Los Juegos Olímpicos de Invierno son, para nosotros los peruanos, de esas rarezas que ocurren cada cuatro años lejos de nuestras narices y, por supuesto, de nuestro interés. Que tres compatriotas -Roberto Carcelén y los hermanos Manfred y Ornella Oettl- participaran en Vancouver 2010 y Sochi 2014 fue una noticia exótica que mereció más de un reportaje.
El 9 de febrero se inauguraron en PyeongChang (Corea del Sur) la vigesimotercera versión de estos juegos. No hubo en esta ocasión ningún deportista peruano. Lo que sí hubo fue mucha expectativa mundial debido a la región en que se desarrolla el torneo: la península coreana, donde hay mucha tensión geopolítica concentrada.
Una tensión de la que no han estado exentas anteriores ediciones de estos juegos que tienen al frío y la nieve como protagonistas. Acaso uno de los episodios más apasionantes fue el que se vivió en 1980 en Lake Placid, una pequeña localidad del este de Estados Unidos, que en aquel año era por segunda vez sede de los JJ.OO. de Invierno (la primera fue en 1932).
La Guerra Fría -ese enfrentamiento político, ideológico, económico y social entre el bloque occidental liderado por EE.UU. y el bloque oriental comandado por la Unión Soviética- escribía en los comienzos de aquel 1980 uno de sus tantos inquietantes capítulos.
Dos acontecimientos que remecieron al mundo acababan de ocurrir: a principios de noviembre de 1979 se desató la crisis de los rehenes en Irán, cuando un numeroso grupo de estudiantes que se hacían llamar los Discípulos del Imán penetró en la embajada de EE.UU. en Teherán y tomó como rehenes al personal diplomático y administrativo.
A fines de diciembre, en otro país asiático, la URSS volvía a cobrar protagonismo. Los tanques soviéticos cruzaron la frontera con Afganistán y daba inicio a la invasión en la cual Moscú se enfrentó a los insurgentes muyahidines, grupos de guerrilleros islámicos apoyados por gobiernos extranjeros, entre ellos Estados Unidos.
En ese contexto, aquella competencia deportiva en Lake Placid se presentaba como el escenario ideal para exhibir el mayor potencial, vencer en la lucha ideológica y llevar a volar el orgullo nacional.
No era casual que el poderoso e invencible equipo soviético de hockey sobre hielo se llamara Red Army ni que se lo conociera como el Ballet Bolshoi sobre patines. Los calificativos no eran gratuitos: se había impuesto en dicho deporte en los cuatro JJ.OO. precedentes y desde 1964 ostentaba un récord de 27 victorias, un empate y una derrota. Con esos intimidantes pergaminos llegaba como máximo favorito a Lake Placid.
La Red Army superó con facilidad la primera fase y el 22 de febrero le tocaba toparse en semifinales con Estados Unidos. En la víspera del partido, el periodista de “The New York Times” Dave Anderson escribió lo siguiente: “Salvo que el hielo se derrita bajo sus pies, los rusos se harán con la medalla de oro por quinta vez consecutiva”.
Los locales, que no ganaban el título olímpico desde 1960, tenían un cuadro bastante joven y aguerrido integrado en su mayoría por universitarios. Su pase a semifinales se había certificado con muchas más dificultades que la de los soviéticos.
Pero en la cancha todo fluyó en contra de la lógica. La selección de EE.UU. venció 4 a 3 con una remontada épica en el tercer período y ante unos rivales que reconocieron haber sentido pánico debido a que la derrota en ciernes “los convertía en héroes caídos”.
La revista Sports Illustrated ha descrito aquel triunfo como “el momento único más indeleble de la historia del deporte en EE.UU.: un equipo que llevó a una nación entera al frenesí y reavivó el patriotismo”. Según diversas encuestas, la mayoría de ciudadanos estadounidenses lo consideran como el mayor logro deportivo del país en el siglo XX. Por si fuera poco, la Federación Internacional de Hockey sobre Hielo lo ha considerado el mejor partido del siglo XX en este deporte.
Esa batalla deportiva ha pasado a la historia como “el milagro sobre el hielo”. Hollywood recreó aquella gesta en 1981 y en el 2004 con dos filmes, el último de ellos con Kurt Russell. Desde la otra esquina, el documental “Red Army” reflejó el significado del elenco soviético como arma de propaganda del régimen comunista y el mazazo que supuso esa derrota, al punto que los medios de ese país hicieron eco del match recién unos días después de producido.
En febrero del 2015, 35 años después de la proeza, los 19 sobrevivientes del cuadro norteamericano se reunieron en el Herb Brooks Arena (el coliseo fue rebautizado con el nombre del entrenador del equipo) para rememorar esa circunstancia. “Si hubiéramos jugado ese partido 100 veces, perderíamos 99”, reconoció esa vez Rob McClanahan, uno de los jugadores del seleccionado de las barras y estrellas.
Esa victoria -que se produjo tras la traumática guerra de Vietnam, el escándalo del Watergate que le costó la presidencia a Richard Nixon y en medio de la mencionada crisis de los rehenes en Irán- fue más que un oro olímpico. Meses después, además, el Gobierno Estadounidense decidió boicotear los JJ.OO. de Verano de Moscú debido a la invasión soviética de Afganistán.
Calificada como vergüenza nacional por la prensa soviética, nadie como Dmitry Chernyshenko -presidente del comité organizador de los JJ.OO. de Invierno de Sochi 2014- para graficar el significado de esa derrota: “Cuando era niño, conocía solo tres películas de terror occidentales: una era ‘Pesadilla en Elm Street’, la segunda era ‘Viernes 13’ y la tercera era ‘Milagro sobre el hielo’”.
-