Unas ruinas poco conocidas, que datan de milenios y cubren cientos de kilómetros cuadrados, están cambiando las percepciones de la Amazonía y sus antiguos habitantes.
En un tramo de la Amazonía boliviana conocido como los Llanos de Moxos o Mojos, el bochornoso puerto de Loma Suárez toma su nombre de un notorio magnate del caucho que construyó una mansión y un rancho junto a una colina con vista al río Ibare.
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Durante finales del siglo XIX y principios del XX, Nicolás Suárez y sus hermanos se encontraban entre las personas más ricas y despiadadas de Bolivia, y gobernaban una vasta franja de la cuenca del Amazonas con una violencia aterradora, según mi guía Lyliam González.
“Eran dueños de todo por aquí”, dijo.
La loma ahora está coronada por un mausoleo para uno de los hermanos, Rómulo, pero yo estaba más interesado en el montículo cubierto de hierba en sí.
Alrededor de 10 metros de altura, con un camino de tierra y un grupo de árboles en la base, parecía natural y anodino.
Pero en realidad es obra del hombre, uno de los miles de movimientos de tierra construidos por sociedades antiguas notables pero poco conocidas.
El Amazonas antes de la llegada de los europeos a América en 1492 se representa comúnmente como un lugar prístino salpicado de comunidades pequeñas y sencillas.
Los Llanos de Moxos refutan elegantemente esta noción.
Con una extensión de 120.000 kilómetros cuadrados de sabana tropical, selva tropical y cursos de agua serpenteantes en el noreste de Bolivia, la región, que es aproximadamente del tamaño de Inglaterra, ha estado habitada durante 10.000 años, inicialmente por comunidades de cazadores-recolectores.
Alrededor del año 1000 a.C., comenzaron a desarrollarse sociedades más complejas.
En respuesta al entorno altamente desafiante -incluidas las dramáticas inundaciones estacionales-, construyeron redes de estructuras moviendo tierras.
Desde colinas, plataformas residenciales y ceremoniales elevadas y campos elevados para protegerse contra el aumento del nivel del agua hasta calzadas, canales, acueductos y embalses.
El pionero arqueólogo estadounidense Kenneth Lee, quien visitó la región por primera vez en la década de 1950 mientras trabajaba para Shell y terminó dedicando su vida al estudio de los movimientos de tierra (un museo en la cercana ciudad de Trinidad ahora lleva su nombre: el Museo Etnoarqueológico Kenneth Lee), estimó que hubo hasta 20.000 movimientos de tierra, y las aldeas más grandes albergaban a 2.000 personas o más.
A diferencia de los incas o los mayas, no existe un nombre único para los antiguos constructores de terraplenes de los Llanos de Moxos.
Los pocos académicos que los estudian tienden a usar términos colectivos incómodos, como “prehispánico” o “precolombino”, mientras que los grupos individuales, como las culturas Baures o Casarabe, han recibido nombres de pueblos o ciudades de la actualidad.
Pero en las últimas décadas, los constructores de movimientos de tierra han sido objeto de un mayor estudio por parte de los arqueólogos, cuyos hallazgos han transformado nuestra comprensión de la Amazonía.
Investigaciones recientes sugieren que, durante más de 2.000 años, los Llanos de Moxos fueron el hogar de muchas más personas (quizás hasta un millón) y de sociedades mucho más sofisticadas de lo que se pensaba anteriormente.
A pesar de carecer de recursos vitales, como fuentes locales de piedra y animales domesticados, estas sociedades remodelaron por completo su entorno, construyendo una serie de estructuras para viviendas, agricultura, ceremonias religiosas y cementerios que les permitieron prosperar en un lugar que aún hoy puede resultar altamente desafiante.
Este trabajo de construcción implicó el “movimiento masivo de suelos, la transformación de la topografía local, el enriquecimiento del suelo y el cambio en la composición de la vegetación”, según el arqueólogo de la Universidad de Pensilvania Clark L Erickson en su artículo de investigación “Amazonia: la arqueología histórica de un paisaje domesticado”.
Los canales y calzadas artificiales proporcionaron enlaces de transporte y comunicación, ayudando no solo a mitigar el daño de las inundaciones estacionales, sino también a gestionar activamente los niveles de agua.
Se crearon lagunas y presas para ayudar a la pesca, mientras que otras formaciones de movimiento de tierras se diseñaron para llevar a los animales salvajes a áreas designadas de tierra seca, donde podrían ser cazados más fácilmente.
Muchas de estas estructuras fueron abandonadas en el siglo XV, posiblemente debido a conflictos, sequías o hambrunas, y desde entonces han sido tragadas por la selva.
Pero algunas todavía están ocupadas por comunidades indígenas (descendientes de aquellos constructores), mientras que otras se han subsumido en pueblos y ranchos y algunos han sido protegidos a través de proyectos de conservación.
Para aprender más sobre ellos, organicé una estadía de una noche en Chuchini, una reserva natural cercana y un albergue ecológico en otra loma artificial.
En el muelle de Loma Suárez, me encontré con el guía Efrem Hinojosa, cuyos padres fundaron Chuchini hace medio siglo, y abordé una lancha para un corto viaje hacia el norte por el río Ibare.
“Mis padres crearon la reserva [de Chuchini] en 1973 después de enterarse de la importancia arqueológica y ambiental del área”, dijo Hinojosa, mientras atravesábamos veíamos caimanes al acecho, con sus hocicos prehistóricos asomando por encima de la superficie del río.
Después de 15 minutos, nos metimos en un canal angosto que cortaba la densa orilla verde del río.
Rodeado de juncos y árboles larguiruchos, también fue una antigua obra de esas culturas, un canal construido hace 1.000 años o más, precisó Hinojosa.
Poco después, salimos a una laguna reluciente dominada por una colina verde y achaparrada rodeada de selva tropical y patrullada por un par de perros que ladraban.
La esposa de Hinojosa, Miriam, me mostró la loma, que era mucho más grande que la que ocupaba el mausoleo de Suárez.
El centro de la cima plana y cubierta de hierba albergaba el alojamiento ecológico de la pareja: un conjunto de habitaciones impecables, un comedor semiabierto y ventilado, muchas hamacas, un pequeño parque infantil y una cancha de fútbol.
Los senderos para caminar conducían hacia la jungla circundante, que resonaba con el canto de los pájaros.
“El nombre 'Chuchini' significa 'Cueva del Jaguar', una de las alrededor de 100 especies de mamíferos que se encuentran aquí”, explicó Miriam.
“También hay más de 300 especies de aves”.
Se han excavado en la reserva más de 1.500 artefactos, en particular vasijas, urnas y figurillas de cerámica finamente trabajadas, producidas por los constructores de antaño, y se descubren más todo el tiempo (incluido, recientemente, un esqueleto adulto).
La presencia de la visionaria familia protegió a Chuchini de la deforestación, la caza furtiva, la ganadería y la agricultura comercial que ha destruido gran parte de la región.
Hoy en día, la reserva depende del turismo: los lugareños vienen a pasar el día para chapotear en la laguna, descansar en hamacas y pasear por los senderos; mientras que los viajeros extranjeros tienden a quedarse algunas noches, a menudo participando en programas de voluntariado.
Hinojosa, veterinaria cualificada, también dirige un centro de rehabilitación de animales salvajes.
Entre sus pacientes ese día había pizotes parecidos a mapaches, varios monos y un par de hermosos tucanes, sus picos anaranjados y amarillos tan extrañamente brillantes que los confundí con réplicas de plástico.
Después de pasar el día nadando y caminando, Hinojosa me llevó por el pequeño museo de Chuchini, que estaba repleto de artefactos que ofrecían una visión tentadora de las culturas, creencias y rituales de las personas que una vez vivieron aquí.
Había figurillas de cerámica, incluido un hombre con una sola pierna con un ombligo que sobresalía y el torso de una mujer que parecía llevar un bikini con puntos.
Dos grandes urnas funerarias contenían restos humanos, incluida una dentadura completa.
Otras vasijas estaban decoradas con patrones geométricos que, según algunos, representan mapas antiguos.
“Si miras algunos de los movimientos de tierra desde el aire, parecen figuras humanas o de animales”, dijo Hinojosa. “Como las Líneas de Nazca de Perú”.
Aunque el interés arqueológico en los Llanos de Moxos es relativamente reciente (las primeras excavaciones se llevaron a cabo en la década de 1910, pero la extensión de los movimientos de tierra solo comenzó a ser evidente medio siglo después), la región ha cautivado a los forasteros durante mucho tiempo.
En su libro de 1609 Comentarios Reales de los Incas, el historiador español-inca Garcilaso de la Vega escribió sobre una expedición inca del siglo XV a una provincia amazónica llamada Musu, que se cree que son los Llanos de Moxos, donde encontraron “una gran cantidad de gente guerrera” quienes, aunque estaban “encantados de ser... amigos y confederados”, se negaron a someterse al dominio inca.
Este relato ayudó a inspirar la leyenda de El Dorado, una ciudad de inmensa riqueza perdida en la selva.
Durante los siglos siguientes, innumerables expediciones se dirigieron al Amazonas en busca de estas legendarias riquezas. Ninguno tuvo éxito, muchas personas perdieron la vida y la noción de que alguna vez existieron sociedades avanzadas en esta parte del mundo fue ampliamente descartada.
Pero en las últimas décadas, los estudios de los Llanos de Moxos han cambiado esta visión.
Demuestran cómo estas sociedades esculpieron, domesticaron y explotaron los paisajes que les rodeaban, creando, para citar al autor del libro “1491: Una nueva historia de las Americas antes de Colón”, Charles C Mann, “uno de los entornos artificiales más grandes, extraños y ecológicamente ricos del planeta”.
Este año, la investigación de vanguardia arrojó nueva luz sobre esas culturas.
En mayo, un grupo de arqueólogos y científicos de Alemania y Reino Unido publicaron los resultados de un estudio que utilizó tecnología de escaneo láser para examinar el sureste de los Llanos de Moxos.
En un artículo en la revista Nature, describen una forma de “urbanismo de baja densidad” que se compara con las sociedades andinas contemporáneas y más conocidas, como el imperio de Tiwanaku, cuya capital homónima ahora se encuentra en ruinas cerca del lago Titicaca.
(Tiwanaku, una fuerte influencia sobre los incas, dominó una vasta área que abarcaba gran parte de la actual Bolivia, el sur de Perú, el noreste de Argentina y el norte de Chile).
El equipo encontró varios sitios construidos por la cultura Casarabe (alrededor de 500-1400 d.C.), incluidos un par de grandes asentamientos: el proceso de construcción del más grande de los dos implicó el movimiento de la asombrosa cantidad de 570.000 metros cúbicos de tierra, suficiente para llenar 228 piscinas de tamaño olímpico.
Los asentamientos presentaban plataformas escalonadas que estaban rematadas, en algunos casos, con pirámides de 22 metros de altura. Y estaban conectados con las comunidades vecinas por calzadas elevadas que se extendían por varios kilómetros y estaban rodeadas de canales, embalses y lagos artificiales.
Heiko Prümers, arqueólogo del Instituto Arqueológico Alemán y coautor del estudio, le dijo a Nature que la complejidad de estos sitios es “alucinante”.
La escala y sofisticación de la cultura Casarabe y sus contrapartes son aún más impresionantes cuando consideras los desafíos geográficos y climáticos en los Llanos de Moxos.
También se enfrentaron a fenómenos meteorológicos extremos, de los que tuve experiencia de primera mano.
Durante la noche, el calor y la humedad aumentaron antes de ser interrumpidos por una tormenta tan poderosa que hizo temblar las paredes de mi habitación.
Era un surazo, dijo Miriam durante el desayuno, vientos polares gélidos que periódicamente soplan desde la Antártida, bajan las temperaturas y provocan grandes aguaceros.
En el bote de regreso a Loma Suárez, entumecido por el frío, azotado por gotas de lluvia que parecían granizo, sentí un nuevo respeto por las antiguas sociedades de los Llanos de Moxos, que no solo labraron una existencia aquí, sino que lograron florecer.
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