Quizás nunca se pueda hacer con el ARA San Juan lo que se hace con la mayoría de los accidentes aéreos, en los que se pueden recuperar parte de las piezas y las cajas negras que graban conversaciones y datos operativos y de funcionamiento técnico para reconstruir los acontecimientos y establecer con alto grado de certeza cuál fue la causa del siniestro.
Asentado a más de 900 metros de profundidad, es casi una utopía suponer que, con los medios actuales, sea posible izar del fondo del mar una mole de más de 2.000 toneladas para inspeccionarla en tierra y, así, determinar qué causó el hundimiento. No obstante, las primeras imágenes conocidas del final del TR-1700 permiten trazar algunas hipótesis. Y puede esperarse que posteriores expediciones con ROV como los que le permitieron a Ocean Infinity hallar el submarino en profundidades inhóspitas permitan realizar un mapeo en imágenes de los restos del barco y, con esas piezas, sumadas a otros elementos, componer una explicación de las causas y circunstancias del naufragio.
Incluso sin reflotar los restos, sostienen los especialistas, sería posible esbozar una teoría de lo que ocurrió en los 119 minutos que pasaron desde la última comunicación con la base hasta el momento en que los sistemas de escucha subacuática de la Organización del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares detectaron el 15 de noviembre de 2017, a las 10.51, un “evento violento, singular, anómalo, corto y no nuclear consistente con una explosión” en un punto del Mar Argentino frente al Golfo San Jorge.
El primer dato relevado, porque lo reportó el comandante del ARA San Juan, capitán de fragata Pedro Fernández, es que en una maniobra de snorkelling (permite la entrada de aire para encender los motores que recargan las baterías y regenera la atmósfera interna) se produjo un inesperado ingreso de agua, producto de la falla de un sensor externo que hace que, con la llegada de una ola que supera la vela del submarino, la tapa del tubo de snorkel se cierre. “Ingreso de agua de mar por sistema de ventilación del tanque de baterías Nº 3 ocasionó cortocircuito y principio de incendio en el balcón de barras de baterías. Baterías de proa fuera de servicio. Al momento en inmersión, propulsando con circuito dividido. Sin novedades de personal, mantendré informado”, fue el mensaje de Fernández a las 7.33, en el comienzo de sus horas fatales. A las 8.52 fue su último intento de comunicación.
El contacto del agua de mar con los bornes de las baterías había producido un arco voltaico entre los acumuladores y el casco de la nave. Ese siniestro exigió, como primera medida, desconectar la mitad de los 960 elementos de batería en la proa del TR-1700. El San Juan no solo había quedado a media máquina, sino que urgía resolver el problema para evitar un nuevo cortocircuito y, además, evitar la emisión desmedida de hidrógeno de las baterías.
Acechado por el incidente en un mar bravío, el capitán Fernández ordenó salir de la profundidad de periscopio (casi en la superficie) para pasar a un plano profundo, quizá por debajo de los 40 metros. Buscaba calma para la reparación de las baterías. Allí, en esa oscuridad, y con una tripulación quizá ya cansada por el primer incidente, comenzó la secuencia final. Veteranos submarinistas y especialistas en navegación consultados por LA NACIÓN sostienen que lo más probable es que haya ocurrido una nueva explosión en el banco de baterías de proa, quizá producto del contacto con las baterías del agua salada que todavía inundaba ese compartimiento.
Ese último incidente, sugieren estos expertos, fue determinante. Pudo haber incapacitado a toda o casi toda la tripulación, sin darle tiempo a forzar la flotación del barco y llevarlo a la superficie o, incluso, para abandonarlo con técnicas propias de buzos. Esa eventual explosión pudo haber causado algún “rumbo”, una rotura de alguna de las partes de la nave que se refrigeran con agua de mar. Eso habría provocado una entrada masiva de agua que hiciera al submarino “más pesado” y lo llevara a hundirse. En esas condiciones, explicaron, no hubiese bastado con la liberación de los tanques de lastre de aire comprimido capaces de forzar la flotación. “Había que sacarlo con propulsión, y para entonces no solo estaban con la mitad de la energía, sino apremiados por la propia emergencia. Quizá se apagó todo y ya no hubo forma? Quizás, incluso, para entonces ya no había nadie en condiciones de hacer nada”, dijo a LA NACIÓN un experimentado submarinista.
Comenzó entonces el descenso sin control hacia la profundidad, más allá del talud del Mar Argentino, a isobatas superiores a los 700 metros. Profundidades imposibles para un submarino como el TR-1700, cuyos constructores estimaron que no podría soportar más de 62,5 bares de presión, poco más de 600 metros.
La Armada informó el sábado que el casco resistente del ARA San Juan, el sector habitable donde se encuentran las baterías y todos los sistemas y equipos que tiene el submarino, de entre 25 a 30 metros de largo por siete de ancho, estaba en una sola pieza. Eso, dijeron los especialistas, sugiere que no fue destruido por una explosión interna ni por una acción externa como la de, por caso, un ataque con torpedos. Sus deformaciones implican que habría colapsado, finalmente, ante la presión de la profundidad extrema.
La dispersión del resto de las partes en un área de un diámetro no superior a cien metros sugiere que el colapso de la nave se habría producido poco antes de llegar al fondo. Es decir, en el límite o incluso más allá del límite de presión soportado. Si cayó en una sola pieza, colapsaron juntos los dos compartimientos estancos. El modelo matemático decía que era 660 metros. Se empezaba a romper a la altura de las cuadernas de refuerzo, la deformación del acero haría que se partiera el casco resistente en la intersección con esas cuadernas.Fuente: La Nación de Argentina / GDA