Es considerado como uno de los capítulos más oscuros en la historia de Estados Unidos. El escándalo por las torturas a las que soldados de Estados Unidos sometieron a prisioneros en la cárcel iraquí de Abu Ghraib aún marca la vida no solo de las víctimas sino también de algunos de los responsables de los abusos.
Jeremy Sivits es uno de ellos. Este hombre, grande como un oso, encorva sus hombros cuando camina por el estacionamiento de una pizzería en Martinsburg, Pensilvania, como quien intenta parecer más pequeño.
Pone sus manos en los bolsillos mientras se mantiene de pie a mi lado afuera del local, donde puede hablar con libertad sobre la crueldad de su pasado, sin miedo a que otras personas escuchen su relato.
El escándalo de Abu Ghraib estalló el 28 de abril de 2004, cuando fotografías tomadas en la prisión por él y otros soldados fueron mostradas en la televisora CBS News.
Las imágenes mostraban a prisioneros desnudos apilados formando una pirámide que habían sido forzados a simular actos sexuales y a adoptar posturas humillantes.
Una mostraba a una soldado estadounidense, Lynndie England, sosteniendo a un prisionero con un cinturón usado de tal forma que parecía una correa para pasear perros.
Otra foto, la que se convirtió en el principal referente del escándalo, mostraba a un hombre con capucha de pie junto a una caja mientras sostenía cables eléctricos en sus manos.
Sivits fue sentenciado a un año de cárcel por incumplimiento del deber, por cargos relacionados con la fotografía que hizo y por no haber detenido el maltrato a los detenidos.
— Un joven agradable —En el estacionamiento, Sivits habla de las lecciones que aprendió de lo ocurrido, sobre la humildad, la compasión y el deber de hacer lo correcto.
Decidimos entrar en el restaurante y buscar un lugar tranquilo en el interior.
Allí, él dice que cree que sus aprendizajes personales deberían ser absorbidos por todo el país.
Como muchos otros que trabajaron en Abu Ghraib y terminaron envueltos en el escándalo, Sivits proviene de una zona rural de Estados Unidos que ofrecía poco futuro para los jóvenes.
Creció en Hyndman, Pensilvania, una localidad ubicada en el “valle de ninguna parte”, según señala Robert Clites, un habitante del pueblo.
Este hombre de 69 años de edad afirma que no hay cobertura para teléfonos celulares en un radio de 9 a 16 kilómetros alrededor y que la calle principal huele a diésel y a serrín procedente de los camiones que transportan madera a través del poblado.
La antigua vivienda de Sivits, junto a las vías del tren, ahora se halla carbonizada tras haber sufrido un incendio y permanece vacía con las ventanas cubiertas con tablas de madera.
Su madre, Freda, trabajaba como dependienta en una tienda de productos de bajo costo para el hogar. Su padre, Daniel, un obrero especializado en labores de mampostería, estuvo en dos temporadas en Vietnam y recibió dos medallas de combate.
Daniel murió el año pasado de cáncer de pulmón y su familia pidió en su obituario que, en lugar de comprar flores, sus allegados le dieran el dinero a Freda para ayudarla a pagar por el funeral.
En la escuela donde cursó su bachillerato, la Hyndman Senior High School, Sivits era conocido por sus buenos modales y por su disposición permanente a ayudar a los demás.
“Era un chico cortés. Si alguien le pedía que hiciera algo, él lo hacía”, afirma Clites.
“Un joven agradable”, lo describe Herman Rawlings, un lugareño de 86 años de edad que participó en la guerra de Corea, quien considera que Sivits estaba cumpliendo órdenes en Irak.
“Tuvo un trato injusto. Cuando estás en una posición como la suya, haces lo que tienes que hacer. El infierno, la guerra es el infierno”, apunta.
Sivits, de 38 años de edad, cuenta que cuando era niño soñaba con ser soldado como su padre.
“Cuando tenía 18 años me alisté y comencé mi aventura”, dice.
Entonces, se convirtió en miembro de la Policía Militar y en 2003 fue enviado a Irak. Poco después fue asignado para trabajar en Abu Ghraib, una cárcel en Bagdad donde cumpliría tareas de mecánico y conductor.
— “El lado oscuro” —En esa época, unos 2.000 iraquíes, entre hombres, mujeres y niños estaban recluidos en esa prisión.
Muchos eran inocentes y no sabían nada sobre la insurgencia. Habían sido detenidos de forma accidental durante unas redadas.
Para ese momento, el gobierno de Estados Unidos había probado el uso de duros métodos de interrogatorio en los centros de detención controlados por ese país.
El vicepresidente Dick Cheney había advertido poco después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 que ellos trabajarían el “lado oscuro”.
Con ese objetivo en mente, las autoridades modificaron las leyes para permitir el uso de técnicas de interrogatorio que desde hace tiempo habían sido catalogadas como tortura. Estas fueron aplicadas a los prisioneros de Abu Ghraib.
Los detenidos eran golpeados, en algunos casos hasta que morían.
Una fotografía muestra el cadáver de un preso, Manadel al Jamadi, quien estuvo detenido allí por la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés). Su cuerpo estaba envuelto en plástico.
Conversando de pie en la pizzería, Sivits describe las cosas que vio en la prisión.
Una tarde en noviembre de 2003, ayudó a un guardia al que según dice llamaban “Freddie” -Ivan Frederick- a escoltar a unos detenidos al sector 1A, un bloque de celdas de prisioneros peligrosos.
Cuando llegaron allí vieron a presos desnudos acostados en el pasillo, juntos y revueltos. Charles Graner, Lynndie England y otros soldados estaban allí, riéndose. Frederick y Sivits pusieron a sus hombres junto a la pila.
“Todo el mundo empezó a decir: 'bueno, ¿por qué no hicieron esto?; ¿por qué no hicieron lo otro?'. Es algo que pasa y pasa. Pierdes la noción del tiempo y parece como si estuvieras en un túnel del tiempo”, dice Sivits.
En medio de la confusión, Sivits se dio cuenta de que las esposas puestas a uno de los detenidos estaban demasiado ajustadas, haciendo que sus manos se hincharan y se pusieran moradas.
Sivits le dijo a Graner: “Oye, este hombre va a perder sus manos”. Tomó una herramienta y aflojó las esposas que tenía el prisionero. Luego, cuenta Sivits, el prisionero se relajó y podías ver que la sangre empezó a fluir con normalidad por sus manos.
Graner le dio a Sivits una cámara y se agachó cerca de un prisionero con capucha vestido con un mono que estaba doblado sobre el piso. Con una mano, Graner tomó cuidadosamente la cabeza del prisionero mientras que cerró la otra mano para mostrar su puño. Sivits le fotografió.
Entonces, Graner golpeó al detenido y soltó una breve carcajada, evoca Sivits y agrega: “No sé por qué lo hizo”.
“Esa fue la única fotografía que tomé”, afirma Sivits. “Yo estaba ahí, más o menos”.
Cuando narra lo que ocurrió en la prisión, Sivits mira a la distancia y habla de una forma neutra, como si hubiera sido otra persona y no él quien estuvo allí esa noche.
— Iracundos —Cuando las fotografías de Abu Ghraib aparecieron en televisión en la primavera siguiente, el entonces presidente George W. Bush dijo: “Investigaremos todos los hechos y determinaremos el alcance total de estos abusos. Quienes participaron serán identificados. Responderán por sus acciones”.
Sivits y otros 10 soldados fueron condenados por los abusos. Graner fue sentenciado a 10 años, Frederick a 8 y England a 3.
Los juicios dejaron al descubierto cómo los crímenes y el desorden estaban entrelazados en la vida de los soldados. Luego de recuperar su libertad, England se mudó a su pueblo natal, Fort Ashby en West Virginia.
Ahora vive con sus padres y cuida del hijo que tuvo con Graner. Éste, por su parte, se casó en prisión con Megan Ambuhl, otra de las soldados condenadas.
Después de que se formó el escándalo, Estados Unidos perdió el argumento de su superioridad moral, de acuerdo con muchos de los que participaron en la guerra.
Los insurgentes que atacaron a las fuerzas estadounidenses después de 2004 estaban iracundos por las fotos de Abu Ghraib, según el general -ahora en situación de retiro- Stanley McChrystal.
La administración de la cárcel fue entregada a las autoridades iraquíes en 2006 y ocho años más tarde fue cerrada.
Varias decenas de exprisioneros demandaron a un contratista privado, una empresa que empleaba a traductores de árabe, por su papel en los abusos, lo que derivó en un acuerdo en 2013 para el pago de unos US$5 millones en compensaciones.
Uno de los abogados, Shereef Akeel, considera que ese acuerdo generó una “gran sensación de justicia”.
— Arrepentimiento —Luego de estar preso en Kuwait, Alemania y Carolina del Norte, Sivits regresó a Pensilvania.
“Durante mucho tiempo fui una persona desagradable debido a que tenía mucho odio dentro de mí y dirigido contra mi mismo”, dice.
No podía encontrar trabajo como mecánico así que empezó a asesorar a personas con problemas de alcohol y drogas. “Decidí que iba a usar mi experiencia en Abu Ghraib para hablar con ellos acerca de cómo tomamos decisiones”.
Les habló sobre los errores que cometió durante la guerra, de los que se arrepiente profundamente.
“Mi actitud es: 'sí, ese era yo pero eso no es lo que soy ahora; soy una persona distinta'”.
Apunta que lo ocurrido en la prisión fue algo horrible. “Pero creo que la gente ha aprendido un poco”.
Sivits ha hallado una suerte de redención en su trabajo como consejero y ha sido capaz de seguir adelante con su vida.
Sin embargo, sus esfuerzos por ayudar a las personas en Pensilvania y su remordimiento por su pasado le ofrecen poco consuelo a quienes sufrieron abusos en Abu Ghraib.
Muchos de ellos dicen que aún sienten los efectos de sus heridas. Ali al Qaisi, quien se hizo conocido como el “hombre de la capucha” (nombre que se refiere a la imagen de un prisionero encapuchado de pie sobre una caja) dijo en un video en Twitter: “Eso rompió nuestros psiques”.
Sivits tiene razón al decir que Estados Unidos cambió después de Abu Ghraib.
La tortura fue prohibida en 2009, poco después de la llegada a la presidencia de Barack Obama.
Los interrogatorios militares fueron restringidos y las prisiones secretas de la CIA, donde los detenidos eran sometidos a duros interrogatorios, fueron cerradas.
Se estableció un nuevo marco legal para hacer que los ejecutores pudieran ser procesados con más facilidad, independientemente de si trabajaban para el gobierno o eran contratistas militares.
Sin embargo, defensores de los derechos humanos dicen que pese a los cambios en las leyes y en las políticas gubernamentales, las personas están ahora más dispuestas a aceptar la idea de la tortura de lo que estaban en el pasado.
— ¿Fin de la tortura? —Las fotos de Abu Ghraib causaron conmoción, pero con el tiempo su impacto se ha diluido.
Pese al rechazo generalizado a esas imágenes, un “número preocupante” de votantes dijo posteriormente que sí cuando se les preguntó si la tortura estaba justificada en algún caso, señala Katherine Hawkins, una investigadora que trabaja en el Proyecto de Supervisión del Gobierno.
Una encuesta reciente indica que dos tercios de los estadounidenses creen que la tortura puede estar justificada.
Hawkins y otros consideran que Abu Ghraib es más que un capítulo oscuro en la historia de Estados Unidos.
“El uso de la tortura no quedó relegado a la historia. Aún sigue resonando”, dice Alberto Mora, quien fue jefe del departamento legal de la Armada estadounidense durante el gobierno de George W. Bush.
En la campaña presidencial de 2016, Donald Trump dijo que si resultaba electo volvería a autorizar técnicas como el ahogamiento ficticio, una técnica de interrogatorio prohibida por la legislación federal, así como otros métodos “mucho peores”.
Tras la elección, Trump cambió de postura señalando que el secretario de Defensa, James Mattis, consideraba que la tortura era una mala idea.
Casi una década y media después del escándalo, Mora tiene dudas de que los ciudadanos de Estados Unidos hayan aprendido las lecciones de humildad de las que habla Sivits.
Mora recuerda que el actual presidente y muchos líderes políticos han dicho que apoyan el uso de la tortura.
Pese a que las leyes que prohíben estas prácticas siguen vigentes, al experto le preocupa que si Estados Unidos participa en otra guerra total como la de Irak pueda recurrir nuevamente a la tortura.
“Eso es lo que representa Abu Ghraib, la posibilidad de cometer un error y regresar al uso de la crueldad”, advierte.