disidente, director de un periódico radical llamado Pravda (Verdad). Su nombre era León Trotsky.
El hombre que describió no se llamaba Papadopoulos.
Había nacido como Iosif Vissarionovich Dzhugashvili, sus amigos lo conocían como Koba y ahora se le recuerda como Joseph Stalin.
Trotsky y Stalin fueron solo dos de una serie de hombres que vivían en el centro de Viena en 1913 y cuyas vidas estaban destinadas a moldear gran parte del siglo XX.
Hace 110 años, también estaban en la ciudad Adolf Hitler, Joseph Tito y Sigmund Freud.
Era un grupo dispar.
Los dos revolucionarios, Stalin y Trotsky, estaban huyendo. Otros tenían distintas motivaciones.
Para entonces, Sigmund Freud ya estaba bien establecido.
El psicoanalista, ensalzado por sus seguidores como la persona que desveló los secretos de la mente, era un hombre famoso y respetado que se había convertido en médico en 1881 y establecido su práctica clínica en Viena en 1886, en la calle Berggasse.
En 1913 publicó el libro“Tótem y tabú. Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos”.
El joven Josip Broz, por su parte, que más tarde alcanzaría la fama como el líder de Yugoslavia, el mariscal Tito, trabajaba en la fábrica de automóviles Daimler en Wiener Neustadt, una ciudad al sur de Viena, y estaba en busca de empleo, dinero y diversión.
Luego había otro joven, de 24 años, originario del noroeste de Austria, cuyo sueño de estudiar pintura en la Academia de Bellas Artes de Viena se había visto frustrado dos veces tras reprobar el examen de admisión y que ahora se alojaba en una posada en Meldermannstrasse, cerca del Danubio.
Era un tal Adolf Hitler.
Con un amigo, ganaba dinero dibujando postales de los famosos lugares de interés de Viena y luego vendiéndolas a los turistas.
En su majestuosa evocación de la ciudad en ese momento, “Thunder at Twilight” (Trueno en el crepúsculo), el autor austríaco Frederic Morton imaginó a Hitler adoctrinando a sus compañeros de habitación “sobre la moralidad, la pureza racial, la misión alemana y la traición eslava, los judíos, jesuitas y masones”.
“Su cabellera se sacudía, sus manos manchadas [de pintura] rasgaban el aire, su voz se elevaba hasta un tono operístico.
“Luego, tan repentinamente como había comenzado, se detenía. Reunía sus cosas con un ruido imperioso, [y] caminaba hacia su cubículo”.
Coincidencialmente, el alcalde de Viena por aquellos años, Karl Lueger, es considerado como el padre del antisemitismo político moderno.
La ciudad en 1913 era la capital del Imperio Austro-Húngaro, que constaba de 15 naciones y más de 50 millones de habitantes.
“Aunque no era exactamente un crisol, Viena era un caldero cultural que atraía a ambiciosos de todo el Imperio”, le dijo a la BBC la escritora y editora Dardis McNamee.
“Menos de la mitad de los dos millones de residentes de la ciudad eran nativos y alrededor de una cuarta parte procedían de Bohemia (ahora el oeste de la República Checa) y Moravia (ahora el este de la República Checa), por lo que el checo se hablaba junto con el alemán en muchos lugares”.
Los súbditos del imperio hablaban una docena de idiomas, explica.
“Los oficiales del ejército austrohúngaro debían poder dar órdenes en 11 idiomas además del alemán, cada uno de los cuales tenía una traducción oficial del Himno Nacional”.
Y esta mezcla única creó su propio fenómeno cultural: el café vienés.
La leyenda tiene su génesis en los sacos de café dejados por el ejército otomano tras el fallido asedio turco de 1683.
“La cultura del café y la noción de debate y discusión en los cafés es una parte muy importante de la vida vienesa ahora y lo fue entonces”, le dijo a la BBC Charles Emmerson, autor de “1913: En busca del mundo antes de la Gran Guerra”.
“La comunidad intelectual vienesa era en realidad pequeña y todos se conocían entre sí y eso proporcionó intercambios a través de las fronteras culturales”.
Esa atomósfera, agregó, favorecía a los disidentes políticos y a los prófugos.
“No había un Estado central tremendamente poderoso. Si querías encontrar un lugar para esconderte en Europa donde pudieras conocer a muchas otras personas interesantes, Viena era un buen sitio para hacerlo”.
El lugar favorito de Freud, el Café Landtmann, sigue en pie en el Ring, el renombrado bulevar que rodea el histórico Innere Stadt de la ciudad.
Pero también frecuentaba el Café Central, a pocos minutos a pie, donde las tortas, los periódicos, el ajedrez y, sobre todo, la charla eran las pasiones de los clientes.
Entre ellos, Trotsky, Lenin y Hitler.
Una anécdota famosa cuenta que el conde Berchtold -en ese momento ministro de Relaciones Exteriores de Austria-Hungría-, en medio de una acalorada disputa con un político local que argumentaba que una guerra provocaría una revolución en Rusia, respodió con desdén:
“¿Y quién liderará tal revolución? ¿Quizás el señor Bronstein [Trotsky] desde el Café Central?”.
“Parte de lo que hizo que los cafés fueran tan importantes fue que 'todos' iban”, señaló MacNamee.
“Así que hubo una fertilización cruzada entre disciplinas e intereses.
“De hecho, los límites que luego se volvieron tan rígidos en el pensamiento occidental eran muy fluidos”.
Además, subrayó, “la oleada de energía de la intelectualidad judía y la nueva clase industrial había posibilitado que Franz Joseph les concediera plenos derechos de ciudadanía en 1867 y pleno acceso a escuelas y universidades”.
Eso sin olvidar a artistas, como Gustav Klimt, quien en 1913 pintó uno de sus últimos cuadros, “La joven” o “La virgen” y provocó gran controversia con una serie de dibujos eróticos exhibidos en la Exposición Internacional de Grabados y Dibujos en Viena.
Ese mismo año su discípulo, el pintor y grabador austríaco Egon Schiele, le entregó al mundo varias de sus más populares pinturas, como “Amistad” y “Mujer con medias negras”, y le escribió al coleccionista Franz Hauer:
“Sólo pintar no es suficiente para mí; sé que uno puede usar colores para establecer cualidades. Cuando uno ve un árbol otoñal en verano, es una experiencia intensa que involucra todo el corazón y el ser; me gustaría pintar esa melancolía”.
Y, aunque era todavía una sociedad mayoritariamente dominada por hombres, varias mujeres también tuvieron gran impacto, notablemente la compositora, autora, editora Alma Mahler.
En 1913, empezó su tumultuosa y apasionada relación con el artista, poeta y dramaturgo austriaco Oskar Kokoschka, que inspiraría a ambos a crear grandes obras de arte.
Pero aunque la ciudad era, y sigue siendo, sinónimo de música, bailes lujosos y valses, su lado oscuro era especialmente sombrío.
Un gran número de sus ciudadanos vivían en barrios marginales y en 1913 casi 1.500 vieneses se quitaron la vida.
Nadie sabe si Hitler se topó con Trotsky o si Tito conoció a Stalin.
Pero la situación inspiró obras como la pieza para radio “El Dr. Freud lo verá ahora, señor Hitler”, de 2007 de Laurence Marks y Maurice Gran, en la que se imaginan tales encuentros.
Presidiendo todo, en el laberíntico Palacio Hofburg de la ciudad, estaba el emperador Francisco José I, de 83 años de edad, quien había reinado desde 1848, el gran año de las revoluciones.
El archiduque Francisco Fernando, su sucesor designado, residía en el cercano Palacio de Belvedere, esperando ansiosamente el trono.
Su deseo de casarse con la condesa Sophie Chotek, dama de honor de la archiduquesa, provocó una gran controversia.
Como heredero del Imperio, se le pidió que se casara con un miembro de una familia real europea pero, profundamente enamorado, se negó y se casó con Sophie en 1900 después de acordar que sus hijos no podrían gobernar.
El archiduque vio la debilidad del imperio de su padre y trató de combatirlo fortaleciendo el ejército y la marina.
En 1913 se convirtió en inspector general del ejército, al tiempo que un grupo en Serbia, la Mano Negra, empezó a fraguar un plan en su contra.
Su asesinato el 28 de junio de 1914 desencadenaría la Primera Guerra Mundial.
La conflagración destruyó gran parte de la vida intelectual de Viena.
El imperio implosionó en 1918, impulsando a Hitler, Stalin, Trotsky y Tito a carreras que marcarían la historia mundial para siempre.
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