El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, asegura que el autodenominado Estado Islámico perdió el 100% de su territorio, aunque las Fuerzas Democráticas de Siria sostienen que la victoria total aún no está declarada.
A medida que la batalla se acerca a su fin, Quentin Sommerville, de la BBC, se encontró con algunos de los que vivían en el último bastión del grupo militante en Baghuz.
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El mundo de Hamza Jasim al Ali es pequeño y terrible.
El niño no conoce mucho del mundo, pues ha vivido siempre en el mismo tramo de tierra de unos 40 km a orillas del río Éufrates.
Su viaje, todavía sin fin, lo llevó desde Al-Qa'im en Irak, a través de la frontera con Siria hacia el oscuro centro de lo que era el califato de pesadilla del autodenominado grupo Estado Islámico (EI).
Hamza ha visto más muertes que las que cualquier niño de 12 años podría ver.
Ahora está lejos de su río, sentado en el suelo del desierto en una tienda de campaña golpeada por el viento, al lado de una anciana que apenas conoce.
Su pierna está rota, pero está sanando, y sonríe mientras le hago preguntas.
¿Cómo era la vida ahí adentro del territorio de Estado Islámico?.
“Era buena”, dice, sonriendo de nuevo. “Poca comida o agua y muchos combates. Fueron combates muy duros”.
¿Todavía te agrada Estado Islámico?
“No. ¿Cómo podrían gustarme después de todo lo que han hecho?”, responde.
Hamza es un huérfano de Estado Islámico.
Su padre se unió al grupo y se llevó a toda la familia con él. Murió hace cinco meses, junto con la madre de Hamza y sus hermanos y hermanas en un ataque aéreo que fue parte de la batalla para expulsar al grupo de su último dominio en territorio de Siria.
Las víctimas de Estado Islámico son millones: desplazaron y aterrorizaron a personas en todo Irak, Siria y Libia.
Su tratamiento a los yazidíes fue genocida, según Naciones Unidas. Pero también maltrataron y corrompieron no solo a sus enemigos, sino también a sus propios hijos.
Como parte de un acuerdo de alto el fuego, más de 6.000 mujeres y niños han abandonado el territorio de Estado Islámico, junto con combatientes heridos.
Procesados
Los sueños del grupo del Estado Islámico de un califato en expansión se han reducido a un minúsculo campamento alrededor de la aldea de Baghuz.
Nada más salir de ahí está el desierto, donde miles de los que abandonan el territorio son procesados. Ahí el aire es agrio y sucio, por lo que muchos están enfermos. Hacen sus necesidades a la intemperie.
La mayoría luego se traslada a un campo de internamiento cerca de la ciudad de Hassaka, en el pueblo deAl-Hawl.
Mientras Hamza y yo hablamos, hay un momento de calma en el exterior: los refugiados de Estado Islámico aún no han llegado, y los de la noche anterior se han montado en camiones de ganado para el largo viaje a través de las carreteras del desierto hasta Al-Hawl.
Son registrados individualmente por mujeres combatientes kurdas, pero no se sabe si se les toman las huellas digitales o fotografías.
Las fotos de los hombres lesionados y otros datos biométricos se toman antes de enviarlos a detención.
Pero existen límites a las investigaciones que pueden llevarse a cabo sobre los delitos de los que hay sospechas.
No está claro por cuánto tiempo las autoridades kurdas podrán retenerlos. Algunos de los hombres dijeron que esperaban ser liberados dentro de unos meses.
Poco arrepentimiento
Un hombre, que dijo que era de Alepo, me dijo al borde del área de procesamiento: “Cumpliré el supuesto tiempo de detención y luego me iré a vivir con mis padresy dejaré todo atrás. Iré a vivir con mi madre. Eso será lo mejor”.
Otro, Abu Bakr al Ansari, mostró poco arrepentimiento.
“Todos los musulmanes estarán tristes de que se haya terminado porque querían su propio estado”, dice. “No vivirán libres para practicar su religión en otros países musulmanes”.
Ambos fueron llevados bajo detención kurda.
Al otro lado de la llanura del desierto, encuentro pertenencias desechadas: teléfonos móviles que han sido destrozados o quemados en fogatas, unidades USB partidas en dos.
También hay fotografías en el suelo: una de cuatro niñas de un grupo de boy scouts y otra de una niña con pañuelo en la cabeza. ¿Estaría una de ellas camino al campamento de Al-Hawl?
En medio de los pañales sucios y latas de comida vacías, hay una tarjeta de ración familiar.
Pertenece a una familia de Kosovo. El padre tenía una posición prominente dentro de Estado Islámico. Pero esa es otra historia.
El fanatismo perdura
Muchas de las mujeres que se fueron no lo hacen porque hayan querido, sino porque se les ordenó hacerlo. Muchas todavía llevaban las desgastadas mochilas militares de sus maridos.
Parece que quieren que sus enemigos, los kurdos y la coalición occidental, tengan poca idea de quiénes son.
Conocí mujeres de Turquía, Irak, Chechenia, Rusia y Daguestán. Algunas esperaban reunirse con sus esposos que aún están dentro de Baghuz, esperando la batalla final.
Muchas siguen siendo fanáticas.
Umm Yousef es una mujer tunecina-canadiense con un nicab con manchas y lentes con montura púrpura.
Su esposo, marroquí, fue asesinado, pero puede haberse casado con otro hombre que todavía estaba dentro. Asegura que no se arrepiente de nada y que había aprendido mucho de Estado Islámico.
“Entonces, Alá, él hizo esto para probarnos”, me dijo. “Sin comida, sin dinero y sin casas, y ahora estoy contenta, porque quizás en algún momento, en dos horas veré que tengo agua para beber”.
“¿No sientes mi dolor?”
Gran Bretaña y otros países de la coalición presionan a los kurdos para que mantengan encerrados a los exmiembros de Estado Islámico.
Pero después de la miseria que los extremistas trajeron aquí, los kurdos quieren que se vayan.
Por la noche llegaron más mujeres. Algunos de sus hijos lloraban, pero otros permanecían en silencio y quietos, adormecidos por todo lo que los rodeaba.
Cuando se les hizo una pregunta, a la luz de las luces de las cámaras de televisión, giraron sus caras cubiertas de polvo hacia el suelo y no dijeron nada.
Un grupo que casi no mostró piedad, ahora suplica por ella.
Una mujer iraquí, parada en la oscuridad, junto a otras 200 mujeres y niños, me cuestiona.
“¿No ves a los niños aquí ante ti? ¿No puedes sentir su dolor? ¿El dolor de los viejos y de las mujeres que fueron destrozadas por las bombas? ¿Los niños que murieron en ataques aéreos? Tú eres humano. También somos humanos. ¿No sientes mi dolor, hermano?”, me dice.
En el borde de la multitud, hay una estación médica, dirigida por una organización benéfica, los Free Burma Rangers.
Paul Brady, californiano, es uno de sus médicos. Dice que las lesiones han cambiado a medida que más personas han llegado de Estado Islámico.
“Hace unos 10 días vimos unos cuantos con lo que parecían heridas de bala”, me dijo.
“Dijeron que les dispararon porque se estaban escapando. Pero ahora no hemos visto tantos así. Parece que la mayoría de estas lesiones son un poco más antiguas, principalmente de ataques aéreos y morteros”, explicó.
“Caminas alrededor de este punto de clasificación y huele muy mal porque estas heridas se han estado infectando durante mucho tiempo”.
La lucha final
El flujo de personas eventualmente se acabará, y luego se espera la batalla final por Baghuz.
Aquellos con los que hablamos en el desierto dijeron que todavía había miles de combatientes dentro.
Hamza se lesionó hace cinco semanas cuando pisó una mina terrestre, pero dice que su pierna rota está mucho mejor ahora.
Cuando estoy a punto de irme, me mira, su sonrisa finalmente desaparece de su rostro y pregunta: “¿qué me pasará?”
No hay una respuesta clara. Y no pude decirle que Irak no puede llevarlo de vuelta. Probablemente lo llevarían al campo de Al-Hawl, como a todos los demás.
Le dejé algo de beber, algunos chocolates y plátanos, bajo el cuidado de los médicos y las fuerzas kurdas.
Cuando regresé al desierto al día siguiente, él se había ido, su lugar en el suelo fue ocupado por más enfermos y heridos del autodenominado califato.