China se prepara desde todos los flancos para instaurar un nuevo orden mundial, aprovechando el contexto favorable que le dejó la crisis financiera del 2008, la oportunísima llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y el desconcierto de una Unión Europea, en manos de la dupla germano-francesa, que no llega a establecer políticas convincentes y sólidas.
Beijing, que antaño andaba siempre de perfil bajo en política extranjera, decidió darle un impulso a las relaciones exteriores, duplicando su presupuesto, de tal manera que ha logrado posicionarse como la segunda red de diplomáticos en el mundo, superada solo por la de Estados Unidos.
El continente africano, tan abandonado por Washington como por Bruselas, se ha convertido no solo en la despensa y aprovisionador en materias primas del país más poblado del planeta, sino en una de las principales puertas para el ingreso de China al mundo a través de sus “rutas de la seda”- una nueva forma de mundialización en la que se han comprometido una centena de países y que implica la creación de puertos, aeropuertos, gaseoductos, cables submarinos y hasta tribunales de arbitraje.
Sin olvidar la cooperación militar y hasta bases navales para proteger sus intereses en el continente, como la inaugurada en Yibuti el año pasado.
Mientras que Trump los califica como “países de mierda” y los europeos -sus antiguos colonizadores- los ignoran, el presidente Xi Jinping aprovecha para conquistarlos mostrándoles este nuevo modelo de exportación de capital.
Los cincuenta y tres jefes de Estado y de gobierno africanos que asistieron, a comienzos de semana, a la cumbre China-África en Beijing fueron recibidos fastuosamente. El único ausente en el banquete fue el representante de Suazilandia, un pequeño reino absolutista que no ha renunciado a su lealtad a Taiwán, requisito previo para negociar con Beijing.
A quienes acusan a China de colonialismo, Beijing responde que se trata más bien de solidaridad y reciprocidad, con beneficios concretos y tangibles, entre países que han sufrido las humillaciones de las potencias colonizadoras, como las que experimentó en carne propia el Imperio del Centro en el siglo XIX.
Gracias a este discurso seductor y anti occidental, que suena como música para los oídos de los dirigentes africanos, y a los 125 mil millones de dólares de cooperación financiera otorgados entre el 2000 y el 2016, estos ponen especial énfasis en apoyar propuestas internacionales que resulten beneficiosas para China.
No se trata, efectivamente, de neocolonialismos pero -debido a la asimetría de las relaciones- sí se trata de una hegemonía conseguida a través del comercio, los créditos blandos -a veces condonados- y la cooperación militar. Todo ello precedido por un excelente trabajo diplomático.
El ‘soft power’ al estilo chino incluye también lo cultural, con los Institutos Confucio a la cabeza, y lo político, con el Partido Comunista -único órgano de gobierno y pilar fundamental del régimen- que realiza contactos e intercambios con partidos políticos locales, tanto en el África como en Latinoamérica y otras regiones ‘por conquistar’.
Aunque son rivales en la venta de armas a los países emergentes y del Tercer Mundo, China y Rusia están aliados -por ahora- en su afán de alcanzar un orden mundial post occidental. Una vez establecido, vendrán las luchas entre ellos por la hegemonía. Xi Jinping confía en que, para entonces, dado el despliegue de sus encantos comerciales y de su poderío militar por el mundo, gozará de mejores vientos para llegar a buen puerto.
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