Durante siglos y siglos, y hasta hace poco más de 500 años, numerosos europeos vivieron convencidos de que la tierra era plana, una especie de plancha sólida que flotaba sobre un mar enigmático y oscuro.
Según esa teoría, el mundo terminaba en un lugar muy concreto, en un punto preciso más allá del cual no había nada, solo las aguas sombrías, aterradoras y repletas de monstruos del llamado Mare Tenebrosum.
Ese lugar donde acababa el mundo fue bautizado por los romanos con el nombre en latín de Finis Terrae, literalmente, el “fin de la tierra”, Finisterre en castellano.
Se encuentra en Galicia (noroeste de España) y es uno de los puntos más occidentales de Europa continental. Se trata de una lengua de tierra que se adentra tres kilómetros en el océano Atlántico y desde la cual solo se ve mar y nada más que mar, tanto si se mira de frente, hacia la izquierda o hacia la derecha.
Durante cientos de años se consideró que en ese lugar en el que los únicos vestigios que hay del hombre son un faro y un antiguo edificio de señales marítimas era el último rincón del mundo, la última esquina de la tierra.
Más allá de ese lugar se creía que no había absolutamente nada, solo un mar desconocido y peligroso en el que muy pocos osaban adentrarse.
Sin embargo más allá de aquel lugar había algo gigantesco, un enorme trozo de tierra que ocupaba una superficie de 42,55 millones de kilómetros cuadrados: América.
Pero Europa solo tuvo constancia de la existencia de aquel gigante a partir del 12 de octubre de 1492 cuando Cristóbal Colón, navegando por el océano Atlántico camino de lo que él pensaba que era India, se dio de bruces con ese continente.
El Cabo de Finisterre, el lugar que hasta entonces pasaba por ser el fin del mundo, dejó entonces de ostentar ese título. Pero no por ello perdió su fascinación.
- El final del “camino de Santiago” -Ese punto ha sido siempre un lugar lleno de historia, leyendas, magia y tradiciones. La prueba es que Fisterra, como se conoce al lugar en lengua gallega, ha sido un centro de culto y veneración por parte de las distintas civilizaciones que se han asentado allí, y lo sigue siendo.
Es un lugar fascinante, al que se accede por una carretera de curvas después de dejar atrás el pueblo del mismo nombre, donde solo se ve la inmensidad del océano y que ofrece el espectáculo sobrecogedor de unas increíbles puestas de sol en las que el rey astro es devorado por el mar en un festín de rojos color sangre.
No es de extrañar que los celtas, por ejemplo, realizaran allí ritos en honor del Sol y que hasta levantaran un altar para ese fin, el Ara Solis.
O que Décimo Junio Bruto, el general que hace más de 2.000 años dirigió a las tropas romanas en la conquista de esos territorios de Galicia, no quisiera regresar triunfante a Roma hasta haber visto con sus propios ojos cómo el sol se hundía en el mar de Finisterre mientras del agua brotaban llamaradas de fuego.
Y eso no es todo. A comienzos del siglo IX se descubrió a unos 90 kilómetros de Finisterre, en la localidad de Santiago de Compostela, el sepulcro del apóstol Santiago. Numerosas personas comenzaran a partir de ese momento a peregrinar hasta allí para venerar los restos del santo, recorriendo a pie lo que se conoce como “el camino de Santiago”.
Y muchos de esos peregrinos decidieron concluir ese periplo justo en Finisterre.
No es casualidad que después de Santiago de Compostela, Finisterre sea el lugar más visitado de toda Galicia. Es tan rica su historia que en el 2007 fue declarado Patrimonio Europeo.
“El cabo de Finisterre fue durante siglos el fin del mundo. Y para mí y otros muchos peregrinos sigue representando el fin: el fin el Camino de Santiago, el fin de un duro recorrido físico y espiritual”, nos cuenta Laura García, una peregrina andaluza de 32 años que acaba de llegar a la señal de “kilómetro cero” colocada en Finisterre, y que indica el final del Camino de Santiago.
“Me parece muy simbólico concluir nuestro peregrinaje aquí, en un lugar que históricamente ha tenido un efecto místico en miles de personas y en el que uno toma conciencia de su pequeñez ante la enormidad del océano”.
En Finisterre no solo concluye el Camino de Santiago, sino que es el único contacto con el mar que tienen los aproximadamente 100.000 peregrinos que cada año hacen esta ruta.
Se trata de un lugar tan cargado de simbolismo que muchos concluyen aquí su peregrinación con una especie de ritual de purificación y renacimiento: queman sus ropas y sus botas, arrojan las cenizas al mar, contemplan cómo el sol se funde con el mar y se dan un baño en las frías aguas de alguna playa vecina.
- Un mar peligroso -Gran parte del hechizo que ejerce Fisterra viene del paisaje natural en el cual se alza. Se encuentra en plena Costa de la Muerte, el escarpado y peligroso litoral que se extiende a lo largo de docenas de kilómetros en la provincia gallega de A Coruña y que es famoso por sus vertiginosos acantilados, la furia de su mar, sus fuertes tempestades, sus vientos que golpean en un bucle infinito y sus terribles tormentas.
La zona ha sido testigo de numerosos naufragios a lo largo de la historia, como el que se registró en 1870 cuando un barco con 482 personas a bordo se hundió frente a su costa.
“Es un mar muy, muy peligroso”, confirma a BBC Mundo David Marcote, un oceanógrafo que a principios de la década de los 90 trabajó durante tres años en el imponente faro Fisterra, una estructura construida en 1853, con una torre que mide 17 metros de altura y cuya luz alcanza las 30 millas náuticas, unos 65 kilómetros.
David Marcote nació en Sardiñeiro, un pueblo a cinco kilómetros de Finisterre, y por tanto conoce muy bien la zona y está acostumbrado desde niño a oír rugir al mar. Y aun así confiesa que un par de veces pasó miedo cuando fue farero en el fin del mundo.
“Una noche de invierno sufrí un temporal terrible, con un viento y una lluvia impresionantes. No te puedes imaginar cómo silbaba el viento, era realmente impresionante, hacía un ruido ensordecedor. Y llovía con tanta fuerza que el agua entraba en el faro a través de las rendijas de las ventanas de doble cristal”, recuerda.
Por no hablar de aquella otra vez que en medio de una tormenta eléctrica un rayo cayó encima de la antena del faro. “Quemó todos los equipos”, revela Marcote.
Antes del faro, y siempre a fin de proteger a los navegantes, en el cabo de Finisterre había edificio de señales marítimas que advertía a través de banderas a los marineros del estado de la mar, de si podían entrar o no a la costa.
Ese edificio fue remodelado en el año 2000 y abrió sus puertas como hotel bajo el nombre de “O semáforo de Fisterra”.
“Es un hotel pequeñito, tenemos sólo siete habitaciones cuyos precios oscilan entre los 125 y los 290 euros (US$146 y US$340). Pero está en un lugar tan mágico y tan especial que los que vienen aquí lo hacen en busca de experiencias místicas”, cuenta Jacinto Picallo, responsable del hotel.
“Tenemos por ejemplo clientes que vienen atraídos por la naturaleza, los temporales, el viento, el mar embravecido… Clientes que concluyen aquí el Camino de Santiago con una misa y quemando sus ropas. Gente que viene a contemplar nuestros amaneceres y puestas de sol, que son superlativos. Gente que viene hasta aquí para arrojar al mar las cenizas de sus familiares…”.
Jacinto Picallo incluso nos revela el caso de un señor italiano que cada tres meses encarga a los responsables del hotel que coloquen flores en una determinada roca del cabo de Fisterra. “Esas flores son en memoria de su mujer, que siempre quiso venir a Fisterra y que murió sin poder cumplir su sueño”.